Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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Cuando en un pueblecito campesino español cuyas calles adornan parterres de habichuelas y patatas te encuentras con un monje de cabeza afeitada deambulando con sus amplios ropajes de color burdeos y unas botas polvorientas, es posible que creas que tu visión no funciona bien del todo. Pero de hecho los ojos no te engañan.

En 1985 nació en un hospital de Granada un niño de un matrimonio español budista que vivía en La Alpujarra. El niño, llamado Osel Hita Torres («Osel» quiere decir «Luz clara» en tibetano), se descubrió que era la reencarnación del lama Thubten Yeshe, uno de los principales difusores del budismo tibetano en Occidente, que había fallecido hacía once meses en California. El propio Osel ya no honra con su presencia su tierra nativa, puesto que se lo llevaron rápidamente a Dharamsala, la sede del Dalai Lama en el exilio. Pero el monasterio que fue fundado en su nombre ha adquirido pujanza como lugar de retiro budista y templo de meditación, atrayendo a incontables acólitos occidentales y algún esporádico miembro exaltado de la teocracia tibetana en el exilio.

Miré a mi alrededor con la esperanza de ver a algún hombre santo de ésos, pero no apareció ninguno. Domingo, para quien el budismo de los lamas era un tema de muy poco interés, casi ni reparó en el camino del monasterio, aunque incluso él contuvo el aliento cuando nos asomamos al otro lado de la montaña: a nuestros pies, bañado en la luz de la mañana, se extendía el barranco de Poqueira con sus tres preciosos pueblecitos desde los que un humo azulado de leña iba elevándose poco a poco por la atmósfera inmóvil.

Seguimos subiendo, dejando atrás prados de montaña tachonados de amapolas, margaritas, convólvulo y arveja violeta, mientras los valles y pueblos allá abajo se volvían cada vez más azules y difusos. Veía El Valero con sus verdes campos ribereños allá lejos por debajo de nosotros, tal vez a siete u ocho kilómetros en línea recta pero al menos a una hora de camino en coche. Finalmente Domingo me indicó que detuviera el coche junto a un corral de ovejas que había en una empinada pendiente. Apagué el motor y me puse a escuchar los sonidos de la montaña: lejanos cencerros de cabras y ladridos de perros, gallos cantando en los pueblos de más abajo, y alondras y totobías gorjeando allá arriba, muy por encima del campo donde nos encontrábamos.

Domingo estaba más callado que de costumbre.

– Estoy pensando -explicó.

– ¿En qué?

– En mi amigo Arsenio.

– ¿Ah, sí?

– Es una mala persona. Tendremos que mantener los ojos bien abiertos. Seguro que encuentra alguna manera de engañarte.

– Pero ¿no acabas de decir que es amigo tuyo?

– Sí, pero aun así es una mala persona. De hecho, no conozco a nadie peor que él.

– ¡Muchas gracias, Domingo, parece ser que me has conseguido un primer trabajo que va a ser todo un exitazo!

– No te preocupes, le vigilaremos.

Mientras Domingo hablaba de sus amigos de dudosa reputación, nos dimos cuenta de que el rebaño de ovejas de Arsenio subía hacia nosotros para la esquila. Al principio pareció una pálida mancha borrosa que contrastaba con el verde de los árboles, pero después empezó a distinguirse con claridad un rebaño de ovejas de tamaño considerable a cuyo alrededor ladraban unos perros y gritaban unos hombres. En aquel momento lo que menos me apetecía hacer era pasarme el día esquilando ovejas. Lo que quería era pasear por los prados y encaminarme hacia las grandes extensiones de nieve que bordeaban los picos de Sierra Nevada.

Para ser sinceros, también estaba un poquitín nervioso pensando en cómo se iba a desarrollar el día.

– Entonces, ¿no las atas? -me había preguntado un pastor a principios de primavera.

– ¡Qué va! No se puede esquilar una oveja si está atada.

– Pero entonces pegarán un salto y se revolverán, y luego se pondrán de pie y se largarán.

