– ¿Bajo el puente? -contraataca Norambuena.
– Ayer, sí.
– ¿Y sabías que te andábamos buscando?
– Sí.
– ¿Y? ¿Por qué no te entregaste? ¿Por qué nos hiciste la vida difícil, huevón? Sabías que te íbamos a encontrar, ¿no?
– Sí.
– ¿Entonces?
– Quería pasar mi cumpleaños fuera de la cana. Quería cumplir los veinte libre.
Un detective abre la puerta y Norambuena lo agarra de un brazo. Falcato es liviano como una pluma, así que lo levanta de un ala y lo conduce escaleras abajo. Norambuena saluda a Fernández con la mirada y le sonríe.
El Inspector Tapia entra a la sala contigua.
– ¿Les sirve? No es una mala historia.
– Este cabro, Inspector, se merece una medalla, no la cárcel. Hizo lo justo y liquidó a un traficante más. Si existe una muerte justificada, ésa es.
– Así es, pero ley pareja no es dura. Yo hubiera hecho lo mismo.
– Uno, al final, es víctima de sus circunstancias. El viejo Edwards Bello tenía razón: «En Chile no hay crímenes, sino destinos».
– La pura verdad. Y esta historia va a comenzar a repetirse. Lo que las autoridades se niegan a reconocer es que la pasta base se les metió a las poblaciones. Nosotros tenemos que hacernos cargo. Si la tontería de la cocaína da lo mismo. Es como perseguir el caviar. Qué importa que algunos cuellos duros aspiren y paguen las ganas. Lo que tiene todo dado vuelta es la pasta. Es un reguero de pólvora. La mitad de los crímenes que ocurren los fines de semana están ligados a la angustia. Cada vez molestan menos los curaditos. A lo más, son atropellados. Pero esto está dividiendo a las familias y las poblaciones. Es una guerra y las batallas recién están empezando.
– Qué lío, Inspector. Yo, le confieso, hubiera hecho lo mismo que el cabro. ¿Para qué le voy a mentir? Hay cosas que un hombre tiene que hacer y sólo las puede hacer en ese instante. Si la piensa, entonces no es un hombre. No sé si me entiende.
– El famoso momento de la verdad.
– Así no más es.
– La gran diferencia entre los diarios blancos y los amarillos, Pendejo, es que nosotros podemos publicar lo que queremos, porque nadie importante nos lee -le dice Faúndez.
Alfonso lo mira a través del espejo retrovisor. Faúndez no está afeitado y la sombra que le cubre las mejillas le da un toque siniestro.
– Incluso un condoro como el que te mandaste el otro día puede pasar inadvertido, porque la información no llega donde más duele. No sé si me entiendes. Tildar de drogadicto a un cuico en El Clamor tiene el mismo peso que tacharlo de mal vestido en El Universo. Les puede molestar un poco, pero pasa. Lo superan. Lo que a estos sacos de huevas les interesa es que los amigos no se enteren de lo que les pasó. Que el domingo en misa no los queden mirando.
– Bien dicho, Jefe -comenta Escalona.
– Es la pura y santa verdad. Ahora, Camión, quiero que te desvíes hacia mi casa. No voy a andar con esta lámpara todo el día.
– Vale.
Sanhueza hace virar la camioneta. La cordillera se ve despejada y seca. El aire está quieto como un gobelino.
– Bonita la lámpara -le dice Alfonso.
– Pero puta que me costó que me la rebajara. Tozudo el culeado. Mi mujer va a quedar feliz.
– ¿Colecciona antigüedades, don Saúl?
– ¿Te estás refiriendo a mí?
Alfonso se pone serio, compungido. Los otros tres se largan a reír.
– Cachurera la gorda. Como todas las viejas.
La Plaza Bogotá es lo que sobra de la intersección de cuatro calles de esa parte del sur de Santiago que aún no es San Miguel. La plaza, entonces, se arma gracias a que Lira y Sierra Bella, que son paralelas y corren de norte a sur, cortan en ángulos de noventa grados las calles Sargento Aldea y Nuble.
