Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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Cuando llega este momento se calcula que los hombres ya deben de necesitar sustento, por lo que se inicia un festín de chicharrones acompañados de anís y costa. Los chicharrones son las excrecencias adiposas que aparecen a lo largo de todo el intestino delgado. Fritos en aceite de oliva hasta que el exterior se queda churruscado resultan absolutamente deliciosos, pero saben aún mejor cuando reaparecen como bocado dulce: la torta de chicharrones, un gran panecillo dulce, suntuoso y pastoso, relleno de trozos de manteca del intestino. Busqué a Ana con la mirada para que compartiera conmigo esta delicia gastronómica, pero me estaba dando la espalda de un modo que me pareció un tanto empecinado, inclinada sobre un barreño de asaduras que estaba preparando Expira.

Y de esta manera pasamos al siguiente cerdo, repitiéndose más o menos la misma operación que con el primero, esta vez de manera algo más eficiente en cuanto que el equipo ya le iba cogiendo el tranquillo al asunto, aunque esta ventaja quedaba un tanto mermada por nuestro ininterrumpido acercamiento a un estado de inconsciencia etílica. El sol se asomó por encima del cerro, inundando de cálida luz todo el espantoso proceso. Una vez despachado el segundo cerdo, el tercero y tras él el cuarto fueron arrastrados fuera del establo, engarfiados, pinchados, sangrados, chamuscados, raspados, abiertos en canal y colgados.

La bota de vino de piel de cabra no paraba de dar vueltas entre los miembros del grupo, acompañando los bocados de grasa de cerdo. Y las historias de matanzas de cerdos y proezas varoniles cada vez resultaban más inverosímiles y fantásticas.

Ana me dio un golpecito en el hombro y me dirigió una de esas miradas suyas de reproche como preguntándome cuándo iba a terminar este largo suplicio. Entreabriendo un poco los ojos, intenté despejarme el cerebro de alguna fantasía heroica que se había quedado atascada en el lugar por el que antes rondaba el pensamiento racional. Ana parecía estar haciéndome señas desde una distancia inmensa, y sus gestos eran difíciles de descifrar. Tenía una sensación en el estómago como si de algún modo se me hubiera metido una enorme piedra pegajosa, y la cabeza me zumbaba al borde de una jaqueca monumental.

Justo antes de que oscureciera se declaró un permiso general para que todos pudiéramos volver a casa a echar de comer a los cerdos, encerrar los mulos y las gallinas, cambiarnos de ropa y regresar para el auténtico festejo. Se supone que un cerdo o dos proporcionan prácticamente toda la carne que una familia necesita a lo largo del año venidero, pero a mí me parecía que toda esa carne iba a ser consumida el primer día por los invitados y ayudantes. Pero, en fin, supongo que debieron de quedar algunos restos.

Ana y yo regresamos tambaleándonos río arriba a la luz cada vez más tenue del anochecer.

– No dirás en serio lo de volver, ¿verdad?

– Bueno, en realidad creo que deberíamos…

– ¿Qué estás diciendo? ¿Volver a bajar todo ese camino a oscuras por el río sólo para escuchar más historias ridículas de ésas y comer esa horrible porquería grasienta? ¡Debes de estar chiflado!

Ana es absolutamente sincera, y a veces también tiene razón.

– Tengo que admitir que en este momento preferiría morir antes que dejar que pasara por mis labios cualquier miembro de la familia del cerdo o parte del mismo. Y tampoco quiero más vino…

– Ni falta que te hace.

– Tal vez nos apetezca más dentro de un par de horas, vamos a ver.

Al cabo de un par de horas estábamos ambos profundamente dormidos, soñando con chuletas de frutos secos y quiche de espinacas, pepino y rábanos hervidos con arroz integral…

Contando ovejas

En primavera el florecer de los naranjos te coge desprevenido. Al principio sólo se nota una pálida bruma entre el verde oscuro de las hojas, que es el verde de los capullos de las flores. Entonces, de repente, los capullos se transforman en exquisitas estrellas blancas de cinco pétalos que salen en forma radial de unos pistilos y estambres de color amarillo cremoso. El olor es delicado y embriagador, y cuando cada uno de los árboles se convierte en una masa de flores blancas, queda suspendida en el aire una nube casi tangible de olor a azahar.

