Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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El principio de este sistema de riego es muy sencillo: la lluvia y la nieve que caen en la inmensa área de captación de las montañas se van filtrando y creando enormes acuíferos o yacimientos de aguas subterráneas, desde los que éstas van saliendo lentamente a lo largo del año hasta verter en los ríos y fuentes de las zonas bajas de las laderas. A partir de aquí, las acequias canalizan esta agua y, a un suave gradiente, la conducen hasta los cortijos y pueblos de más abajo.

Se producen muchas fugas, pero esto también forma parte del orden natural de las cosas. Al correr por el canal, el agua se va filtrando por la tierra, las grietas y las ratoneras, con lo cual riega las plantas silvestres y los árboles que crecen en las orillas. Las raíces de estas plantas forman unas marañas que sujetan los bordes de los canales y evitan que éstos se desmoronen y caigan al abismo. Los intentos de mejorar el sistema natural cementando algunos tramos de las acequias suelen hacer que el remedio sea peor que la enfermedad, ya que las plantas que bordean el canal se secan, las raíces se pudren y pierden su capacidad de sujeción y, con el peso del cemento y del agua, el canal se hunde y deforma los niveles que son de tan fundamental importancia.

Hay literalmente cientos de kilómetros de acequias en Las Alpujarras, y pasear por los senderos que discurren a lo largo de sus orillas, flanqueados de hierbas y una rica variedad de flores alpinas -gencianas, campánulas, digitalis, saxífragas-, es una experiencia maravillosa que de trecho en trecho ofrece además unas vistas impresionantes del circo de picos que se alzan hasta el Veleta y el Mulhacén. En la parte alta de las montañas, muy por encima de los pueblos, los canales son anchos arroyuelos por donde corre con fuerza un agua clara y helada que resulta deliciosa para beber, ya que está muy por encima de cualquier posible fuente de contaminación. Más abajo, donde las acequias tienen su embocadura en los valles y desfiladeros de los ríos, hay unos tramos espectaculares en que los canales están tallados en unos paredones de roca de centenares de pies de altura. Estos tramos fueron tallados con martillo y cincel hace mucho tiempo por unos hombres colgados de los tajos con unas cuerdas.

En algunos sitios el agua de las acequias discurre por unos acueductos montados en unos muros de piedra y construidos en unas laderas demasiado empinadas hasta para lograr mantener el equilibrio, no digamos para construir un muro de piedra. El agua corre con fuerza por unos túneles llenos de murciélagos y gigantescas mariposas nocturnas, para después salir a la luz deslumbradora del sol o atravesar bosques sombríos y precipitarse por junglas impenetrables de hojas como cuchillas de afeitar y marañas de espinas.

Centenares de pequeños campesinos dependen de las acequias, y de esta manera ha surgido un sistema social organizado para garantizar un suministro equitativo. Cada acequia tiene su propio presidente, que es elegido cada año, su tesorero y su acequiero. El presidente preside el proceso democrático de toma de decisiones, resuelve las disputas y sirve de enlace con la autoridad hidráulica. El tesorero se encarga de recoger los pagos del agua, que son acordados cada año por los regantes para cubrir los costes de mantenimiento y mejoras. El acequiero recorre cada día toda la longitud de la acequia y es responsable de que el agua fluya sin problemas, vigilando las fugas y puntos críticos y asegurándose de que cada regante corte su agua en el momento debido sin quitarle tiempo de riego al siguiente.

Si eres propietario de un terreno que tenga derecho al agua de una determinada acequia, se te adjudica un determinado período de tiempo y una determinada cantidad de agua. Puede que tengas mala suerte (o no goces del favor del presidente del agua) y consigas, por ejemplo, diecisiete minutos de un tercio de la acequia los jueves a las tres y diez de la mañana, con lo que ese día por la noche, con la linterna en la boca y el azadón al hombro, sales con paso pesado y te diriges a tu huerto de naranjos y hortalizas. A las tres y diez -no a las tres y nueve ni a las tres y once- abres la torna y dejas que todo ese volumen de agua salga a raudales hasta tu terreno. El partidor, una sencilla construcción de ladrillos y argamasa, garantiza que sólo te llegue la tercera parte del agua de la acequia.

