Alberto Fuguet - Tinta roja

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Uno tras otro, los hechos de sangre que Alfonso, un joven periodista en práctica reporta como en una alucinante secuencia cinematográfica, van configurando el mapa de una ciudad desesperada y violenta, ésa que día a día es recreada en las páginas de la crónica roja. Bajo el sol de verano, la camioneta amarilla del diario El Clamor recorre con sus cuatro ocupantes: Alfonso, Escalona, el Camión y Faúndez, gran seductor de viudas recientes y maestro del sensacionalismo, este otro rostro, sórdido y tragicómico, de un Santiago habitado por personajes siempre al filo del patetismo o el humor negro. Entre suicidios, accidentes, comilonas y asesinatos, el diálogo incesante de los protagonistas de Tinta roja está poblado de anécdotas que mezclan el sexo con la droga, la fatalidad con la nostalgia, la filosofía de la vida diaria con los crímenes más espeluznantes o las pequeñas corrupciones cotidianas. En esta electrizante novela Alberto Fuguet explora nuevos dialectos y territorios, desvelando desde ángulos no habituales los conflictos del aprendizaje, la iniciación, la amistad y la compleja relación padre/hijo.

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– Así que la Drácula -comenta con ironía Faúndez.

– En efecto -le responde Fernández.

– Espero que no hayas acabado adentro.

– He aprendido mis lecciones, don Saúl. Todas. En serio.

Faúndez, de corbata marrón y chaqueta gris, le entrega su carnet de prensa al guardia que está a la entrada. Alfonso Fernández, con el pelo recién lavado, lo acompaña en silencio, como una sombra.

– Vengo a ver al Subprefecto Maldonado.

– Lo siento, pero no se encuentra. Anda en comisión.

– ¿Y el Inspector Tapia?

– Lo llamo enseguida.

En la sala de espera hay un televisor prendido sin volumen y varios afiches. Uno dice: Detener para investigar, no investigar para detener.

– Adelante.

El Inspector Tapia les sale al encuentro. Es de ese tipo de hombres que sólo se destacan por su nariz. Tal como Faúndez, tiene algo de púgil, aunque Tapia posee más bien el aspecto del entrenador, del tipo que se queda en la esquina y aconseja.

– ¿En qué lo puedo ayudar, señor Faúndez? Siempre es un agrado ayudar a la prensa.

– Un saludo protocolar, nada más. Andábamos por el barrio. ¿Usted conoce a mi delfín?

– Inspector Gerardo Tapia, para servirle.

– Alfonso Fernández, encantado.

Los tres pasan a un inmenso salón que alguna vez fue el comedor principal. El parquet está deteriorado y los raídos sillones de felpa no aportan lujo sino abandono.

– Quería saber si tenía algo bueno. Alguna pistita por ahí, usted sabe. Algo que podamos usar. Y que sea bueno para ustedes, también. Pasando y pasando, lo que me parece muy justo.

– Tengo informaciones respecto al dedo. No sé si les interesa.

– Muchísimo.

– Siéntense, por favor. ¿Un cafecito?

– No, gracias -dice Alfonso.

– De todas maneras -replica Faúndez.

– Momentito, entonces.

El Inspector Tapia se levanta y desaparece tras la mampara. Faúndez mira en forma displicente a Fernández.

– Qué te cuesta aceptar un café. ¿Es para tanto?

– Perdone, don Saúl.

El Inspector regresa con un retrato hablado en papel de fax.

– Un regalo. En exclusiva, se entiende.

– ¿Quién es?

– El asesino de las cajeras de Village, la Feria del Disco y el Banco del Estado.

– Pero eso en un caso muy antiguo.

– Se está reabriendo. Hemos encontrado nueva data.

– La diligencia avanza, veo.

– Pero no lo suficiente. Usted sabe: lo más importante es establecer la relación entre víctima y victimario, y por ahí no estamos muy bien. ¿La verdad? Yo creo que este tipo vivió en el extranjero. Estamos coordinados con Extranjería y Policía Internacional. Estos crímenes son muy poco chilenos, quiero decir. Tiene que ser alguien que se corrompió afuera.

– Pero el país está cambiado.

– Eso es cierto, también. Ya no se mata como antes.

Una señora de delantal celeste entra al salón con las tazas de café. Las deja en la mesa de centro, que está algo coja.

– ¿Y lo del dedo, Inspector? Bonito caso.

– Muy bonito. No ha sido nada fácil, porque el dedo quedó en muy mal estado. Sí le puedo decir que es un dedo muy fino. Casi de señorita. De alguien que ha trabajado muy poco.

– No es un obrero, entonces.

– Hay sospechas de que se pueda tratar de una mujer.