Faúndez vive en la calle Lira, en el lado oriente de la plaza, en una típica casa chilena, con zaguán y patio interior, que da a la calle y se une a las otras en una fachada continua y homogénea. La plaza es más rectangular que cuadrada y tiene pasto y árboles en todos sus costados, menos al medio, donde se alza una pérgola y hay una suerte de piscina vacía donde chicos con patinetas hacen malabarismos. También posee una serie de juegos infantiles que son la delicia de los niños del barrio.
La camioneta sube por Ñuble y se detiene delante del antiguo e imponente cine América, que ahora funciona como taller mecánico. Debajo de la marquesina, a la sombra, un grupo de vagabundos duerme siesta junto a unos perros huachos.
Frente a cada esquina de la plaza hay una fuente de soda, como la Gardel y El Triunfo. La plaza está llena de niños y la música de un organillero suena detrás de un quiosco que vende papas fritas y churros.
– Esto es como Quilpué -opina Alfonso antes de que el Camión estacione frente a una casa pintada de blanco-. Tranquilo como un pueblo.
– De noche, huevón, esto es el Bronx. El epicentro de la droga y el hueveo. Esas botillerías están cerradas porque abren toda la noche.
En la vereda, una mujer maciza, seria, de anteojos, con un delantal oscuro y el pelo teñido de azabache arreglado en un moño, barre la vereda mojada. Está a pie pelado. Sus piernas están mal depiladas y son anchas como jamones serranos colgando al sol.
– ¿Y este milagro? -le pregunta a Faúndez sin dejar de barrer el polvo húmedo.
– Encontré esta lindura, Berta -dice él sin bajarse-. Pensé que te podría gustar.
La mujer mira la lámpara y parece no reaccionar. Después le pregunta:
– ¿No tenemos demasiadas, ya? Con lo cara que nos está saliendo la cuenta de la luz.
– Tengo que arreglarla primero, mujer.
Faúndez abre la puerta y se baja. No se besan. La mujer no acusa recibo de los otros ocupantes de la camioneta. Ambos entran a la casa. La escoba queda apoyada en la pared.
– Puta, mejor solo que mal acompañado -sentencia el Camión-. Y la huevona ni siquiera es rica.
– ¿Y el hijo? -pregunta Alfonso.
– El Nelson -responde Sanhueza.
– A ése casi nunca lo dejan salir de día. Lo tienen guardado en el patio del fondo. A veces lo dejan jugar de noche en la plaza. Así asusta menos a los niños.
– Sí, puh, los monstruos siempre han salido de noche.
Alfonso destapa la cerveza y la vacía hasta que el vaso se desborda de espuma.
– Mierda.
Con un paño seca el vaso y lo lleva a su pieza. Desde el living, los parlantes disparan con fuerza la voz de Paquita, la del barrio. Alfonso se sienta frente a la máquina de escribir y la enciende. La brisa nocturna que entra por la ventana arrastra el ruido del tráfico del centro. Estira sus manos y sus dedos crujen. El reloj marca las 23:25. Comienza a tipear.
NO SÓLO LA LLUVIA MOJA
Un cuento de Aliro Caballero (seudónimo)
Justo antes de que se largara a llover entré al bar. Estaba tibio; olía a cera, cebada y pachulí. Me sentí en casa. Belisario, el barman, me saludó como si fuera mi perro regalón.
Había tenido un día pesado. Como todos, en realidad. Un asalto a una panadería, un suicidio por amor: una mina se tiró a la línea del tren y el automotor a Chillán la partió en dos.
Alfonso sorbe la cerveza y relee lo escrito. Sonríe. Ataca de nuevo:
Belisario me llenó el vaso con vino y me pasó un taco de pisco. Frente a mí había un calendario de cigarrillos con una rucia con feroces tetas. Encendí el pucho. Pedí otra caña. Me acordé del cabrito asesinado en la mañana. Tenía la misma edad del pendejo que está haciendo su práctica conmigo. Un gendarme le disparó directo al corazón, donde más duele. El chico quería escapar del juzgado. De alguna manera, lo logró. Horizontalmente.
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