Lorena Salazar Masso - Esta herida llena de peces

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Una madre y su niño viajan en canoa por el caudaloso río Atrato. 
La madre es blanca, el niño es negro. Entre manglares, frutas y trenzas, la narradora le va contando a la pasajera de al lado su infancia, sus recuerdos y cómo el pequeño llegó a su vida una mañana calurosa. 
La lancha avanza, la inquietud se acrecienta. La mujer preferiría no llegar o dar la vuelta.Esta es una historia sobre el arraigo, 
el miedo y la maternidad en un contexto de violencia, sobre los peligros de la selva colombiana. A través del 
lirismo de su prosa, Lorena Salazar Masso crea una 
atmósfera adictiva y nos traslada a un mundo a veces onírico y otras descarnadamente realista en el que la ternura y la belleza de las imágenes salpica.

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Esta herida llena de peces Lorena Salazar Masso 2021 de esta edición - фото 1

Esta herida llena de peces © Lorena Salazar Masso, 2021

© de esta edición, Editorial Tránsito, 2021

DISEÑO DE COLECCIÓN: © Donna Salama

DISEÑO DE CUBIERTA: © Donna Salama

FOTOGRAFÍA DE SOLAPA: © Carlos Valencia

IMPRESIÓN: KADMOS

Impreso en España – Printed in Spain

IBIC: FA

ISBN: 978-84-121980-9-6

eISBN: 978-84-124401-0-2

DEPÓSITO LEGAL: M-1417-2021

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ESTA HERIDA LLENA DE PECES

lorena salazar masso

Para mamá y papá .

Y para Jorge Luis .

«Un río suena siempre cerca.

Ha cuarenta años que lo siento.

Es canturía de mi sangre,

o bien un ritmo que me dieron».

GABRIELA MISTRAL

Contenido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Títulos publicados

1

El niño y yo llegamos al malecón de Quibdó. Buscamos una canoa que nos lleve a los dos, y al pingüino de tela que carga desde que salimos de casa, hasta Bellavista. Nos sentamos en las escaleras de cemento que dan al río Atrato, le compro un mango con limón y sal que me vende una señora, y esperamos. Las mañanas son de las aves, cantan desde los árboles que se elevan a la orilla del río; hasta las más jóvenes tienen un nido de polluelos desnudos, indefensos, hambrientos.

—Ma, mira, un pajarito —dice.

—No es un pajarito, es un gallinazo —respondo con la boca llena de mango.

El gallinazo cabecirrojo descansa sobre una bolsa de basura. No quiero explicarle al niño la diferencia entre un animal tan sombrío y un pajarito, y él tampoco pregunta. El animal alza el vuelo y la corriente se lleva la bolsa río abajo.

El pueblo nace en la margen derecha del río y se expande hasta internarse en una selva que se cobra la invasión y reclama su espacio cuando llena las paredes de humedad y moho. En Quibdó, el Atrato huele a pescado en sal, naranja y madera mojada. Cauce profundo, custodiado por casonas viejas, acompañado de niños y mujeres que lavan ropa en la orilla. Es el río en sus primeros años; viene del Carmen de Atrato y muere en el Caribe. Los habitantes del pueblo viven de él: pescan, lo navegan cantando, le rezan. Un brazo ancho de tierra negra.

Adentro, en la selva, el Atrato no espejea como el Amazonas, no se parece al verde Cauca ni al Magdalena que recorre el país enfurecido y espumoso. A veces pardo, a veces canelo, tiene el olor que brota de un álbum de fotos que se abre después de mucho tiempo.

Amarradas al muelle, esperando llenarse de pasajeros y comida: tres canoas de madera y dos pangas rápidas, blancuzcas. Cada una con su conductor a bordo preparándose para la jornada. Todas las mañanas, camino a la escuela, el niño y yo jugamos a despertar al pueblo: atravesamos la calle Alameda mientras los negocios abren sus puertas; saludamos al señor de la carnicería, acariciamos los pollitos de la tienda veterinaria, miramos de reojo a los borrachos dormidos sobre las mesas de la cantina, que según el niño, son muñecos; coteros descargan bultos de arroz. El edificio de las putas tiene el balcón cerrado —duermen hasta tarde—, carretas de plátanos y canastas de limones se alinean entre la calle y la acera; una vieja despeinada, que conozco hace tiempo, nos grita desde su balcón que vamos tarde, y apuramos el paso.

