Pierre Szalowski - El Frío Modifica La Trayectoria De Los Peces

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Algunas navidades son inolvidables… Las de 1998 en Quebec, no se le olvidarán a un niño que, entonces tenía once años.
Sus padres le anunciaron que iban a separarse. Nunca hubiese pensado que algo así podría sucederle a él. Al día siguiente empezó la peor tormenta de hielo que Quebec había conocido jamás.
En el hielo florecieron situaciones inesperadas. Las personas recordaron sentimientos que habían olvidado. La vida cotidiana se detuvo. Algunas cosas dejaron de ser como habían sido durante mucho tiempo. Aquella tormenta cambiaría para siempre la vida del niño, de su familia y de sus vecinos. Incluso los peces, de uno de ellos, modificaron su comportamiento. Finalmente, la tormenta pasó.
A veces, las situaciones inesperadas hacen que veamos todo diferente.
El frío modifica la trayectoria de los peces. La historia de una felicidad caída del cielo.

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Navidad es una vez al año, pero los pequeños hábitos nunca se olvidan. Me extrañó que mis padres no estuvieran juntos. Mi madre no estaba sentada en el brazo del sillón reservado a mi padre, sino en el sofá, más lejos. Eran dos.

Por mucho que ya tengas once años, el primer regalo que abres bajo el abeto es siempre el más grande. Supe de inmediato que esa caja de química había sido idea de mamá. Siempre me compra juguetes educativos. Para ella, un regalo tiene que ser útil. En el colegio voy un curso adelantado porque me enseñó a leer a los cuatro años. Era la estrella del parvulario. Ahora soy el pringado al que los demás le sacan la cabeza.

Me quedaban por abrir tres regalos de tamaño casi idéntico. En estos casos siempre abres el que pesa más. Mi padre me miró fijamente, demasiado cómplice de repente.

– Esta es la sorpresita de papá…

Hice como que no había visto la mirada feroz que mamá acababa de lanzarle. Rompí el papel de regalo y mis ojos se abrieron como platos. No podía creerlo. ¡Una cámara de vídeo! Me volví hacia mi padre. Solo conseguí murmurar.

– ¡Hala! Papá…

Se arrellanó en el sillón, satisfecho. Mi madre apretó las mandíbulas. No podía dejarla triste.

– ¡Gracias a ti también, mamá! Gracias a los dos… ¡Gracias, Papá Noel!

Ella sonrió, forzada. Sin duda la cámara de vídeo no había sido idea suya. Rápidamente abrí los otros dos regalos, una caja de Lego, otra idea de mamá para desarrollar mi buena motricidad. La tengo ya tan desarrollada que soy capaz de desmontar un reloj con guantes de hockey.

El último paquete era un radio-despertador con forma de balón de fútbol. Eso era de Julien, pues el año anterior le había dicho que ya estaba harto de regalos relacionados con el béisbol.

– ¡Pero si este albornoz de los Yankees te queda muy bien!

Me parece que le habría gustado tener un hijo. No digo dos, pero sí al menos uno. Comprar muñecas Barbie, siempre por partida doble, tiene que fastidiar al mejor de los padres. Así que se desahogaba conmigo.

– Un despertador es más práctico que un albornoz…

– No olvides nunca que lo importante es el detalle, no el regalo…

Me di cuenta de que mi madre en realidad no se dirigía a mí, sino a mi padre. Volví a la caja de la cámara de vídeo. Me senté en el suelo, de espaldas a ellos. Sabía que no estaban de acuerdo, pero con un juguete tan chulo en las manos, ese no era mi problema. Saqué el folleto de las instrucciones. Mis padres cuchicheaban. Hice ver que leía, pero lo oí todo. Adrede. No sabía que mi madre era capaz de soltar tacos.

– ¡Joder! ¡Una cámara de mil dólares! No irás a empezar otra vez con ese jueguecito, ¿no?

– Hace tiempo que quiere una y, además, ¿has visto qué notas ha traído?

– ¡Siempre trae buenas notas!

– ¿No dices siempre que hay que motivarlo?

– Si a los once años le compras una cámara, ¿cómo lo motivarás cuando tenga dieciséis? ¿Con un coche?

Mi madre se levantó y se fue de la habitación. Oírlos discutir porque mi regalo era muy caro hizo que lamentara no creer ya en Papá Noel. Sobre todo porque ese año ya había presenciado demasiadas discusiones. Casi siempre empezaban con la misma frase.

– ¿No tienes la sensación de que estás malgastando tu vida ahí tirado delante de la tele?

Me volví hacia mi padre. Me sonrió como si le costara esfuerzo. Luego se levantó despacio. No, muy despacio.

– ¡Ay! ¡La cabeza!

Fue al baño. Intentó abrir la puerta. Estaba cerrada con el pasador. ¡Pom, pom, pom!

– ¡Está ocupado!