– Pues a lo largo de mi vida debo haber esquilado como ciento cincuenta mil ovejas y hasta ahora no he tenido que atar ninguna.

– A lo mejor, pero eso será «por ahí» en el extranjero. Aquí las ovejas son diferentes; son salvajes.

Domingo había corrido la voz de que ese extranjero fanfarrón no sólo iba a esquilar él solo ciento cincuenta ovejas en un día… ¡sino que además lo iba a hacer sin ni siquiera atarlas! Había que dar al traste con ese orgullo desmedido.

– ¿Entonces éste es tu extranjero, Domingo? ¿Sabe español?

Arsenio era la personificación del pastor alpujarreño: diminuto, nervudo, moreno y de piel curtida. Sus rasgos huesudos se deshicieron en una sonrisa mientras me daba un vigoroso apretón de brazo.

– ¡Qué sitio tan bonito tienes aquí, Arsenio!

Una expresión de desconcierto total le inundó el rostro.

– ¿Qué dice tu extranjero, Domingo?

– Dice que le gusta esto.

– Je, je, precioso, una maravilla. Bueno, vamos a comer algo.

– Mmmm… en realidad, acabamos de desayunar. ¿No podríamos…?

– ¿Qué dice, Domingo?

Era inútil intentar comunicarme directamente con Arsenio, quien estaba convencido -y en esto no es el único- de que cualquier persona que no sea de La Alpujarra resulta totalmente ininteligible. Cada vez que yo hablaba, desconectaba, como si yo hubiese dicho algo de mal gusto, y miraba a Domingo esperando a que éste le repitiera mis palabras.

Las noticias acerca de mi máquina de esquilar se habían difundido entre los círculos pastoriles de las alturas, y se había congregado una considerable multitud para asistir al prometido espectáculo. ¿A quién demonios se le ocurre esquilar una oveja sin antes atarla? Domingo se había buscado a un auténtico loco para llevar a cabo la tarea, no cabía ninguna duda.

Había presentes tal vez una docena de pastores, todos con su cayado, su sombrero y su zurrón de cuero, todos con un mugriento pitillo de «churrasco» local colgándoles de la boca, y todos mirándome con expresión desagradable.

Me puse a preparar el equipo ante los espectadores con gran aparatosidad, colocando cuidadosamente la tabla para esquilar, inspeccionando los cables del generador y del pesado motor eléctrico y enredando en una caja llena de piezas de maquinaria, ya que a veces resulta difícil resistirse a comportarse como una especie de prima donna.

– Así que eso es, ¿no? La máquina de esquilar. ¿Cómo crees que funciona?

– Funciona con corriente, y por eso hace daño. A las ovejas las electrocuta. A un tío de por Dúrcal le esquilaron las ovejas con corriente y se murieron electrocutadas todas, de ninguna quedó más que un montoncillo de carbón. Espera y verás.

– Un año Fernando de Torvizcón usó una máquina mecánica, y les quitó tanta lana a las ovejas que el sol les quemó la piel a todas. Eso no es natural.

– No, desde luego que no es natural, y tú estás arriesgando el pellejo, Arsenio.

– A ver cuántas ovejas te quedan mañana -añadió otro pastor sin disimular su satisfacción.

– Ahorrará mucho trabajo… -Miré con el rabillo del ojo para averiguar quién era este hombre de mentalidad tan moderna-… y dentro de un par de años ya no quedará ningún pastor en La Alpujarra que esquile con tijeras. Acordaos de lo que os digo.

El desertor resultó ser José, un primo de Domingo que a menudo iba a pasar unos días en casa de los Melero. Me infundió un poco de valor.

– No creo que haya ningún peligro de electrocución ni de quemaduras solares -aseguré a la muchedumbre.

Doce húmedas colillas giraron hacia Domingo y empezaron a vibrar con las palabras de sus propietarios: «¿Qué dice, Domingo?».

Me di un tirón de los pantalones, inspeccioné la máquina y me abalancé hacia la primera oveja, dándole la vuelta con un hábil movimiento y colocándola de culo, lista para la máquina de esquilar.

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