Si no tienes un depósito en donde almacenar el agua que te corresponda, te ves obligado a andar corriendo frenéticamente de un lado para otro en la oscuridad, dando golpes de azadón en las pequeñas presas, diques y canales para asegurarte de que cada árbol se empape bien de agua y cada surco de hortalizas se quede lleno hasta los bordes. Las noches de luna llena esta tarea puede constituir un auténtico placer, mientras observas cómo las ondas van tiñendo de plata la superficie del agua oscura con un acompañamiento de cantarines riachuelos. Sin embargo, un depósito resulta más práctico, y todo el que tiene un poco de dinero extra instala uno para llenarlo con sus diecisiete minutos de agua y regar sus tierras al día siguiente a la hora que le convenga.

Siendo el único cortijo del otro lado del río, El Valero es excepcional en cuanto que tiene su propia acequia, es decir, el potencial para veinticuatro horas de agua siete días a la semana. Tampoco hay que pagar ninguna cuota de acequia, partiendo de la base de que si queremos el agua tenemos que limpiar los canales nosotros mismos; un acuerdo que me pareció muy generoso cuando me lo explicaron, pero sobre el que después he empezado a tener mis dudas. Como era de esperar, Pedro Romero no había cumplido con sus deberes como guardián de la acequia de El Valero con demasiado celo, aunque María, con la ayuda esporádica de Joop, había hecho lo que había podido para procurar que entrara un poco más de agua en el cortijo por los canales encenagados y cubiertos de matorrales crecidos y por los acueductos de piedra desmoronados.

Cuando llegamos aquí para tomar posesión del cortijo, la acequia se encontraba en un estado desastroso. Los vecinos movían la cabeza y advertían sobre las dificultades de volver a ponerla en funcionamiento, con lo que a mí casi no me quedaban esperanzas de poder hacerlo algún día. Parte del problema es que se trata de un sistema totalmente estacional. La embocadura de la acequia, situada río arriba a un kilómetro y medio del cortijo, consiste en una charca en el río creada por una improvisada presa de rocas, ramas, unas chapas de cinc oxidadas y unas placas de plástico. Cada año las lluvias del invierno se llevan la presa, lo que hace necesario volver a construirla cada primavera, cuando se lleva a cabo la limpieza del canal.

La presa encauza el agua hacia la estrecha embocadura de la acequia, desde donde comienza a bajar rápidamente por un cauce de tierra roja a lo largo de un pasillo flanqueado por altos chopos. Al separarse del río, el agua continúa por una pendiente cubierta de maleza, trazando su curso a través de túneles de zarzas, ciénagas poco profundas de juncos de color grisáceo y tramos de terreno tan yermo que nada crece en ellos salvo alcaparras. Finalmente el agua desaparece por un túnel bajo la antigua era del cortijo, para emerger, casi en estado cristalino después de haber depositado a lo largo del canal sus sedimentos rojizos, entre las raíces de una vieja higuera.

Desde ahí, en una sucesión de cascadas, el agua corre a raudales atravesando un prado de fuerte pendiente al que llamamos «Pradera de los Siete Alacranes» (justo después de nuestra llegada intentamos despejar de piedras el campo, y debajo de cada una de las primeras siete piedras que levantamos nos encontramos un alacrán) y, finalmente, desciende por el borde de unos bancales de naranjos para unirse de nuevo al río.

A finales de abril, dado que el tiempo se mostraba marcadamente reacio a llover y que en las otras acequias se observaba una actividad febril, comprendí que era necesario hacer llegar algo de agua al cortijo. Como siempre, me encaminé al otro lado del río para ver qué decía Domingo sobre el asunto.

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