Lorena Salazar Masso - Esta herida llena de peces

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Una madre y su niño viajan en canoa por el caudaloso río Atrato. 
La madre es blanca, el niño es negro. Entre manglares, frutas y trenzas, la narradora le va contando a la pasajera de al lado su infancia, sus recuerdos y cómo el pequeño llegó a su vida una mañana calurosa. 
La lancha avanza, la inquietud se acrecienta. La mujer preferiría no llegar o dar la vuelta.Esta es una historia sobre el arraigo, 
el miedo y la maternidad en un contexto de violencia, sobre los peligros de la selva colombiana. A través del 
lirismo de su prosa, Lorena Salazar Masso crea una 
atmósfera adictiva y nos traslada a un mundo a veces onírico y otras descarnadamente realista en el que la ternura y la belleza de las imágenes salpica.

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El niño me entrega la bolsa ya sin las pepas de ciruela y se limpia las manos en los pantalones. «Auch, me duele la espada», dice tocándose el cuello. Es muy pequeño para ir metido en una canoa con desconocidos, sobre tanta agua, a merced del sol y la lluvia. Pregunta si falta mucho, si a donde vamos tendrá una cama para él, si la conductora ronca. «Auch», dice de nuevo y lo abrazo mientras le sobo la espalda y el cuello, y le beso la cabeza hasta que se queda dormido.

Carmen Emilia me hace volver a mi niñez. Insiste en remover el pasado y en llevarme a las profundidades. Ojalá se quedara junto a la conductora el resto del viaje, pero sé que volverá a preguntar por él. Todos en la canoa vamos inventando una historia: qué decir cuando lleguemos a Bellavista.

картинка 7

—¿Ya casi llegamos? —le pregunto a mi papá.

—Sí, ya casi —responde.

—Hace muchos ya casi que ya casi —digo en voz baja para que mi mamá no oiga. Me regaña por contestona.

Ser grande es aprender a leer el reloj para decir: ya casi.

Mi papá me da una naranja muy grande. Que no es una naranja, es una toronja, me dice luego.

—¿Qué es una toronja? —le pregunto.

—No es una naranja, ni un limón, ni una mandarina, pero se parecen. Son de la misma familia. Si fueras un limón, tus primas serían toronjas.

Hace mucho que nos comimos el fiambre que nos empacó la abuela y sólo queda un saco de toronjas. Tenemos tanta hambre que parecemos más flacos. Ya no vamos tan apretados en la parte de atrás de un Willy rojo que anda de lado, como la sonrisa de un viejito sin familia. Me gusta que el carro tenga nombre de ballena: Willy. Willys, corrige mi papá. Willy, repito yo. Él se rinde y, metiendo sus canas dentro de una gorra café, me dice que más adelante nos compraremos un Willy de estos.

Yo quería que la abuela viniera con nosotros, pero se quedó en ese pueblo frío donde vivimos hasta hoy. Tuvimos que dejar todas nuestras cosas porque a este Willy sólo le caben un par de maletas con ropa. Aquí no hay espacio para una abuela, y menos como la mía que es muy gorda. Además, dijo que no podía abandonar sus plantas, que el abuelo sólo se preocupaba por los caballos, y es verdad. Yo misma lo he visto llegar, quitarse las botas de cuero y pasar junto a las plantas del patio en busca de melaza para los caballos. A las matas, ni las mira. A la abuela menos. Por eso no me habría importado cambiar a mi hermano por la abuela y que viniera ella en vez de este niño que no hace más que llorar. Mi mamá le dice que, si sigue llorando sin razón, le va a dar razones para que llore. Mi papá le pide al chofer la navaja. Abrimos una toronja con la misma emoción que abrimos los regalos en Navidad. A mi pobre hermano le caen gotas de toronja en los ojos y ahora sí empieza a llorar con razón.

Pasamos junto a un letrero que dice: «Bienvenidos». Mi mamá se peina con las manos y nos avisa que estamos llegando. Le suena los mocos al niño, le acomoda la gorra a mi papá y a mí me dice que me siente derecha. Yo también intento peinarme, me miro en las ventanas del Willy, pero no se ve nada porque son de plástico. Ya no tengo que preguntar cuánto falta. Ya no me da miedo que el Willy se vaya a salir de la carretera. Ya empiezo a ver limones en vez de toronjas.

Una tía nos da la bienvenida. ¿Quién más sino una tía? Todo lo que no es papá, mamá o hermano es una tía. ¿Cómo están?, ¿cómo les fue?, ¿ya comieron? Casi respondo a la última pregunta. Bajamos las maletas del Willy. Mi papá habla con el chofer y mi mamá entra a un edificio con la tía y mi hermano, que ya no llora.

Me quedo como estatua mirando los palos de limón que hay en la calle. Camino hacia uno de ellos y veo que las hormigas suben por el tronco en fila india, tan ordenadas como los niños de una escuela cuando hay misa o están repartiendo comida. Cargan pedacitos de hojas. Al final de la calle se ve la línea de un río. Antes de partir a Quibdó, la abuela le dijo a mi mamá que cuando llovía mucho el río inundaba las casas, que a la gente se le mojaban los muebles, las camas y la ropa. Y que, en Bellavista, a donde iremos después de pasar unos días aquí, el río se sube hasta la iglesia. Siempre he querido aprender a nadar, pero un río es un río, no una piscina. Menos mal que mi tía vive en un edificio muy alto de tres pisos y si el agua se sale no nos mojamos. En este lugar, hasta los techos de las casas son verdes. Hay uno, dos, tres, muchos árboles. Busco a mi papá con la mirada: sigue hablando con el chofer del Willy. Cuento cuatro, cinco, seis. Hay niños trepados en los árboles, ¿qué hacen ahí? ¿Están comiendo limón? Son niños y tienen un color de piel diferente al mío, más brillante, más bonito. Algunos están descalzos. Otros llevan sandalias, pantalones cortos y camisetas con huecos para el calor.

Uno de ellos me tira un limón en la cabeza. ¡Auch! Lo miro y señala las toronjas. Me pregunta qué son. Le digo que no son naranjas, ni mandarinas, ni limones. Pone cara de viejito sin familia. Luego baja del árbol y se va tras una señora que lleva una bolsa de plástico repleta. La señora camina de lado y pienso que todo está de lado desde que salimos de la casa de la abuela. El niño alcanza a la señora: «Seño, ¿le ayudo?». Ella lo mira, saca una moneda de su pecho, se la entrega y él se monta la bolsa en la cabeza. Caminan juntos muertos de la risa. Bueno, en realidad sólo el niño se ríe, la señora tiene cara de limón y para cada tres segundos a comprar una zanahoria aquí, un tomate allá. Aguacates no compra. Dice que la última vez le salieron malos.

Me gusta este lugar porque el sol es más grande que el de nuestra antigua casa, hay más árboles y más niños; a veces me canso de jugar con mi hermano. Tengo calor y me pica la piel. El Willy rojo se va dejando la calle llena de polvo. Mi mamá grita desde el balcón que ya está el almuerzo, que compremos un aguacate. ¿A mi mamá no le da pena gritar por un balcón ajeno? Una casa es cualquier lugar donde haya una mamá gritando. No compramos el aguacate. No tenemos plata. Mi papá levanta la maleta con la mano derecha y deja la izquierda para las toronjas. Siempre dice que puede con todo, pero aquí voy tras él, recogiendo las toronjas que van cayéndose del saco.

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