Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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No volvimos a ver a Pedro durante casi una semana, y según pasaban los días me iba dando cuenta de lo intimidado que me había hecho sentir. Por primera vez desde nuestra llegada, teníamos la sensación de que el cortijo era realmente nuestro, y darnos cuenta de ello nos dejó casi aturdidos.

Ana fue la primera en tomar la iniciativa, sugiriendo que sembrásemos unas hortalizas. Tendimos una manguera desde el depósito hasta el bancal de debajo del camino y decidimos crear allí nuestra parcela. El sistema de Pedro era bastante extraño: por lo que yo veía, parecía haber diferentes hortalizas desperdigadas por todo el cortijo en diferentes campos y bancales. Durante sus años de estancia en El Valero había establecido qué parcela se adaptaba mejor a cada hortaliza, por lo que había una parcela de cebollas en el bancal junto al río Cádiar; los pimientos, tanto los picantes, como los dulces, los de asar y los correosos pequeñitos, crecían en un triángulo en el campo de encima; las patatas se extendían por los campos que bordeaban el otro río, y los ajos ocupaban un lugar idílico junto a la cascada.

Todo ello daba al lugar un aire de Jardín del Edén, en tanto en cuanto que, cuando ibas andando entre unos frutales, con la hierba y las flores llegándote hasta las rodillas, de pronto te encontrabas con una patata o quizás una berenjena (estas últimas crecían en un lugar soleado junto al albaricoquero). La desventaja del sistema era que resultaba imposible trabajar el huerto de un modo coordinado, y evitar que los animales forrajearan con la cosecha constituía una constante batalla. Pedro había sopesado las ventajas e inconvenientes y se había decidido a favor de la opción de Jardín del Edén. En cambio nosotros decidimos plantarlo todo junto en un bancal y ver qué pasaba.

El terreno era seco y pedregoso, y era necesario dar muchos golpes de azadón para romperlo. Era un trabajo duro, pero lo atacamos con un entusiasmo feroz y, poco a poco, transformamos una parte de la nada prometedora parcela en un buen terreno cultivable donde plantar nuestras habas. Ambos nos quedamos profundamente satisfechos con este primer intento de llevar la explotación del cortijo a nuestra propia manera.

Con un prolongado gemido me enderecé para estirar la espalda, y de pronto mi mirada se cruzó con la de Pedro, de pie con la boca abierta en el camino por encima de nosotros. Ana, arrodillada a mi lado, inclinó la cabeza aún más sobre su trabajo.

– ¡La hostia! No podéis cultivar hortalizas ahí.

– ¿Por qué no?

– La tierra es mala. Demasiada launa en ese bancal… y no le da suficiente sol. Mira, esos naranjos y olivos le dan sombra a todo.

– Sí, pero son las cinco y media de la tarde…

– ¿Y qué es lo que estáis sembrando?

– Legumbres.

– ¿Qué legumbres?

– Habas.

– No saldrán.

– ¿Y por qué demonios no?

– No estamos en la fase de la luna para eso.

Ana ni siquiera pestañeó mientras plantaba otra mata de habas más.

– Y también, mira esto: así no se hacen los caballones. Verás, te voy a enseñar cómo se hacen.

Y diciendo esto, bajó con su azadón y se puso a trabajar, gruñendo con cada golpe mientras el caballón iba apareciendo como por arte de magia.

– Tenéis que sembrar los pimientos esta semana -dijo, y desapareció camino arriba hacia la casa.

En Las Alpujarras, todas las tareas del campo tienen adjudicado un día determinado, con algún ajuste que otro para tener en cuenta la luna creciente y menguante o el que la fecha caiga en viernes. Así, el año empieza siempre con la siembra de los ajos el I de enero; después, tienes que podar las vides el 24 o el 25, según donde vivas. La mayoría de las tareas vienen determinadas por el santo del día, lo mismo que muchos fenómenos meteorológicos y cósmicos tales como la desaparición, el día de San Juan, de los enjambres de tábanos que infestan el pueblo de Fregenite.