La flor, dura muchas semanas, perfumando los meses de abril, mayo y junio, y durante todo ese tiempo los árboles están plagados de abejas zumbando insistentemente a su alrededor. Entonces, cuando las flores se marchitan, aparece en el centro de cada una de ellas una pequeñísima naranja verde que es una perfecta réplica en miniatura de lo que será el fruto completamente formado. Si cada naranjita madurara, un árbol medio soportaría un peso de entre veinte y treinta toneladas de fruta, pero las brisas, los pájaros y los maravillosos mecanismos del propio árbol contribuyen a que su número disminuya. El suelo por debajo de cada naranjo se convierte en un mosaico de flores y naranjitas. Nuestros vecinos extienden sábanas bajo los naranjos para recoger las flores y hacer infusiones de flor de azahar, que al parecer ayuda a conciliar el sueño.

Un día, cuando los árboles estaban llegando, un poco temprano, al punto culminante de su floración, Domingo se encaminó hacia arriba en su burro, Bottom, en dirección a nuestra casa. (Por supuesto, Bottom no es el nombre que Domingo utiliza para su animal, al que llama Burra. Pero una mañana Ana y yo decidimos ponerle el apodo de Bottom, que en inglés quiere decir «trasero», y las asociaciones literarias y escatológicas de esta palabra nos han hecho mantenerlo.)

Nuestro vecino nos traía una noticia.

– Mi amigo Arsenio quiere esquilar sus ovejas con esa máquina que tienes en el establo. Le dije que había que hacerlo, que las cosas van a ser así en el futuro, por lo que más valía ir empezando ya.

Esto me cogió por sorpresa.

– Pero yo creía que tus amigos estaban en contra de esa idea -le recordé.

– Eso era Eduardo, él no sabe nada. No, Arsenio está dispuesto a probar. Su rebaño estará listo para nosotros de mañana en una semana. Vive en Los Caracoles, por ahí -dijo Domingo señalando por encima de los árboles en dirección a las altas montañas.

Aunque éste no parezca ser un intercambio de palabras de enorme trascendencia, para mí significaba mucho. Por primera vez se me estaba ofreciendo un papel que jugar en la vida de Las Alpujarras. Ya no volvería a ser un forastero que observa, sino que iba a meterme en el escenario y convertirme en uno de los observados. Era algo que había anhelado hacer durante todos mis años de viajes. Tal vez, si realmente esto empezaba a tener éxito, hasta podría adquirir un apodo, al igual que los de aquí: «Cristóbal el Pelador» sonaba bastante bien. El dinero también nos vendría bien si me encargaban esquilar un cierto número de rebaños, y aparte de eso estaba el entusiasmo que me producía la introducción de algo nuevo. Pocos pastores de los valles altos habían presenciado las maravillas del esquilado con máquina, y sin duda acudirían a mí para que les mostrara el camino del progreso.

Pasé una feliz semana revisando mi vetusta maquinaria y sumergiéndome en vanagloriosos ensueños cada vez que llegaba a mis oídos el tintineo de un rebaño que pasaba.

Al fin llegó el gran día, y a la luz brumosa de primera hora de una mañana de mayo, Domingo y yo cargamos el Land Rover y partimos hacia La Alpujarra Alta, iniciando el viaje con una parada rápida en Órgiva para tomarnos un café.

En Soportújar dejamos la carretera asfaltada y comenzamos un ascenso serpenteante por el camino forestal, una pista de tierra bordeada de acacias y cipreses polvorientos que conduce a las montañas. Después de una docena o más de curvas muy cerradas pasamos por un letrero de madera en el que aparecían pintadas las palabras«O-Sel-Ling» y por un tosco aunque trillado camino que salía serpenteando de la pista, el acceso al monasterio budista tibetano de Al Atalaya.

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