El pueblo amanece con la ilusión de un niño que abre un libro por primera vez. Ilusión que mengua cuando el sol llega a su punto más alto y comienza a descender hacia la selva. El bochorno de las tardes de Quibdó pesa, el sol calienta, sofoca; brilla en la frente de las personas hasta que, a las cuatro o cinco, revienta como aguacero. No llueve: el cielo se desparrama sobre los negocios que tienen la mercancía al aire desde la mañana.

La gente no sabe a dónde voy con el niño, caminan junto a nosotros como si nada pasara. Algunos Willys esperan racimos de plátano verde que traen las pangas desde los caseríos y llevarán hasta las tiendas de los barrios. Una de las canoas —la más pequeña— se llena con tres cholos y dos sacos de mercado. Cruzan el río a remo, de pie, firmes y serenos; enfundados en sus pantalonetas naranja, verde limón, azul cielo. El malecón empieza a llenarse de viajeros, nos preparamos para embarcarnos en la canoa más barata. El niño no entiende muy bien a dónde vamos —le dije que de paseo—, oculto la nostalgia que me da volver al lugar que alguna vez fue mi casa, donde no queda nada de mi niñez. Pero sí de la del niño.

La canoa sale en media hora, nos iremos en ella. La conductora, una mujer negra como el cacao, se mueve bajo un vestido verde con bordados indígenas —sueños, apariciones, alguna predicción— y sandalias, sandalias tres puntadas. Desde la canoa nos da los buenos días y grita que lancemos el equipaje para acomodarlo en la bodega. Miro al niño: una pulga aferrada a mi vestido, adivino su miedo. Le propongo un juego: contar hasta tres y lanzar nuestras cosas a la canoa. Uno, dos, tres: la ropa de los próximos días, pijama y cepillos de dientes vuelan dentro de una maleta pequeña. La conductora la guarda en un compartimento cerca de los motores y vuelve la mirada hacia nosotros. También lanzo mi bolso y el pingüino del niño.

—¿Y yo qué tiro, ma?

La conductora lo mira y le dice que salte sin miedo, que ella lo recibe. Tomo el dije de limón que cuelga de mi cuello y lo beso. El niño me mira, de inmediato sabe que puede saltar. El dije es una señal que él, muy seguro de sí, inventó una noche.

—Ma, siempre que estás con el limón entre los dientes dices que sí a todo.

Los niños establecen reglas inquebrantables. Me someto a su ley. A cambio le pido que haga las tareas antes de salir a jugar. Lo preparo para una vida llena de intercambios. Nos vamos educando mutuamente. Yo le enseño a ser y él me ayuda a deshacerme, a vivir bajo nuevas formas, señales que nadie comprendería. Está conmigo. No me nació a mí, pero soy su mamá. Lo digo para mí cada noche, una oración al desapego. Frente a la canoa quiero pedirle que no salte, que volvamos a la casa y prendamos la tele, que lo necesito. Le sonrío, su mano derecha libera mi vestido, dejándolo lleno de arrugas.

—A la una, a las dos y a las… tres —grita, salta y lo recibe la conductora—. ¡Ma, te toca!

Saltar o arrojarse a la corriente. Para el niño, estoy a punto de saltar. Suena alegre, festivo: un juego. La sombra de saltar es arrojarse. Me arrojo fingiendo un salto y el niño me abraza como cuando llega de la escuela. Plancho su camisa con mis manos y nos sentamos en las bancas de madera que nos señala la conductora. Blancas, sin espaldar. Si esto fuera un avión pequeño, diría que vamos en el asiento 2B y 2C, la conductora lleva el timón desde atrás. A diferencia de en nuestros viajes en avión, ni ella ni su ayudante, un joven que acaba de saltar a la canoa, se sorprenden de que mi hijo sea negro y yo blanca.

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