Soria es consciente del desconcierto que va provocando a su paso. Ya no se mueve con la misma soltura, pero es demasiado tarde para echarse atrás.
Se oculta tras sus gafas.
Un mecánico está destripando la carcasa oxidada de un coche. Doblado bajo el capó, echa pestes contra una pieza calcificada que se niega a ceder. No deja de menear su culo gordo, exasperado por la tenacidad de tan recalcitrante pieza. Me llevo la mano a la boca y toso. Se yergue con rapidez y se golpea en la cabeza con el borde del capó. La sorpresa de encontrarse frente a frente con una mujer de la ciudad hace que el dolor se le pase de inmediato.
– ¿Ya no venden hidjab * en su tierra? -me reprocha dando significativamente la espalda a Soria.
– ¿Aquí viven los Omari?
– Sí. ¿Qué quieren de ellos, son ustedes de los impuestos?
– Venimos de Argel, quisiéramos hablar con Hamu, Hamu Omari.
Arquea las cejas, se limpia las manos llenas de grasa con un trapo que lleva colgado del bolsillo trasero de su mono de trabajo.
– ¿Es usted médium? -me pregunta.
– No necesariamente.
Me tritura con su mirada torva. Se limpia la nariz con la manga y refunfuña:
– Mi padre murió hace tres años.
Dicho lo cual, vuelve a meter su cuerpo bajo el capó y sigue ensañándose con la pieza del motor.
– Ya ve por qué es tan difícil para una mujer llevar a cabo una investigación -suspira Soria una vez de regreso al hotel-. Aquí solamente se habla a los hombres y entre hombres. Ayer, ningún figón aceptó servirme. No se admiten mujeres en lugares públicos, aunque vayan acompañadas. El propio recepcionista tuvo que ir a buscarme algo de comer.
Extenuado, me guardo mis comentarios. Los pies me arden dentro de los zapatos. Hemos estado caminando toda la tarde para nada. Hamu Omari murió, y también Hach Ghauti. El tercer testigo se ha mudado y el cuarto, un tal Rabah Alí, está de viaje en Medea y no regresará hasta finales de semana.
– Sus fuentes deberían ponerse un poco al día -le digo con cierta amargura.
– Hace mucho que no vienen por Sidi Ba.
– Muy listos.
Me derrumbo sobre la cama y me quito los zapatos.
Soria reflexiona en la entrada de la habitación.
– ¿Está pensando que no debimos venir?
– Debimos haberlo discutido antes.
Cruza los brazos sobre su abundante pechuga y echa la cabeza hacia atrás con un gesto seco de la nuca. Es muy hermosa. Tiene unos ojos espléndidos.
– ¿Qué hacemos? -me pregunta, melindrosa.
– Aquí estamos y aquí nos quedamos. No regresaré a Argel con las manos vacías.
Asiente y esboza un paso de baile sobre la punta de sus pies.
– Bueno -dice-. Estoy en mi habitación. Si me necesita, ya sabe dónde encontrarme.
Al día siguiente, regreso solo al barrio viejo. La experiencia de la víspera se me ha quedado atragantada. Soria no ha protestado. Su presencia junto a mí reduce nuestras posibilidades de avanzar, y lo sabe. En Sidi Ba las mentalidades necesitan experimentar unos cuantos cataclismos antes de empezar a evolucionar. Aquí, cuando se habla de una mujer, se dice «con perdón».
El antiguo guerrillero, cuyo seudónimo era En-Nems, me recibe muy solícito en su taller. Cuando comprende que sus batallitas pueden entusiasmarme, despide a sus dos empleados, cierra la puerta y corre las cortinas para tenerme para él solo. Es un tejedor consumido, casi viejo, con unas gafas de culo de botella. Tiene el rostro demacrado y surcado por unas arrugas muy profundas, pero su dentadura, asombrosamente blanca, aguanta el tirón. Como todos aquellos a los que se presta atención tras haber sido ignorados durante tiempo, adopta una actitud tan solemne como exagerada.
Mantiene la cara muy alta y afecta dignidad.