Mi madre gritó tanto, que mi padre se llevó las manos a los oídos. Volvió y se deslizó en el sillón; todo su cuerpo se amoldó a él. Como un robot, cogió el mando a distancia. ¡Clic! Y el bla-bla-bla empezó en la televisión.

En el canal de las noticias eran las nueve y cincuenta y nueve.

Qué deprisa pasa la Navidad.

Domingo, 4 de enero de 1998

¡Solo son niños!

Solo tres bombillitas de una pequeñísima guirnalda parpadeaban en el diminuto abeto instalado en una mesa baja, al lado de dos vasos vacíos y una botella de vino que había pasado a mejor vida. En el sofá, dos gatos enroscados uno con otro dormían sobre una camisa amarilla hecha una bola, que aún tenía los botones de abajo abrochados. En el suelo, un pantalón de hombre enrollado como un tirabuzón; evidentemente, alguien se lo había quitado a toda prisa. En el respaldo del sofá, un vestido rojo, corto, cuidadosamente doblado.

Más lejos, la puerta de un dormitorio entreabierta. En la cama deshecha se vislumbraban dos cuerpos en pleno sueño. En el radio-despertador de la habitación eran las catorce horas.

– ¡Pss! ¡Pss! ¡Anda, ven!

En la cocina, frente a una pequeña trampilla abierta en la parte inferior de la puerta que daba al balcón, un gatito negro dudaba.

– ¡Minino! ¡Minino! ¡Minino!

El animalito dio un paso adelante y se asomó por la puertecita. Desde el balcón de la planta baja, una mano lo invitaba a acercarse haciendo rodar de derecha a izquierda, en la nieve, una pelotita roja.

– ¿Para quién es esta pelotita?

El gatito parecía preguntarse si sería para él. Se agazapó un instante. Tras pensarlo bien, decidió que por supuesto era para él. De repente saltó hacia la pelotita. Una mano lo cogió por el pescuezo. No, no era para él.

– ¡Miau!

En el sofá, sordos a los gritos de desesperación de su congénere secuestrado, ninguno de los dos gatos se movió. Las tres lucecitas del abeto seguían parpadeando. En la cama del dormitorio, uno de los dos cuerpos se separó del otro. El brazo de un hombre, musculoso, salió de las sábanas y colgó del borde de la cama. Al moverse golpeó la espalda de la mujer. Ella murmuró algo, luego volvió el silencio.

¡Ring! ¡Ring! ¡Ring!

El hombre se sobresaltó y se incorporó de un brinco. Miró alrededor. Presa del pánico, se giró hacia la puerta de entrada.

– ¡Julie! ¡Despierta!

– Estoy durmiendo…

– ¡Han llamado a la puerta!

– Lo habrás soñado… ¡Duérmete!

¡Ring! ¡Ring! ¡Ring!

El hombre, nervioso, corrió hacia su pantalón y se lo puso más rápido todavía de lo que se lo debía de haber quitado la noche anterior. Se inclinó sobre el sofá y tiró bruscamente de su camisa amarilla. Los dos gatos volaron un instante por los aires y volvieron a caer sobre sus patas. El hombre se puso la camisa y fue a zarandear a Julie.

– ¿Quién puede saber que estoy aquí?

Julie levantó la cabeza, apenas sorprendida.

– Nadie, aparte de mí, los gatos y tú…

El hombre, después de mirarla fijamente, se volvió, inquieto, hacia los dos gatos, que ronroneaban su inocencia. Después de hacer el amor un hombre suele ser más estúpido de lo que lo era antes. Julie apartó la sábana y se levantó. Su cuerpo era absolutamente perfecto. Se fue hacia el baño sin dedicar una mirada a ese que estaba metiéndose la camisa en el pantalón.

– Estás casado, ¿no?

El hombre puso cara de no oír nada y se concentró en la tarea de cerrarse la bragueta. Julie, vestida con una corta bata roja, imitación de seda, reapareció.

– Luc… Porque te llamas Luc, ¿no? Menudo caradura. Anoche eras soltero y follas conmigo, y por la mañana estás casado.

Julie, resignada, se ajustó la bata para taparse el pecho. Con un nudo rápido, apretó el fino cinturón para cerrar mejor la ligera prenda.

¡Ring! ¡Ring! ¡Ring!

– ¿Acaso tu mujer tiene permiso de armas?

Una vez más, el idiota pareció reflexionar. En el pasillo, Julie se subió a un par de zapatillas con tacón. Tan alta de repente, parecía aún más delgada, aún más bonita, aún más perfecta. Su andar revelaba que estaba acostumbrada a caminar desde las alturas. Sus nalgas ondulaban bajo la fina tela. El hombre, nervioso, se ocultó tras lo primero que encontró: un perchero. Siguió con los ojos el avance hacia la entrada de la mujer a la que había amado una noche, pero ya no le miraba el culo. Una vez en la puerta, Julie se puso bien derecha. Abrió sin miedo, sin nada que reprocharse.

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