Alberto Fuguet - Tinta roja

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Uno tras otro, los hechos de sangre que Alfonso, un joven periodista en práctica reporta como en una alucinante secuencia cinematográfica, van configurando el mapa de una ciudad desesperada y violenta, ésa que día a día es recreada en las páginas de la crónica roja. Bajo el sol de verano, la camioneta amarilla del diario El Clamor recorre con sus cuatro ocupantes: Alfonso, Escalona, el Camión y Faúndez, gran seductor de viudas recientes y maestro del sensacionalismo, este otro rostro, sórdido y tragicómico, de un Santiago habitado por personajes siempre al filo del patetismo o el humor negro. Entre suicidios, accidentes, comilonas y asesinatos, el diálogo incesante de los protagonistas de Tinta roja está poblado de anécdotas que mezclan el sexo con la droga, la fatalidad con la nostalgia, la filosofía de la vida diaria con los crímenes más espeluznantes o las pequeñas corrupciones cotidianas. En esta electrizante novela Alberto Fuguet explora nuevos dialectos y territorios, desvelando desde ángulos no habituales los conflictos del aprendizaje, la iniciación, la amistad y la compleja relación padre/hijo.

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– No me hable de mi abuela, vivo con ella. No exagere.

– Por fin se mandó a cambiar.

– ¿A las Termas del Flaco?

– Que es lo peor. Un asilo de ancianos. ¿Ha visto algo más deprimente que viejos en traje de baño?

– ¿Y la Esperanza? -le pregunta cerrando los ojos.

– En Concepción, con la Ivonne. Cómo los debe estar jodiendo. Su pobre tía Esperanza por Dios que es jodida. Compadezco a su yerno. No es fácil soportar a la Esperanza. Eso lo sabe usted.

– Lo sé.

– Además, con el problema que sufre.

– ¿Qué problema?

– Cosas de mujeres. De amor.

– ¿La tía Esperanza? ¿No me va a decir que tiene un amante?

– Ojalá tuviera. Ese es su problema. Lo necesita y no tiene.

– ¿No?

– No, cómo se le ocurre. Lo que pasa es que su tía Esperanza es muy… ardiente, ya. Eso puede ser bueno y puede ser malo, Alfonso. Si una es soltera o está sola, es malo. Su tía ha sufrido mucho. Es su calvario. No sabe cómo…

– ¿Cómo qué?

– Cómo aliviarse…

– Le juro que no entiendo.

– La única manera que tiene su tía de aliviarse es dándose baños de bidet con agua helada. Dios mío, las cosas que estoy diciendo.

– Sí, mamá, no lo puedo creer.

– Es que así es la vida, Alfonsito.

– No debió contármelo.

– Quizás, pero para que vea mis problemas. La Esperanza quería venir para acá durante la época del Festival. Obviamente le dije que no.

– …

– Su abuela no me dejó descansar. No puedo más. Esto no es un hotel. Y la Gina me tiene desesperada. Y está lo de su padre.

– ¿Todavía? Basta. Se fue hace siglos.

– Es que lo odio. Me arruinó la vida.

– Todos lo odiamos, mamá. En eso solidarizo con usted.

– Me dieron píldoras, ¿sabe? Me siento dopada, rara. Pensaban que era algo al corazón.

– Son nervios.

– Usted qué sabe.

– Debería ir a ver a un sicólogo. En Santiago todo el mundo va.

– Jamás. No lo necesito. No estoy loca. Además, no atienden por Fonasa. Mi vida es una mierda, eso es lo que pasa. Esa jefa tal por cual. Su hermana. Usted mismo.

– ¿Qué tengo que ver yo?

– Que está enfermo, no come, esa tal Nadia. La Flaca me dijo que está pálido y ojeroso y que le pegó ese ladrón de su jefe.

– Puta la huevona habladora.

– Más respeto, Alfonso. Está hablando con su madre. Ese diario lo ha transformado en un lumpen. Para eso se hubiera criado con su padre.

– Si usted no lo hubiera vuelto loco.

– Este es mi pago -dice ella con la voz entrecortada-. Me he quedado sola por ustedes y defienden a ese animal.

– Nadie lo está defendiendo. Lo odio más que usted. Se lo aseguro.

Alfonso calla un instante y toma un sorbo del vaso de bebida muerta, sin gas, que está sobre el velador.

– Deje de quejarse, por favor. Yo no puedo hacer nada. No me pida más de lo que puedo dar. Usted no sabe lo que me toca a mí. ¿De qué pago me habla, mamá? Firmo Ferrer. ¿Acaso no se ha dado cuenta?

– Sí -le dice llorando-. Estoy tan orgullosa.

– Hay gente que sí tiene de qué quejarse, que lo pasa mal todos los putos días. Hoy, por ejemplo…

– ¿Qué?

– No, nada -su voz sale cansada, triste.

– ¿Alfonso?

