Título original: Žuvys ir drakonai
© 2013 Undinė Radzevičiūtė. Todos los derechos reservados.
© 2019 Margarita Santos Cuesta por la traducción
© 2019 Etienne Ciquier por la ilustración de cubierta
© Agne Gintalaite por el retrato de la autora
© 2019 Fulgencio Pimentel por la presente edición
www.fulgenciopimentel.com
ISBN de la edición en papel: 978-84-17617-12-7
ISBN de la edición digital: 978-84-17617-40-0
Primera edición: abril de 2019
Editor: César Sánchez
Editores adjuntos: Joana Carro, Alberto Gª Marcos
Diseño de cubierta de Daniel Tudelilla, César Sánchez
Corrección: María Carro
Comunicación: Isabel Bellido
prensa@fulgenciopimentel.com
Índice
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La comisión duda de nuevo largo rato ante los caballos de Castiglione.
Algunos miembros de la comisión cierran primero un ojo, luego el otro.
Algunos sacan la punta de la lengua, como intentando lamer los caballos. De lejos.
Algunos adelantan el labio inferior; algunos entrecierran los ojos; algunos hinchan los carrillos, como si fueran eunucos sobre el escenario del teatro imperial.
Los miembros de la comisión opinan: las cabezas de los caballos son demasiado pequeñas y los tobillos, demasiado finos. Aclararles que son caballos ibéricos y que así tienen que ser no sirve de nada.
La comisión, al parecer, no solo duda de los caballos ibéricos, sino de la misma Iberia.
Está convencida: el único caballo que existe en el mundo es el mongol.
El caballo mongol salvaje.
Tímido, obstinado y un poco traicionero.
Tan traicionero como puede llegar a ser un caballo salvaje.
De patas cortas y con manchas marrones y blancas.
Como una vaca.
Y la cola del caballo tiene que ser blanca. Indispensable. Y es indispensable también que roce el suelo, dice la comisión; y la melena ha de cubrirle los ojos.
¿Para qué querrán unos caballos que no ven nada?
La comisión también dice: estos caballos no son de verdad; son tranquilos, y los caballos tranquilos no existen.
Volver a asegurarles que así es como son los caballos ibéricos no hace más que aumentar la desconfianza de la comisión.
No se fían ni de Iberia ni de los caballos ibéricos.
Ahora ya sin reservas.
Para los miembros de la comisión, esto es un engaño manifiesto y descarado que puede incluso ofender al emperador.
Claro que el quinto emperador no irá a ver los caballos en persona.
La comisión dice: el emperador tampoco tiene que ir a ver nada, porque esos caballos no tienen huesos.
Él intenta convencer a los expertos de que los huesos de los caballos no tienen ninguna importancia, y oye los gallos de su propia voz.
Sería mejor que el quinto emperador fuera a verlos él mismo, porque el padre Castiglione está empezando a desconfiar de sus caballos, de Iberia y de su misión en esta tierra.
La comisión expresa sus dudas sobre los huesos de los caballos en voz alta, luego en silencio, y después pasa a los huesos del paisaje.
Sobre los huesos del paisaje no tiene ninguna duda.
No están.
Los miembros de la comisión exigen que esos «huesos» se vean en el paisaje tanto como sea posible.
Y aseguran: lo mejor sería que el paisaje en torno a los caballos lo pinte un chino.
Tal vez Leng Mei o algún otro.
Chinos allí no faltan.
En momentos como este, el padre Castiglione deja de entender chino de repente y duda de lo que ocurra de ahí en adelante.
La comisión aún no se decide, como si se dijera: no solo es que no queramos confiarle al padre Castiglione los árboles que hay detrás de los caballos, sino tampoco los que hay delante.
Le piden que pinte solo un boceto de la perspectiva. Luego Leng Mei o algún otro pintará el paisaje con todos los árboles y sus «huesos».
Los chinos llaman «huesos» al contorno de las cosas, animales y personas.
Al contrario que los europeos, los chinos valoran más el contorno que el espacio.
Lo único que valoran más que el contorno es el vacío.
La comisión imperial de expertos en arte no necesita ningún tipo de perspectiva italiana.
Les basta con que descienda una neblina china.
De las montañas.
O con que se eleve del lago y cubra todos los errores de espacio del paisaje.
La perspectiva le importa al emperador.
Aunque no está claro por cuánto tiempo.
Además, sobre sus deseos de perspectiva el emperador solo informa a través de la comisión.
La comisión también dice al padre Castiglione: los árboles y los montes del paisajeno tienen que parecerse a los árboles y los montes de verdad que uno ve por ahí;
de qué le sirve al emperador la imagen de un árbol o de un monte concreto;
el árbol o el monte ha de contener todos los árboles
o montes que se hayan visto jamás;
pintar un árbol concreto es un trabajo artesanal;
si a algo ha de parecerse el paisaje es, en todo caso, a las obras de los antiguos maestros paisajísticos chinos.
La comisión recita la lista entera de exigencias en un aburrido unísono.
Castiglione comprende: los chinos quieren que el árbol no se parezca a un árbol.
Piensa: no hay nada más indigno e insignificante que pintar caballos, excepto pintar naturalezas muertas.
Un melón atravesado por un cuchillo junto a unas langostas.
Y limones.
Con su cáscara.
En espiral.
Lo mejor que se puede hacer con esas naturalezas muertas no es pintarlas, sino comerlas. Que las pinten los holandeses.
Castiglione escucha a la comisión con la cabeza un poco adelantada.
Castiglione hace esfuerzos para que no le venza la cabeza.
Ni hacia la izquierda, ni hacia la derecha.
Se esfuerza por mantener la vista baja y no mirar a la comisión a los ojos.
Solo en oblicuo.
Los miembros de la comisión hablan entre sí.
Castiglione se esfuerza por no torcer el gesto.
Ni arrugar la nariz.
Y conservar la calma interior.
Y no mostrar desánimo.
Pero poner buena cara sería mucho pedir, no acaba de salirle del todo.
Castiglione tiene ganas de bostezar, pero se esfuerza.
Por no bostezar.
Ni morderse el labio.
Recorre su taller dos veces de un lado a otro.
Comedido.
Con dignidad y solidez.
Castiglione lo hace todo siguiendo a rajatabla los preceptos de Ignacio de Loyola.
Dicen que antes de formular estas normas de comportamiento, Ignacio de Loyola reflexionó mucho.
Lloró, incluso.
Y en siete ocasiones dirigió sus oraciones a...
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