– ¿Por qué ya no cae hielo?
– No sé…
Alex sabía que yo mentía. Me había visto en plena actuación ante la directora pedagógica.
– ¿Has perdido tus poderes mágicos?
– No son poderes mágicos.
– Entonces, ¿por qué ya no cae hielo?
Un camión de Hydro-Québec salió del callejón. Dentro, los tres hombres tenían el aspecto satisfecho de quien ha cumplido con su misión. Demasiado satisfechos para el gusto de Alex…
– Pero ¿qué has hecho?
Se dio la vuelta rápidamente. La bombilla de la escalera de su casa estaba encendida. ¡La electricidad había vuelto a su bloque!
– ¿Por qué has hecho eso?
– No he sido yo…
– ¡Sé que has sido tú!
En pocos segundos había vuelto a ser el Alex de antes. Siempre tenía aquel tono antes de pegar. Desvié la mirada, vencido.
– Le pedí que parase…
– Pero ¿por qué?
No ha hecho nada por mí…
– ¿Y no te has preguntado si estaba haciendo algo por los demás?
Habría podido hablarle de toda la gente que estaba sin electricidad. Pero la verdad era que yo había provocado aquella tormenta de hielo pensando solo en mí. Cogiéndome del cuello con su fuerte mano, Alex hacía lo mismo, solo pensaba en él.
– ¡Vas a hacer que vuelva a caer ese dichoso hielo! ¿Has entendido, enano?
Alex me soltó. Se levantó y abrió la puerta que daba a la escalera de su piso. Apagó la luz. Me miró como para asegurarse de que había entendido el mensaje. En sus ojos podía leer la lista de los riesgos a los que me enfrentaba. Cruzó la calle y llamó a la puerta de la pareja homosexual.
– ¡Entra, Alex, pequeño! ¿Ya se ha acabado el paseo?
– ¡Sí!
– ¡Mira cómo se alegra Pipo de verte!
Alex entró. La puerta se cerró tras él. ¿Por qué el hielo cambiaba la vida de los demás, y la mía no?
No tuve tiempo de reflexionar mucho más porque la puerta volvió a abrirse. Deseé que viniera a pedirme perdón. Pipo salió de un brinco. Alex, con la correa en la mano, me miró con dureza, y luego contempló a Pipo, que empezaba a hacer pipí.
– ¡Sentado, Pipo!
Pipo, terminado el pipí, obedeció. Alex hizo girar su mano encima del perrito.
– ¡Rueda!
Pipo empezó a rodar por el hielo. Alex chasqueó los dedos y me miró con su sonrisita cruel.
– ¡Repta!
Pipo obedeció lo que creía que era una orden para él, pero yo comprendí que era a mí a quien se dirigía Alex. Solo tenía un verdadero amigo en la vida, no quería perderlo. Miré a Alex fijamente y luego levanté los ojos al cielo. Me quedé un buen rato mirándolo. Grité para que pudiera oírme.
– ¡Abracadabra! ¡El cielo vencerá!
Se me ocurrió así, de repente. No quería que Alex pensase que no hacía las cosas correctamente. Esbozó una sonrisita de satisfacción y se inclinó hacia Pipo, que no paraba de arrastrarse.
– Perrito bueno, perrito bueno…
Miré a Alex, esperaba mi recompensa. Él solo agachó la cabeza. No estaba orgulloso.
Nadie estaba orgulloso de hacerme daño, pero todo el mundo me hacía daño. Me importaba un bledo lo que el cielo hiciera ahora. Nunca había hecho nada por mí. Al contrario, me había destruido. Yo valía poco más que el sofá y mi único amigo me trataba como a un perro.
Yo ya no era nada.
No hay nadie que lo entienda todo
Después de haber desvalijado el Canada Dépôt de sus bombonas de gas, Boris había insistido en invitar a comer a Julie en un pequeño restaurante ruso para agradecerle su inestimable ayuda.
– No sé qué le ha dicho al director, pero sabe hablar a los hombres, desde luego.