– ¿Qué?

– Cuénteme. ¿Qué? Está raro.

– Cansado, no más. Y nervioso, pero sin pastillas.

– ¿Le pasó algo?

– Algo.

– ¿Por eso está así?

– Sí.

– ¿Pero qué?

– Hoy mataron a un cabro que era menor que yo. Lo mataron frente a mí. Escuché el disparo. Vi cómo lo reventó la bala.

– ¿Cómo?

– Golpeamos, mamá. Tenemos la exclusiva. No estaba Escalona pero… quizás por eso pasó todo lo que pasó…

– No entiendo.

– Es un gran artículo. Mi mejor. Vi cómo lo mataron, lo vi caer y seguí paso a paso el rito. Firmé Fernández Ferrer, como a usted le gusta.

– Alfonsito, no le entiendo. Explíqueme.

– Estaba en el juzgado de menores, en Lo Prado, ¿ya? Averiguando sobre otro caso. Andaba con un fotógrafo nuevo, que está haciendo la práctica. Armando, se llama. Armando Chandía. Primera vez que le asignaban el sector policial, mamá.

– ¿Y?

– Había un cabrito joven, como de diecisiete. Lo vigilaban dos gendarmes. Parece que iba a declarar. Me acuerdo porque lo miré y me miró. Estaba desesperado. Su mirada me afectó. Entonces fue cuando comenzó a correr. Saltó por una ventana y avanzó por el patio hacia la reja. Incluso la saltó.

– ¿Pudo escapar?

– Pero uno de los gendarmes le disparó. Directo al corazón, mamá. Murió al instante pero al otro lado.

– Libre.

– Libre. Pero para qué. El gendarme le podía disparar a la pierna. Hacerlo perder el equilibrio, no sé. Lo mató porque lo quiso matar. Nunca había visto a alguien morir. Fue tan rápido. Un instante vivo y después se fue. La gente no muere como en la tele, mamá. Es distinto. La sangre es más morada y se te pega.

– Usted no debería ver esas cosas.

– A los pocos minutos llegó la policía, y los tiras y los del Médico Legal. El pobre cabro no estaba ni frío cuando comenzaron a desnudarlo ahí delante de todos, a pleno sol.

– Qué falta de respeto. Pobre.

– Se llenó de pelusas; una media turba de morbosos, ahí, acechantes. Y le sacaron la ropa. Tenía los calzoncillos un poco manchados, como yo cuando era chico.

– …

– Lo midieron y revisaron el impacto de la bala, que salió por el otro lado. Después lo dieron vuelta y su piel se fue manchando con la sangre de la poza. Ni siquiera le cerraron los ojos, mamá. Era como si siguieran mirándome.

– Ay, Alfonso.

– Y después vino la orden.

– ¿Cómo?

– Le avisé a Faúndez. Me dijo que consiguiera la otra versión de la historia. Que hablara con los parientes. Así que fui donde los pacos y ellos me dijeron que como esto recién había ocurrido, aún no les avisaban.

– Mejor que no haya hablado con ellos. Debe ser tan incómodo hablar con los deudos. Yo apenas soy capaz de dar mi sentido pésame.

– Ese es el problema. Hablé.

Alfonso se queda callado. Su madre no se atreve a interrumpirlo.

– Llamé a Faúndez, mamá, y me dijo que me consiguiera la dirección y fuera a notificarles. Que podíamos titular con esto. Que nadie más lo tenía.

– Qué insensible.

– Después me felicitó por tener tan buena suerte. Por estar en el lugar adecuado en el momento adecuado. Me dijo que aprovechara de averiguar por qué el cabro estaba en el juzgado de menores. Quería saber qué había hecho para ingresar a la cárcel. Me ordenó ir a hablar con sus parientes.

– No me diga que fue a esa casa.

– Fue horrible, mamá. No debería haber ido, pero en ese instante quise. Me pareció emocionante.

– ¿Emocionante?

– Hasta que se abrió la puerta y pregunté por la dueña de casa. Estaba preparando porotos granados. Había olor a albahaca en esa casa, mamá. Una casa de pobres. Miserable. Con piso de tierra.

– ¿Se lo comunicó?

– Y comenzó a pegarme. De puro desesperada. Lloraba arriba mío. Me demoré tanto en decírselo, pero ella sólo gritaba «lo sabía, lo sabía».

– ¿Cómo se llamaba el mocoso?

– Jónathan. Ya le habían matado al mayor. Jónathan se escapó porque en la cárcel querían abusar de él. Si no se dejaba, iban a violar a su hermanita. Los traficantes de la misma población. Tenían toda una red.

– Ay, qué mundo, Alfonsito.

– El mundo real, mamá.

– Yo debería estar allá. Cuidándolo a usted.

– Eso no es todo -le dice él.

Alfonso contiene las lágrimas. Su garganta ya no deja pasar aire.

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