– ¿Me está hueveando?

– Pero eso no lo puede publicar. A lo más puede decir que se trata de alguien delicado. Pero, entre nos, parece que la uña tiene rastros de esmalte.

– ¿Un travesti?

– Poco probable. Pero el peritaje sigue, claro. Lo que pasa es que la pequeña falange presenta numerosos destrozos y pérdida de piel. Pero nuestros peritos son de primer nivel.

– ¿Han podido dilucidar de qué dedo estamos hablando?

– El del medio o el anular. Lo de las crestas papilares también ha sido difícil, pero la idea es atrapar al sujeto, o sujeta, comparando sus huellas dactilares. Esa es la idea.

– ¿Más testigos?

– No más de lo que publicaron ustedes. Linda crónica, a todo esto.

– Muchas gracias, Inspector.

– También se estableció que el disparo fue hecho con una escopeta.

– Escopeta.

– Así es.

– Bueno, Inspector, creo que es mejor que sigamos. Para variar, ustedes me tratan mejor de lo que me merezco. Les deseo la mejor de las suertes.

– Les tengo otra cosita.

– ¿Sí?

– Me informaron que acaban de detener a un sospechoso que se fue en collera. Ya está prácticamente confeso, pero lo van a interrogar arriba. ¿Gustan pasar? Sería un honor.

El Inspector Tapia cierra la puerta y los deja solos, sentados, a oscuras. Al otro lado del espejo, sin que los pueda ver, se mira sin demasiadas ganas un chico con el pelo tan lacio como un trapo usado. Tapia entra a la otra sala y, junto con otros dos detectives, uno de los cuales es Hugo Norambuena, queda de espaldas a Faúndez y Fernández.

El chico está sentado con las piernas abiertas y tiene las manos esposadas. Se nota que está haciendo un esfuerzo por mantenerse en posición recta. Sus ojos delatan abandono, fatiga, rendición. Sus inmensas zapatillas norteamericanas están sin los cordones y su polerón celeste dice Miami.

El interrogatorio es inquietantemente poco violento. Ni el detenido ni los detectives elevan la voz.

– Esto parece un confesionario -dice Fernández.

– De alguna manera lo es, Pendejo. Y no te comas las uñas.

El relato de Francisco Falcato Riqueros, alias «el Pancho», lanza habitual del sector Mercado/21 de Mayo/Puente, es lento, arrastrado, carente de emoción y energía. Su voz es la de alguien que tiene mucho sueño pero no puede dormir. O que ha visto demasiado y ya no quiere ver más.

– ¿Y no te sirvió de nada el servicio militar?

– No, puh.

– ¿Y dónde te tocó?

– Arica. En la frontera.

– ¿Y ahí le hacías a la pasta base? -le pregunta Norambuena.

– No, nunca. Acá no más.

Francisco Falcato Riqueros estaba una tarde en su casa, en la población Santo Tomás, con su novia, una tal Viviana. Miraban televisión. Recién había caído la noche. Francisco decidió salir a comprar cigarros y algo para tomar. Rumbo al almacén, se le ocurrió pasar detrás del local de video-games, donde por lo general hace de las suyas el Carita de Pena, alias de Óscar Sobarzo Sobarzo, 22 años, traficante y delincuente habitual.

– Oye, tu mami nos dijo que estabas pringado. ¿Es cierto?

– Sí, algo.

– ¿Y fuiste al doctor?

– En el consultorio me dieron una receta, pero sale terrible de caro.

– ¿Y te lo pegó tu novia?

– Ella no.

– ¿Quién?

– Una loca de allá de Mapocho.

Pancho Falcato reconoce que, si bien hace tiempo que no le hacía a la angustia, sí pensaba fumar un poco esa noche. Cuando entró al lugar, se sorprendió al ver a su hermano Gonzalo, de 12 años, aspirando la droga. Como en un acto reflejo, Falcato extrajo la punta con que comete sus delitos y la clavó directo en el corazón del traficante. Antes de extraer la cortaplumas, la giró hacia arriba.

– ¿Qué te dijo el Carita de Pena?

– «Por qué tenías que ser tú, loco.»

– Eso te dijo.

– Sí, puh, es que éramos amigos. Desde chicos.

Falcato agarró a combos a su hermano, lo echó para la casa y se dio cuenta de que su amigo ya estaba mareado. Corrió hacia el local de videos y les dijo que el Carita de Pena estaba mal, lo habían atacado, que llamaran a la ambulancia. El traficante murió antes de que llegara ayuda. Falcato pasó por su casa, le confesó todo a su madre y huyó hacia el centro.

– ¿Y dónde andabas metido?

– Mapocho.

– ¿Dónde?

– Un hotel y después el río.

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