El sistema es perfectamente lógico. Resulta mucho más fácil recordar el día de un santo, que es algo que todo el mundo ha aprendido a fuerza de que se lo machaquen desde su más tierna infancia, que una simple fecha. De este modo disminuye la enorme cantidad de información que los campesinos incultos necesitan retener en la cabeza. Con la ayuda de los santos, se saben de memoria lo que hay que hacer y cuándo hay que hacerlo.

Por una u otra razón -desorganización, olvido, pereza- yo nunca acierto exactamente con el día. El año pasado, mientras estaba podando vides el 29 de enero, bastante satisfecho de mí mismo por hacerlo tan cerca de la fecha adecuada, Marisol, que vive en el pueblo, pasó y se detuvo para observarme durante unos minutos en actitud de censura.

– Las vides hay que podarlas el día 25.

– Ya lo sé, pero sólo me he retrasado cuatro días. No está tan mal, ¿no?

– Nosotros siempre podamos las nuestras el 25, haga el tiempo que haga; así no tenemos ningunas plagas ni enfermedades.

– ¿Quieres decir que no tenéis que fumigar ni usar ningún producto químico?

– ¡Qué dices! Las rociamos con todos los fungicidas y pesticidas que tenemos por ahí.

De lo cual se deduce la importancia de elegir el día adecuado.

Una mañana, después de pasar largo rato revolviendo en los distintos cobertizos, establos y almacenes que hay salpicados por El Valero, Pedro apareció en nuestra terraza mientras nos desayunábamos con nuestro muesli, una cosa que él aborrecía. Había venido a despedirse. Mirando tímidamente hacia abajo y apoyándose primero en un pie y luego en el otro, me ofreció un par de trozos de madera cortados de una forma extraña y con una muesca en cada extremo.

– Son para ti, un regalo de despedida.

– ¡Huy!, muchas gracias, Pedro… ¿qué son?

– Pues camalas, qué van a ser. Las he hecho yo.

– ¿Y para qué sirven?

– Para colgar los cerdos.

– Ah, gracias.

– Y esto también -musitó-. Esto es para los dos. Lo he envuelto en una bolsa de plástico para que no se ensucie.

Alargué la mano cuidadosamente para coger el regalo que él sujetaba con el brazo extendido. Resultaba totalmente obvio que se trataba de un ladrillo.

– ¿Y esto qué es? -pregunté, modulando mi voz para no desentonar con la solemnidad de la ocasión.

– Un ladrillo -dijo, como si me acabara de entregar las llaves de las dependencias de sus mujeres-. Lo pones ahí e impide que esa ventana golpee cuando hace viento.

– Muchísimas gracias por estos regalos, Pedro. Me acordaré siempre de ti cuando use este ladrillo y estas… mm… ¿camelas?

– Camalas…

Tras lo cual se volvió para marcharse.

– Espera, Pedro -grité, sorprendido de encararme con sus espaldas cuando yo aún seguía titubeando en busca de unas palabras de despedida-. No puedes irte así.

Pedro se detuvo brevemente y me estudió con expectación, y lo mismo hizo Ana. Pero yo continué a pesar de todo.

– Ya sabes que siempre serás bienvenido aquí con nosotros. De hecho, puedes tratar esta casa como si fuera tuya.

Pedro emitió un gruñido.

– El Valero no será lo mismo sin ti. ¿No es verdad, Ana?

– Desde luego que no -contestó de un modo un tanto ambiguo.

– ¡Bah!, ya es hora de que me vaya -masculló-. ¿De qué os sirve un viejo como yo por el cortijo? No haría más que estorbar con todos esos nuevos planes que tenéis.

Y diciendo esto, desató su caballo mientras yo le seguía camino abajo devanándome los sesos para encontrar alguna manera de infundir alguna efusividad a la despedida.

– Anda, sujétame esto mientras me subo -dijo mientras me alargaba la cuerda del cabezal.

– Pero vendrás a vernos, ¿verdad? -le pregunté.

– Puede, o puede que no. Mandaré a Pepe a que suba a por los cerdos. Dales un cubo de higos a cada uno. Y no te olvides del agua.

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