– ¡Cariño! ¡Te quiero tanto! ¡Hala! ¡Vete a mirar la tele!
La reconfortó que la abrazara, pareció aliviada. Bajé los brazos. Separaos, compartidme, no diré nada más.
Corrí hacia el sitio de mi padre, «su» sillón con «su» mando a distancia. Antes era antes. Tenía que dejar de esperar que volviera y que la vida se reanudase siendo tres. Pasé revista a todos los canales. En el LCN solo hablaban del hielo. Era lo que tocaba. Pero el problema de la información en bucle es que termina repitiéndose. A fuerza de oír y oír lo mismo, empecé a multiplicar, para reír, bueno, para no llorar. Setecientos mil hogares sin electricidad multiplicados por el número de centros de acogida, a lo cual sumo mil voluntarios que multiplico por veinticinco milímetros de hielo. ¿Cuánto da?
«El balance de esta tormenta de hielo podría ser espantoso. Se habla ya de varias decenas de millones de dólares en daños… Y el hielo sigue cayendo…»
Me avergonzaba de lo que había provocado. Si aquello hubiera permitido resolver mi problema, no habría importado, pero… ¡no había servido de nada! Corrí hacia mi habitación. Estaba furioso. Hice una corta escala en el gran trastero que servía de despachito.
– ¡Buenas noches, mamá!
No estaba. Mis ojos se posaron en la bandeja de la impresora. En la hoja de cálculo, dos columnas, «tú», «yo», y montones de cifras. Leí «cámara de vídeo: mil dólares». En la columna «tú» había «quinientos dólares». Lo mismo en la columna «yo». Un comentario precisaba «Aún estábamos juntos…».
No es el regalo lo que cuenta, es el detalle… ¡Qué fácil decirlo!
Todo lo que había en la casa estaba en una lista. Entendí que mi padre se quedaba con los electrodomésticos pero tenía que separarse del sofá y de su preciado sillón de cuero. ¿Qué? ¿Que valía tres mil dólares? Mi padre se quedaba el televisor de seiscientos dólares, pero se separaba del ordenador de ochocientos. Vi una línea «pensión alimenticia: quinientos dólares». Daba para un año. Comprendí que mi padre no pagaría hasta abril porque mi madre se quedaba con la gran cama doble y el mueble grande del salón, todo por dos mil dólares. En medio de las cuentas, yo era como un mueble. Valía poco más que el sofá.
Oí la cadena del baño. Mi madre apenas tuvo tiempo de salir cuando yo ya estaba en mi cuarto. ¡Pom!
El cielo no había hecho nada por mí, al contrario, mi situación empeoraba día tras día, hora tras hora. Me acerqué a la ventana. Miré al cielo y grité.
– ¡Déjalo ya, me estás haciendo mucho daño!
Miércoles, 7 de enero de 1998
«En contra de lo esperado, la tormenta está remitiendo. Centenares de equipos de Hydro-Québec trabajan sin descanso para reemplazar o reparar postes, cables eléctricos y torres dañadas. Trescientos mil abonados vuelven a tener luz en sus casas. Todo indica que la situación pronto estará bajo control…»
Lo primero que vio Julie al levantarse fue el ir y venir de camiones de Hydro-Québec. Eran las nueve de la mañana. Hacía mucho que no se levantaba tan temprano. Fue al salón. Desde luego, aquel hombre era extraordinario. Cada mañana se inventaba un cuadro nuevo.
Boris, tendido boca abajo en el sofá, tenía una mano puesta sobre un gran cartón que tapaba el acuario, el cual había pegado a su cuerpo acercando la mesita baja. Los dos gatos habían tenido que ceder su sitio, naturalmente a disgusto, y estaban sentados en la mesita con el morro rozando el cristal. Meneando la cola, al acecho, seguían las circunvoluciones de los cuatro peces. Sin duda, al menor descuido de Boris, esperaban revisar toda su teoría matemática simplificando los cálculos a dos unidades. Solo Brutus, el más fiel entre los fieles, ronroneaba encima de la espalda de Boris.
