Alberto Fuguet - Tinta roja

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Uno tras otro, los hechos de sangre que Alfonso, un joven periodista en práctica reporta como en una alucinante secuencia cinematográfica, van configurando el mapa de una ciudad desesperada y violenta, ésa que día a día es recreada en las páginas de la crónica roja. Bajo el sol de verano, la camioneta amarilla del diario El Clamor recorre con sus cuatro ocupantes: Alfonso, Escalona, el Camión y Faúndez, gran seductor de viudas recientes y maestro del sensacionalismo, este otro rostro, sórdido y tragicómico, de un Santiago habitado por personajes siempre al filo del patetismo o el humor negro. Entre suicidios, accidentes, comilonas y asesinatos, el diálogo incesante de los protagonistas de Tinta roja está poblado de anécdotas que mezclan el sexo con la droga, la fatalidad con la nostalgia, la filosofía de la vida diaria con los crímenes más espeluznantes o las pequeñas corrupciones cotidianas. En esta electrizante novela Alberto Fuguet explora nuevos dialectos y territorios, desvelando desde ángulos no habituales los conflictos del aprendizaje, la iniciación, la amistad y la compleja relación padre/hijo.

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– Dígame. Y tranquilo. Despacio.

– Volví al diario deshecho. Escribo la nota. Sale bien. Faúndez entonces me pide las fotos. Voy donde Armando Chandía y se las pido, pero no las tiene.

– ¿Las perdió?

– No las tomó. Se paralizó de angustia. No estaba acostumbrado. Me dijo que fue tal el shock que sintió en esa casa, que no fue capaz.

– ¿Le explicó eso a su jefe? Yo lo entiendo perfectamente.

– Sí, pero me gritó de vuelta. Me dijo que el reportero siempre es el jefe. El que manda. Los fotógrafos son como los soldados. Por lo tanto, era mi culpa. Así que tuve que volver.

– Dios mío.

– Con Escalona. El ataúd de madera con el Jónathan ya estaba ahí.

– ¿Y qué hizo usted?

– Me puse a llorar, mamá. ¿Qué iba a hacer?

Gato por liebre

Alfonso deja la grabadora a un lado, saca el cassette y lo guarda en el bolsillo de su camisa. Relee el artículo en la pantalla del computador.

LA ACOSABA SEXUALMENTE:

EL DEDO ERA DE SU ALUMNA

Redacta la bajada:

Policía de Investigaciones resuelve asesinato del profesor Christián Uribe Ceballos.

Suena el teléfono. Es Roxana.

– ¿No ha aparecido?

– No. El Camión le anda siguiendo la pista. Llamó y me informó que no está en ninguno de sus lugares habituales.

– Este viejo culeado me las va a pagar.

– Según Escalona, tomó bastante al almuerzo. Tuvieron que ayudarlo a levantarse. Después paró un taxi. No se fue con ellos.

– ¿Y tú, Alfonso?

– Yo estaba en el cementerio de Maipú. Agarré una exclusiva, pero no te la voy a dar.

– Sólo quiero saber de Faúndez.

– Espérame, que viene el jefe hacia acá. No cortes.

Darío Tejeda se acerca a Alfonso y lo mira con dureza.

– ¿Y Faúndez?

– Está reporteando, señor.

– ¿Qué?

– Anda en Maipú, en el cementerio. Una señora nos llamó y él partió a investigar. Era una cosa urgente.

– ¿Qué pasó?

– Quiso cambiar a su marido muerto de nicho y encontró el esqueleto de una mujer en el ataúd.

– Genial.

– Sí.

– Escuché por ahí que estuvo muy regado el almuerzo.

– No lo sé, señor. Yo almorcé acá en el diario.

– La conferencia de prensa del dedo la cubrió Faúndez, ¿no?

– Así es.

– ¿Y el artículo ya lo escribió?

– Así es.

– Quiero titular la edición de provincias con eso. El texto tiene que estar listo en veinte minutos.

– Si está listo. Me dejó revisándolo. Todo listo. También tenemos otros casos buenos.

– Nada se compara con lo del dedo. ¿Así que era su amante?

– Diecinueve años. Pero él quiso volver con su mujer.

– De armas tomar la mina.

– Así parece, don Darío.

– Si no llega este borracho, despáchalo tú no más. Y suelta el artículo para que lo pueda leer yo en mi terminal. ¿Vale?

– Vale.

Tejeda se da media vuelta; desparece tras los módulos de Deportes. Alfonso toma el teléfono.

– ¿Estás ahí?

– Lo escuché todo. ¿Qué vas a hacer? ¿Quieres que te dicte? Yo no estuve presente, pero hablé con el Topo Ulloa. Apúrate. Tengo apuntes que pueden servir.

– No te preocupes, ya lo tengo. Transcribí la grabación. Faúndez entrevistó en exclusiva al Inspector Tapia. Todo bien. El Camión encontró la grabadora en el suelo de la camioneta.

