Eduardo Mendoza - La Isla Inaudita

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En una Venecia insólita, a la vez cotidiana e irreal, el prófugo viajero se sustrae a las férreas y sórdidas leyes de su rutina barcelonesa para ingresar en un paréntesis que de provisional parece llamado a convertirse en indefinido: una vida regida quizá por otra lógica secreta, hecha de encuentros casuales, de sucesos imprevistos, de relatos y leyendas de tradición oral y mitos lacustres.
En el dédalo veneciano, la soltura narrativa de Mendoza y su siempre admirable desparpajo nos ofrecen, en pintoresca andadura agridulce, a un tiempo poética e irónica, una nueva y sorprendente finta de una de las trayectorias más brillantes de nuestra novelística de hoy.

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– Papá, he traído una persona a visitar la casa -dijo ella.

Fábregas le tendió una mano que el otro, antes de estrechar, estudió un rato atónito, como si aquel mínimo ritual le cogiera de nuevas. Luego repentinamente dio muestras de una cordialidad teñida de azoramiento.

– Disculpe que le reciba de este modo -balbuceó-, pero tenía que despachar unos asuntos apremiantes de preciso. Considérese en su casa. j

Fábregas, notando el acento peculiar de su interlocutor, recordó haber oído contar a María Clara que su padre era americano. Ahora este hombre debía de contar escasamente cincuenta años de edad. Era alto, fornido y de facciones toscas, lo que contrastaba a primera vista con su expresión pasmada y sus modales apocados.

– No quisiera interrumpir su trabajo ni ocasionarle ninguna molestia -dijo Fábregas.

– Por favor, no interprete mal mis palabras -dijo el otro precipitadamente-. Su presencia no me incomoda en absoluto. Sólo quería disculpar mi atuendo y el no haber acudido a recibirle en persona cuando me anunciaron su llegada. La verdad es que estoy muy ocupado esta mañana, muy ocupado.

Dicho esto volvió a su tarea: sacaba papeles del archivador y los ponía sobre la mesa; luego hacía lo opuesto con tanta energía y precisión de gestos como falta de discernimiento. A fuerza de verle repetir la operación, Fábregas creyó advertir que alguno de aquellos papeles viajaba varias veces de un mueble al otro sin que esta mudanza pareciera tener ninguna consecuencia. El padre de María Clara vestía un pijama gris, de un material parecido a la felpa, que se volvía elástico en las extremidades de las mangas y perneras a fin de sujetarse firmemente en las muñecas y tobillos. Lavados sucesivos o un error de origen habían hecho muy exiguo para su usuario el pijama, que ahora ponía brutalmente de manifiesto los glúteos y genitales de aquél. En los pies llevaba a modo de chancletas unas sandalias tijereteadas al buen tuntún.

– De modo -dijo sin aminorar el ritmo de su actividad- que está usted interesado en el palacio.

– Es un edificio notable -respondió Fábregas evasivamente.

– En efecto. Supongo que mi hija le habrá puesto en antecedentes.

– La verdad es que no -dijo Fábregas.

– ¡Y para esto le hemos pagado la mejor educación posible! -exclamó el padre de María Clara sin el menor enfado en su tono.

Ella intervino para decir que tal vez al visitante no le interesaran por el momento aquellos detalles, a lo que su padre respondió que a eso y no a otra cosa venían en masa los extranjeros a Venecia.

– ¿Qué opina usted? -preguntó ella dirigiéndose a Fábregas, que no supo muy bien cómo responder a esta pregunta, porque padre e hija habían sostenido toda la conversación en inglés y él, que sólo poseía conocimientos rudimentarios de este idioma, no estaba muy seguro de haber captado cabalmente el sentido de aquel diálogo.

– Por mí todo está bien -dijo; y sin que esta frase trivial ni las circunstancias en que había sido pronunciada lo justificaran, se sintió invadido por una gran paz, como si verdaderamente todo fuese armonioso y conveniente para él. Tal vez lo que me ocurre es que, después del atropello de anoche, estoy sintiendo el efecto de las aspirinas sobre mi organismo, pensó.

– Ofrece al menos algo de beber a nuestro huésped -dijo el padre-. Yo no puedo hacerle los honores de la casa mientras no acabe con este asunto endiablado. Represento -aclaró cambiando de idioma y de oyente, pero sin dejar por un momento el papeleo- a varias empresas multinacionales de perfumería masculina.

Fábregas miró de reojo a María Clara esperando que ella le indicara con un gesto o un guiño si debía tomar en serio o no lo que le decía aquel individuo que irradiaba un verdadero hedor, pero ni el rostro ni la actitud de ella le revelaron nada.