De puntillas, Julie fue a la cocina. Encendió el transistor. Muy bajito, justo para saber si por un milagro todo aquello iba a continuar.
«En contra de lo esperado, la tormenta de hielo que causa estragos desde hace dos días parece estar remitiendo. Centenares de equipos de Hydro-Québec trabajan sin descanso para restablecer la electricidad en el mayor número de hogares posible. Se espera que unos trescientos mil queden conectados a la red a lo largo de esta jornada.»
Murmuró entre dientes:
– ¡Típico de Hydro-Québec! Cuando los llamas, tardan en venir, y cuando no los llamas, vienen antes de tiempo.
Julie deseaba con todo su corazón que todas las casas de Quebec volvieran a tener luz y calefacción… ¡Excepto una! Nadie deja un empleo de quinientos dólares por noche para encontrarse otra vez, por la mañana, temiendo que alguien se vaya. En ese momento, Boris entró en la cocina.
– ¡Buenos días!
– Buenos días…
– Le pasa algo?
– No, no, nada…
– Sí, le pasa algo, ¡lo noto!
Cuando sus peces estaban bien, Boris estaba bien. En la tristeza y en el miedo, Julie lo había encontrado guapo. En la alegría, lo encontraba aún más guapo. La víspera, le había contado su llegada a Quebec, su corta carrera en el hockey junior. Se había puesto furiosa al saber que en su primer encuentro de prueba, después de marcar cuatro goles, tres de ellos en desventaja numérica, lo habían descartado. Julie sabía que Boris mentía. En Sex Paradisio había visto tríos de jugadores de hockey a montones. Al parecer relaja mucho ir a ver striptease después de un partido, sobre todo si se juega en la Liga Nacional. Enseguida había visto que Boris no tenía ni la garra, ni la mirada de halcón de los grandes campeones.
– Esta mañana he pensado que…
– Sí, Boris…
– Aquí hay electricidad, de acuerdo. Pero puede irse en cualquier momento…
– Todo puede irse en cualquier momento, cuánta razón tienes, Boris…
– Sujétese bien a mi brazo, por favor.
Para algunas mujeres, la galantería masculina no es más que una condescendencia hacia el género femenino. A Julie le gustaba la galantería porque tenía el trasero curtido de tantas palmadas y, sobre todo, porque había mucho hielo y resbalaba, la verdad. Desde que habían salido de casa, no soltaba el brazo de su caballero. Lo que la sorprendió fue la mirada de los hombres. En sus ojos, ya no leía…
– ¡A esta me la tiraba yo!
Sino…
– ¡Qué suerte tiene el cabrón!
Mientras caminaban, volvió a pensar en la noche anterior, una cena de lo más normal, como hacen las parejas de verdad. Ella había cocinado, él había lavado los platos y solo había hablado de hockey.
– Me fui de Rusia porque no tenía futuro. En la época del comunismo, los investigadores formaban parte de la elite del país. Les ofrecían buenas casas, buenos salarios, buenas condiciones de trabajo. Pero cuando la URSS se desintegró, todos estos privilegios desaparecieron. No debería decírselo, y no se lo diga usted a nadie, pero no todo era tan malo en el comunismo…
Julie le prometió no revelarlo a nadie. Pero ella no dijo que, por su parte, la caída del Muro y la desintegración del imperio soviético le habían venido bien. Por supuesto que estaba muy contenta de que millones de personas hubieran podido conocer la democracia. Pero a sus ojos lo más importante era que la obra de Gorbachov, al abrirse a la perestroika, había permitido que Boris saliera del país y se estableciera enfrente de su casa. Boris había hablado después del racionamiento, el pan de cada día del ruso medio de antes de 1990, que solo contaba con los almacenes del Estado, donde reinaba la penuria, para aprovisionarse.
– Era espantoso, inhumano… ¡Como en el Canada Dépôt!
Viendo a Boris tan triste, sumergido de nuevo en la miseria cotidiana comunista, Julie se decidió a proponer a su ruso que la acompañara al lugar exacto en el que había tenido que rendirse tan humillantemente.
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