– Ya me iba a sobar -nos reprocha porque le molestamos.
– Ni siquiera son las nueve de la mañana -le señalo.
– Tengo turno de noche.
Aparta la puerta de un manotazo para que pasemos. Llevo el coche hasta la garita y corto el contacto. Serdj baja primero y me pego a él. El guarda ahuyenta a su perro y nos sigue. Su pinta patibularia no suscita la menor simpatía, ni menos aún lo pretende. Pasa por delante sin mirarnos, envuelto en su pestazo a bestia hidrófoba. Más o menos cien kilos para un metro sesenta, con espaldas de cemento y caderas capaces de arrastrar un remolque. Su cabeza rapada se asienta sobre una nuca morcillona, cual bola de cañón medieval sobre un amortiguador desvencijado.
– ¿Usted lo ha descubierto? -le pregunto.
– Aquí no somos precisamente ciento y la madre. Ni siquiera tengo sustituto.
Nos pasea por un laberinto de carcasas de coches. El suelo retumba bajo sus pasos. Está loco por acabar con el tema y meterse en la piltra.
– ¿Por qué tarda tanto la ambulancia? -refunfuña.
– Viene de camino.
– Espero que los camilleros no se detengan para echar el bocata. Lo que quiero es que me quiten de encima cuanto antes esta marranada.
– ¿Lo de ser tan feo es por tus musculitos? -le pregunto exasperado.
– No te he pedido que te cases conmigo -me contesta sin aminorar el paso.
– Pon tus huevos en remojo, gordito. No me gusta que me hablen así.
– No suelo hablar, sino dar leña.
– ¿A tu perro?
Se para en seco y arrima su cara a la mía.
– Oye tú, condecorado, ¿me andas buscando las cosquillas?
– Ya está bien -interviene Serdj.
Al guarda se le disloca la mirada.
– Yo no busco nada con nadie -me avisa-. Yo tengo mi apalanque, ¿vale? Yo no doy por culo a nadie, así que apártate de mi puño, condecorado. A mí me la suda que seas un hukuma [7] o que te dediques a despiojar monos. A mí nadie me achucha, ¿está claro? Soy guarda, no una puerta de servicio.
Serdj se cuela entre nosotros para apaciguar el búfalo y preservar la vaca. El guarda se envaina su agresividad y sigue adelante. Llega ante lo que queda de una caravana y se lleva las manos a la cadera.
– Ahí está. Os apañáis para llevároslo de aquí. Yo me vuelvo a seguir sobando.
– No te des tanta prisa -le recomiendo-. Tenemos que hacerte algunas preguntas.
– Yo no me lo he cargado. No necesito cuchillo para trabajar, amigo.
– ¿Acaso no lo has encontrado tú?
– Ha sido mi perro. Pregúntele a él. Yo no he visto ni oído nada. Max aulló y me acerqué. Ahí estaba el muerto, tal como está ahora. No he tocado nada. Llamé a la dirección y ésta les llamó a ustedes. Eso es todo… Cierren la puerta cuando se vayan.
Se aleja con la nuca hundida en sus hombros encorvados. Se le acerca su perro meneando el rabo. Le pega una patada en el costado y lo increpa:
– ¡Siempre tienes que meter el hocico en todas partes!
Dejo de hacerle caso y me acuclillo ante el cadáver.
Se trata de mi «asesino ocasional».
Está atado de pies y manos con alambre, descamisado y con la garganta abierta de lado a lado.
Las huellas digitales del fiambre no han revelado nada. Tampoco ha servido de nada repartir su foto por las comisarías de Argel y de la periferia. He enviado a Serdj y a otros inspectores a husmear, sin éxito, por los bares de copas y las discotecas pijas donde van a dejarse la pasta los jóvenes golfos que la tienen. Lo mismo le ocurre al contingente de soplones que he movilizado para el caso. No hay dios que conozca a mi «asesino ocasional». Recordé lo de Tilimli, donde, según me contó, cuando era un joven ratero se creía el amo del barrio, y he ido allí hasta cuatro veces esta semana. A quienes pregunté sobre el sujeto se les escurrían las muecas por la barbilla. Harto de dar bandazos sin conseguir nada, he acudido a la prensa. Más de lo mismo. Tampoco en la sección «Ayude a identificar» de los diarios más importantes del país la foto del desconocido ha encontrado tomador. Un bromista ha llamado una vez a la centralita para confundirnos.
