CLAUDIO GARCÍA
ILUSTRACIONES: SIMÓN SALAMIDA
García, Claudio
La lección de los peces / Claudio García. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-1881-1
1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos Infantiles. I. Título.
CDD A863.9282
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA
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Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
A mis hermanas, Laura y Vivi.
A Silvia Sánchez y Graciela Lago, por sus consejos.
“Compren chocolates al niño
a quien sucedí por error”.
–Fernando Pessoa
LA VEZ EN QUE MI GATO SALVÓ SU VIDA
Tenía un gato al que le gustaba pasar largas horas en el balcón, único lugar donde podía ver el cielo y sentir un poco de aire.
Vivía en un departamento donde no podía brindar un jardín con pasto, plantas y flores para que corriera pájaros y lauchas o se echara panza arriba al sol.
Los animales domésticos mantienen sus instintos, esos de cuando eran salvajes y estaban obligados a cazar para poder comer. No como ahora que dependen de la bolsa de alimento balanceado que les compramos en el supermercado y un poco de sobras de nuestra propia comida.
Mi gato tenía también sus instintos como cualquier otro. Y así acechaba en el balcón a los pájaros que por azar dejaban un rato de volar para pararse sobre la baranda de metal que protegía ese espacio de los dos pisos que separaban el departamento de la calle. Siempre pasaba lo mismo, los pájaros terminaban levantando vuelo cuando percibían que el felino peligrosamente se acercaba.
Imaginaba que nunca podría cazar alguno, porque un eventual salto para atrapar al pájaro con sus garras lo pondría en peligro de seguir de largo de los límites del balcón para estrellarse dos pisos más abajo.
Sin embargo, un día en que se encontraban dos pájaros piando en la baranda, pudo más el instinto y mi gato pegó un enorme salto para atrapar a sus presas. Como presumía, los pájaros, que también tienen sus instintos, levantaron rápidamente vuelo y entonces el felino siguió de largo y comenzó a caer con el destino ineludible de la muerte.
Pero pasó algo inesperado.
Los dos pájaros, que no siguieron su vuelo lejos del departamento, con la velocidad que les dan sus alas, cayeron en picada y aferraron al gato con sus picos y pequeñas garras, dos metros antes que mi mascota se estrellara.
No sin esfuerzo, lo levantaron hasta el segundo piso, dejándolo a salvo en el balcón. Desde entonces, a pesar de sus genes ancestrales, mi gato saluda a los pájaros con sus maullidos cada vez que los encuentra en la baranda del mirador y les hace compañía sin ninguna actitud amenazante.
Es su forma de decirles gracias por seguir todavía vivo.
Sergio y Tito eran amigos. Los dos tenían seis años, iban a la misma escuela y, como vivían en la misma cuadra, jugaban toda la tarde juntos.
Uno de los juegos era tirarse de espaldas en el pasto y observar el cielo. Trataban de descubrir el parecido de las formas que tomaban las nubes con objetos y animales que conocían. Así se asombraban de que verdaderamente sabían copiar muchas pero muchas cosas: árboles, pelotas de fútbol, perros, elefantes, sombreros, paraguas.
Creían que en cierta medida las nubes tenían la capacidad de ver lo que había en la tierra y entretenerse repitiendo las formas.
Con esa convicción, empezaron a sacar objetos de sus casas, y los alzaban al cielo esperando que las nubes se transformaran.
Así, sin que los padres se dieran cuenta, Sergio sacaba de la cocina una olla grande o Tito hacía lo propio con una guitarra y al mostrárselas las nubes tomaban esas formas.
Qué felicidad tenían esos amigos: ¡se comunicaban con las nubes!
Un día Tito y Sergio se pelearon. Uno le rompió un juguete al otro. Fue sin querer, pero exageraron la importancia del hecho y decidieron no ser más amigos.
Al día siguiente cada uno por su cuenta intentó comunicarse con sus amigas, las nubes. Sergio salió de su casa con un globo, pero por más que se lo mostraba a una de las nubes más grandes del cielo, no pasaba nada. Esa nube se quedaba quieta sin que Sergio pudiera identificar alguna forma conocida, mucho menos un globo.
Tito hizo lo propio, salió de su casa con una raqueta de tenis de su hermano y, aunque la agitaba ante una de las nubes, esta no se daba por enterada.
En un momento Sergio se encontraba agitando el globo en una de las veredas y, en la de enfrente, Tito hacía lo mismo con la raqueta. De pronto se miraron y se animaron a hablarse nuevamente.
—No pasa nada con las nubes —dijo Tito.
—A mí me pasa lo mismo —respondió Sergio.
Tito fue el primero en ceder y cruzó a la otra vereda.
—Por qué no probamos juntos —dijo.
Y así los dos aferraron la raqueta y se la mostraron a la nube más grande. Esta vez la nube respondió y rápidamente tomó esa forma parecida a una sartén.
Tito y Sergio se sonrieron y se dieron cuenta de que las nubes querían que fueran amigos.
Que eso era mucho más importante que crear formas en el cielo.
En un campo de la pampa vivía un caballo que se llamaba Rayo. Le habían puesto ese nombre porque era muy rápido. Rayo se sentía orgulloso de esa cualidad y estaba convencido de ser el animal más veloz del mundo.
Desde que nació solo conocía otros caballos, vacas, chanchos, patos y otros animales propios de una zona rural. Y ninguno era más rápido. Mucho menos las personas que, podrán ser muy inteligentes, pero jamás lo alcanzarían si se propusiera no dejarse agarrar.
Rayo nunca había visto un auto, una camioneta o alguno de esos aparatos que creó el hombre por celos de los caballos.
Un día llegaron muchos trabajadores al campo y con picos y palas tendieron las vías por donde pasaría un tren. Rayo se sintió asombrado de ver a los camiones que llegaban cargados con piedras y tirantes de hierro. Consideró al camión como otro animal que no conocía y en un primer momento sintió preocupación o temor de que pudiera correr más rápido que él. Pero luego fue recuperando la tranquilidad. Esas moles llegaban despacio y se iban despacio también. Cuando entraban al campo él corría a sus costados y se daba cuenta de que podía ser más veloz. No sabía en realidad que era al revés, que podían correr muy rápido, pero que, por el peso de la carga y los desniveles y pozos de la tierra del campo, circulaban con precaución.
A los pocos meses los trabajadores se fueron y Rayo se preguntaba para qué servía esa rara senda que habían hecho los hombres que cruzaba el campo y se perdía a uno y otro lado de las tierras vecinas.
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