– Si es para una película, estoy de acuerdo. Si es para un libro, no me interesa -me dice de entrada.
– El cine se inspira mucho en los libros -le digo para engatusarlo.
– Por aquí no. Además, tampoco me entusiasma demasiado el cine. No hay cines en Sidi Ba. El más cercano se encuentra a ochenta kilómetros. Así y todo, no echan más que bodrios. A mí, lo que me va es la tele. Todo el mundo tiene tele…
Se mete dos dedos en la boca y se ajusta la dentadura postiza.
– Jamás olvidaré la película El Superviviente de Jenien Burezg -argumenta-. Eso sí que es un documental. Al valiente muyahid lo detiene el ejército francés, y tras darle una paliza se lo llevan a un vertedero para pegarle un tiro en la cabeza. La administración lo da por muerto y los hermanos lo inscriben en el registro de los mártires. Quince años después, el que se salvó por milagro cuenta su historia a millones de telespectadores asombrados. Se convirtió en objeto de culto en una noche… Si es para un documental televisivo con una audiencia así, estoy de acuerdo, y empezamos ahora mismo. Si es para un libro, no me interesa.
– Todo dependerá del testimonio que me vaya a proponer.
Hincha el pecho como un gallo y describe un gran círculo con el brazo:
– No encontrará a nadie mejor en cientos de kilómetros a la redonda. Fui el colaborador más cercano del comandante El Zurdo. El Zurdo no se andaba con chiquitas, una leyenda viva, una epopeya. Toda Francia temblaba al oír su nombre. ¡Joder! Cuando aparecía por alguna parte, con su máuser en bandolera, es que iba a haber follón. Era un auténtico torbellino atacando a las tropas enemigas. Antes de pegar un solo tiro ya habían salido pitando los paracas para cruzar el Mediterráneo a nado y refugiarse bajo las faldas de sus madres… Yo ingresé en el ELN en el 55. Casi a la vez que El Zurdo. Él me reclutó. No me hice de rogar. Sabía que con gente como él no había más remedio que ganar. Por entonces, no éramos más de quince los guerrilleros de Sidi Ba. Y ni siquiera había armas para todos. Cuando bajábamos a las aldeas para aprovisionarnos, envolvíamos pequeños troncos de árboles en lonas para que la gente se creyera que eran bazucas. El engaño funcionaba siempre y se alistaban más voluntarios. Yo llevaba una pistola en la cintura sin una bala dentro. Pero así y todo, iba a buscar bronca con los colonos. No temía a nadie ni retrocedía ante nada. Sólo tras la emboscada de 1956, en que nos cargamos a una veintena de soldados franceses, pudimos hacernos con un equipo adecuado…
Se lanza en una epopeya diarreica. Historietas así, tan rocambolescas como incomprobables, se cuentan a montones, y de todos los colores; sólo hay que tener ganas de escucharlas. La parafernalia propagandística en vigor alienta su proliferación y exhorta a todos esos ruines oficialistas a inventárselas en cantidades industriales para garantizar la supervivencia de la legitimidad histórica.
No me parece oportuno dejar que la entrevista se disuelva en estériles elucubraciones y voy al grano:
– A mí lo que me interesa es lo que ocurrió tras el 5 de julio de 1962, señor En-Nems.
Se sobresalta, incrédulo, ofendido por mi falta de interés por la etapa fundacional no sólo de la nación argelina sino también, y sobre todo, del concepto de libertad en los pueblos oprimidos de África y de todas partes.
– ¿Qué? Señor mío, tras el 5 de julio no hay nada. La revolución se detuvo en esa fecha. Prueba de ello es que desde entonces vamos hacia atrás.
– ¿Conoció usted a un tal Talbi?
Se queda de piedra y la cara se le convierte en máscara mortuoria.
– ¿Qué Talbi? -me grita con la voz descascarillada.
– Vivió en Sidi Ba hasta agosto del 62. Luego se le dio por desaparecido, junto con su familia.
En-Nems deglute y se pone lívido. En el silencio del taller, su respiración semeja el silbido de una caldera.
Apunta la puerta con el dedo y aúlla.
– ¡Váyase de aquí!
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