– No a todos, Boris…
Como solo ocurre en Montreal, ese islote era un trocito de auténtica Rusia a miles de kilómetros del Volga. Allí, y únicamente para los rusos, se podía beber vodka como en casa. La cocina era como la de casa. Y, como en casa, se practicaba el mercado negro. Si los rusos abandonan Rusia, Rusia no abandona jamás a los rusos. Era más fuerte que ellos, cualquier producto comprado en el mercado negro era mejor que el que se encontraba en una tienda del Estado. A ningún emigrante ruso se le ocurriría ir al Canada Dépôt, había en ello una especie de ética en forma de homenaje al país de origen. En aquel bareto podías encontrar velas, pilas, generadores, pero no bombonas de gas…
De haberlo sabido, Boris habría invitado a Julie a la Belle Province.
Como buen conocedor, Igor, el dueño, miró entrar a aquella pareja con los brazos cargados de bolsas de plástico llenas de bombonas. Rápidamente se los llevó hasta la cocina. En los fogones, la cocinera, pelo rubio canario, raíces negro cuervo, apenas levantó la cabeza y siguió cortando a rodajas una hermosa carpa con un enorme cuchillo. Julie husmeó las cebollas en paprika que rugían en una enorme cacerola.
– ¿Qué está preparando?
– ¡Carpa empanada cebolla!
– No me gusta mucho la cebolla, ¿qué más hay?
– ¡Carpa empanada cebolla!
Con una cocinera rusa no se discute, y menos si te clava sus grandes ojos negros. Julie se giró hacia Igor y Boris. Aun sin comprender el idioma, adivinó que la fraternidad rusa acababa de desvanecerse en el altar de la codicia. Por los gestos y el tono, Julie lo entendió todo. Igor quería comprar las bombonas. Tenía en la mano dos billetes de veinte dólares y se los tendía a Boris.
– Da!
– Niet!
– Niet???
Con media sonrisa, Igor sacó un billete de diez dólares y lo añadió a los dos billetes de veinte. Por los gestos de Boris, por la pasión que transpiraban sus ojos, Julie comprendió que estaba explicando su teoría topológica. Igor agarró a Boris por el cuello.
– ¿Quieres que tus cuatro peces hagan compañía a la carpa de Olga en la cacerola?
Olga apretó el mango de su cuchillo y miró a Julie con calma. El tipo de calma que te convence de que pasar a la acción será pura formalidad.
Sacudido a conciencia, a Boris no le quedó más remedio que rendirse. Cuando Igor se apoderó sin delicadeza de las bolsas de Boris, dejándole solo dos bombonas, ni más ni menos que en el Canada Dépôt, Olga demostró quién mandaba en aquella cocina.
– ¡No vas a dejar que se le mueran los peces!
De mala gana, Igor entregó una bolsa con ocho bombonas a Boris, quien a su vez tuvo que devolverle diez dólares. Realmente, la teoría matemática de Boris gustaba a las mujeres. Olga sacó dos platos y los llenó hasta el borde.
Sentados a una mesa tranquila, un poco apartada, Boris y Julie degustaron la carpa de Olga, regalo de la casa. Guisadas por aquella cocinera que venía del frío, las cebollas no tenían un sabor tan fuerte como temía Julie. A decir verdad, con Boris, todo era bueno y no se aburría nunca. Entre dos espinas, se decidió a atacar.
– ¿Tienes novia?
– No que yo sepa…
Julie quiso gritar: «¡Abre los ojos, Boris, sí tienes, está delante de ti!».
Pero con la boca llena de carpa, era una misión peligrosa. Además, no tenía ganas de gritarle oliendo a cebolla. Así que saboreó el plato tomándose su tiempo. El amor es como un taxi, si no se para y hay que correr tras él, es que ya está ocupado. Para encontrarlo, simplemente hay que saber esperar en el lugar adecuado.
– Ya ha vuelto la luz a tu casa…
Me debí de dejar la luz encendida cuando se fue…
Boris miró su ventana iluminada. Frunció los labios y se giró hacia Julie.
– Ya no la molestaré más.
– No me molestabas.
– Lo sé.
Boris Bogdanov no era un macho, solo era un hombre pragmático. Ella lo había entendido, así que la respuesta no le sorprendió. Cuando se quiere amar, hay que saber, pero para saber, hay que preguntar. Razón por la cual Julie lanzó la directa al corazón de aquel hombre lógico que parecía de mármol.
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