– Puta el viejo irresponsable.

– Eso lo sabías de una. Ahora te cuelgo.

– Gracias por defenderlo. Todavía le duele haberte pegado.

– Da lo mismo. Nos vemos.

Alfonso cuelga y vuelve a la pantalla. Teclea unas letras: Por Saúl Faúndez. Sonríe.

Patio Esmeralda

– Te pasaste, cabro.

– Cuando quiera, don Saúl.

– No, en serio. Te debo una, Pendejo. Y te la voy a pagar.

– Da lo mismo.

– No da lo mismo. Estas cosas nunca dan lo mismo. Te la jugaste por mí. Me defendiste a pesar de todo.

– Si para eso estoy. Para ayudarlo.

– Para aprender. Y no te he enseñado nada. Puros malos ejemplos.

– Nada que ver. Me ha abierto los ojos. Lo único malo es que…

– Es que qué.

– Es que ya no los voy a poder cerrar.

Faúndez esquiva la mirada. Con el dedo dibuja una cara triste en la sal que llena un vaso de vino. Los ventiladores del techo giran lentos, sin ganas. Faúndez se sirve otro Fernet con manzanilla. Con la mano llama al mozo.

– Ya tomó harto por hoy, don Saúl, ¿no cree?

– Ni siquiera he empezado.

Están en el bar y restorán Patio Esmeralda, calle Esmeralda casi esquina Diagonal Cervantes. El ambiente está denso con el humo de los braseros y el fermento del pipeño. Ambos están al lado de la ventana que da a la galería del mismo nombre, que ya está cerrada. Desde su asiento Alfonso mira los letreros del reparador de carteras, del doctor del paraguas, del vaciador italiano.

El mozo se acerca y les pregunta qué desean.

– ¿Tiene cazuelín de menudencias?

– Los lunes, señor. Con las sobras.

– Entonces déme guatitas con arvejada.

– ¿Y el joven? ¿Lo mismo que el papá?

Alfonso le sonríe a Faúndez.

– A ver, yo quiero algo más normal. Riñones al coñac, ¿puede ser?

– Cómo no. ¿Con arroz?

– Perfecto.

– Les ofrezco borgoña con durazno. La especialidad de la casa.

– Muy bien -le dice Saúl antes de encender un cigarrillo. Deja el fósforo en una concha marina con restos de ceniza.

– ¿Le pasa algo, don Saúl?

– Estaba pensando en mis riñones. El coñac y el alcohol que han soportado. Cada vez estoy meando más veces y menos cantidad, Pendejo. Y la huevada me está comenzando a doler de verdad.

– Debería hacerse ver.

– En marzo.

El Patio Esmeralda tiene dos ambientes: el bar con su barra y la larga repisa de botellas de vino empolvadas; y el restorán, con sus mesas de formalita. La decoración pretende ser española, pero no queda tan claro. Las paredes están adornadas con grandes miniaturas de galeones y escudos de armas.

El mozo regresa con el borgoña. Les sirve a los dos.

– Salud. Y gracias.

– A usted.

Faúndez se toma el vino al seco.

– Me quedó dando vueltas eso que dijiste de abrir los ojos. Por eso uno toma, Pendejo. Para eso uno se mete con tanta mina. Para poder cerrarlos. ¿Me entiendes? Para recuperar la calma.

– Ya sé cómo te voy a pagar. Cómo voy a saldar mi deuda contigo. El sábado nos vamos a ir de juerga. Con la Roxana y Escalona y los que quieran. Y tú vas a ir acompañado.

– Lo que pasa es que…

– Nada de pendejerías. Vas a ir con la Valeskita Leiva y se acabó el cuento. Es sobrina del masajista de los Baños Anatolia. Es una gran podóloga.

– ¿Qué?

– Podóloga. La huevada de las patas, de los callos.

– La mujer de mis sueños…

– Mira, huevón, trabaja en una de las peluquerías más finas del barrio alto. Hace visitas a domicilio. La mina se moviliza en taxi. Le va muy bien.

– Así veo.

– Puta, es joven, tiene medias gomas, feroz raja, y es como tonta para el que te dije.

– ¿Experiencia personal?

– Conocimiento carnal, sí. Y hace unas cosas con los pies que te mueres.

– ¿Con los pies?

– La parte menos explotada del cuerpo.

Los Braseros de Lucifer

El local se llama Los Braseros de Lucifer y, tal como era de esperar, el color dominante es el rojo, aunque las brasas están bien escondidas dentro de las parrillas individuales que funcionan como centro de cada una de las mesas.

A través de la ventana se divisa claramente la calle San Diego y, más allá, la iluminada cúpula de la iglesia de los benedictinos. En el escenario, de pie y teñida de luz, Valeria González Mejías, vestida íntegramente de oro. La orquesta, más atrás, luce de negro, con corbatas plateadas.

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