– Por ahora cubro el Véneto y la Lombardía, pero cuando me compre un ordenador personal, podré tocar también Suiza y Yugoslavia. De momento no doy abasto. Antes me ayudaba mi esposa; hasta que empezó a fallarle la salud, quiero decir. Y María Clara también me ayudaba, de cuando en cuando, hasta que decidió independizarse. Yo no se lo reprocho ni debe usted interpretar mis palabras en ese sentido -añadió dirigiendo a su hija una mirada cargada de ternura-. Yo a su edad ya me había ido de casa y me ganaba la vida como podía. Aún recuerdo el primer empleo que conseguí: portero de cine. Tenía que comprobar que las entradas que me daban correspondían a aquel cine, a aquella fecha y a aquella sesión y, al mismo tiempo, vigilar que nadie se colase. Por supuesto, siempre había espabilados que acababan colándose. Con esto tampoco quiero decir que una cosa, porque la haya hecho yo, sólo por esta razón, ya esté bien. No, al contrario: cuando recuerdo aquellos tiempos, mi vida me parece un cúmulo de idioteces: así lo exige la edad. ¿Qué le apetece beber?

– Un refresco cualquiera, si no es molestia -dijo él.

– Ninguna en absoluto. Mi hija se lo irá a buscar de mil amores. Iría yo, pero no puedo: esta mañana estoy muy ocupado. Pero le diré cómo ocuparemos el tiempo hasta que ella vuelva: yo le contaré todo lo concerniente a este palacio y usted lo oirá.

V

– Ha de saber usted -empezó diciendo el padre de María Clara cuando ésta los hubo dejado solos- que en este palacio, aunque no en la parte en que nos encontramos ahora, agregada posteriormente a aquél, muy distinta en estilo e intención y destinada, según colijo de la pintura que adorna este techo y otras similares, a cosas algo turbias o, en todo caso, non sanctas , por así decir, sino en la parte antigua, que le mostraré luego, se alojó en cierta ocasión Santa Marina, cuando una enfermedad la detuvo en Venecia -mientras hablaba había dejado el trasiego de papeles que, según propia confesión, le tenían tan ocupado, había rodeado la mesa y había ido a colocarse distraídamente junto a la ventana-. Esta santa, como usted sabe, había ingresado a consecuencia de un desengaño mundano en un convento de frailes disfrazada de hombre, caso en modo alguno único en aquella época. Mientras vivió, nadie descubrió la impostura, llegando incluso la santa a ser elegida prior del convento, cargo que desempeñó de manera ejemplar durante tres décadas. A su paso por Venecia, en misión propia del cargo que ostentaba, era ya de edad avanzada y gozaba de fama muy extendida de hombre sabio y virtuoso. Con objeto de disimular su condición femenina, llevaba una larga barba de estopa que sujetaba con alambres a las orejas. Al reír, cosa que hacía de continuo, pues era proverbial su buen talante frente a todo tipo de circunstancias, tanto adversas como favorables, la barba postiza se le subía a la frente y allí se quedaba, a modo de visera, revelando de este modo su rostro lampiño, hasta que ella misma la colocaba de nuevo en su lugar tironeando, todo lo cual, a decir verdad, no sorprendía a nadie en aquella época imbuida de fe y hecha a las maravillas y caprichos de sus santos. Posiblemente en relación con esta estancia de la santa en el palacio, a la sazón en posesión de la familia que lo erigió, y de la que le hablaré acto seguido, y del trato deferente que aquí debió de serle dispensado, cuando la santa murió, unos años más tarde, y sus restos fueron divididos, como era costumbre piadosa entonces, Su Santidad el Papa tuvo a bien enviar un hueso a dicha familia, con lo cual él palacio quedó, por así decir, legitimado a los ojos de la ciudad, o lo que es igual, de la Signoria . El palacio, cuando la santa lo honró con su presencia, contaba poco menos de un siglo de existencia. Lo había hecho edificar, casi al final de su azarosa vida, un navegante de origen francés o catalán, llamado en los documentos de su tiempo Ser Alberigo Pastoret, el cual… ¡Ah, qué bien, ya nos traen los refrescos!, -exclamó repentinamente al ver entrar en el gabinete a su hija con una bandeja en las manos. En aquella bandeja tintineaban cuatro copas llenas hasta el borde de un líquido opaco-. ¿Qué nos traes, hija?, ¿qué nos traes? -preguntó abandonando precipitadamente la ventana y corriendo a situarse de nuevo entre la mesa y el archivador-. ¡Ah, vinetto piccolo ! Delicioso. Delicioso y verdaderamente apropiado para esta hora del día. Pero, hija, si somos tres, ¿por qué has traído cuatro copas?

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