Mi ajetreo acaba llamando la atención del inevitable Bliss. Ahora que el dire está a punto de reincorporarse, el chivato oficial desea darle más enjundia al informe que le va a presentar. Por supuesto, ha tomado nota de las ausencias injustificadas de sus colegas, de las pequeñas broncas y comportamientos irregulares, pero no le basta con eso. Se ha coscado de la actividad frenética de mi equipo y está empeñado en enterarse de qué va. Así podrá demostrar a su amo que está al loro de todo, así como sus extraordinarias dotes de perro guardián.
Se me acerca de puntillas, limpiándose las Ray-Ban con el forro de su corbata granate. Tras unos rodeos, va directamente al grano.
– Ayer pedí el coche 14, y el jefe del parque me dijo que lo habías requisado.
– ¿Y cuál es el problema?
Se ajusta las gafas en su jeta ratonil.
– El coche 14 es intocable, Llob. Se saca del garaje por orden expresa y exclusiva del ministerio. Pensé que hubo que llevar a alguna parte a una delegación VIP. Pero no era el caso. Me pregunté cómo le había dado al comisario por llevarse un coche blindado, reservado para misiones específicas, sin permiso del alto mando de la policía.
– ¿Y vienes a por la respuesta?
– Exactamente.
Lo miro de frente un rato. Parece recién salido de un instituto de belleza. Va vestido de punta en blanco, muy afeitado -lo que ahueca aún más sus mejillas de gnomo-, y apesta a perfume como diez putas juntas. Los zapatos que luce bajo sus pantalones muy lisos son de marca extranjera; jamás los he visto en las tiendas donde voy a comprar.
– ¿El propio dire te dejó la clave de su caja fuerte?
– No cambies de tema, Llob. Un coche para uso específico del parque de la Central ha salido sin que se me haya notificado. Eso es una grave infracción al reglamento.
– Mi coche está averiado y los coches de mi servicio no andan mucho mejor. Tenía una investigación que llevar a cabo y cogí el 14 para la mañana. Si te parece un buen tema para tu informe al jefe, aprovéchalo.
– ¿Me hablas de una investigación? -pregunta quitándose las gafas.
Sus ojos amarillos brillan como los de una serpiente que acabase de descubrir un ratón regordete en un agujero. Se relame con su lengua de reptil, ensanchando la nariz y tendiendo las orejas.
– Eso es lo que has oído -le contesto.
– ¿Qué investigación?
Echo hacia atrás mi sillón para aliviar la presión de la mesa contra mi tripa y le provoco.
– Creo que ya hablamos el otro día, Bliss. Que el jefe te haya encomendado la custodia de su trono no quiere decir que seas el soberano. Además, sería una gilipollez que te lo creyeras. Hay una jerarquía en nuestra casa de putas. Un escalafón tan escarnecido como nuestros valores, pero que sigue vigente. Todos somos parte de este organigrama, desde el jefazo hasta el último ordenanza, y nos pagan en función de un orden de batalla claro y preciso sin el cual nos estaríamos comiendo vivos los unos a los otros. Yo soy comisario y tú estás haciendo el payaso unos cuantos escalones más abajo. Si te apetece olvidarlo, es tu problema y no el mío. Pero aquí estás en mi servicio. Y no eres bienvenido. Yo, en tu lugar, regresaría al tercer piso para seguir ejerciendo de perro faldero y esperar con paciencia que me silben.
– Hay una nota de servicio que estipula que en ausencia del señor director la interinidad queda a cargo del inspector Nahs Bliss.
– Efectivamente, había una en mi sección. Me gustó tanto que me limpié el culo con ella. Otra cosa, inspector. Conozco el reglamento, y cuando un director estúpido se lo pasa por el forro, no tengo por qué aplaudirle. Tu nombramiento como jefe de la Central es ilegal. A mí no me molesta que te la machaques de gusto; pero como se te ocurra atreverte a venir a mi despacho para recordarme la anarquía que reina en nuestra administración, te garantizo que vas a salir escaldado. Te voy a dar un consejo muy sencillo: que te follen, pero no se lo cuentes a nadie.
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