Eduardo Mendoza - La Isla Inaudita

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En una Venecia insólita, a la vez cotidiana e irreal, el prófugo viajero se sustrae a las férreas y sórdidas leyes de su rutina barcelonesa para ingresar en un paréntesis que de provisional parece llamado a convertirse en indefinido: una vida regida quizá por otra lógica secreta, hecha de encuentros casuales, de sucesos imprevistos, de relatos y leyendas de tradición oral y mitos lacustres.
En el dédalo veneciano, la soltura narrativa de Mendoza y su siempre admirable desparpajo nos ofrecen, en pintoresca andadura agridulce, a un tiempo poética e irónica, una nueva y sorprendente finta de una de las trayectorias más brillantes de nuestra novelística de hoy.

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– Pero ninguna violación -dijo el patriarca de Alejandría, que se sentaba a la derecha del cardenal Vida.

– Es cierto: ninguna violación -hubo de corroborar éste a fuer de sincero.

El que acababa de intervenir aprovechó la tesitura para proseguir la explicación desde un ángulo menos desfavorable a la facción que él mismo representaba. Sólo en parte vio cumplido su propósito, pues aun siendo el más joven de los cinco, un defecto en el habla o una dentadura postiza de deficiente factura hacían casi ininteligibles sus palabras. Con todo, Fábregas sacó esto en claro: que a un período de prosperidad y expansión monofisitas debido al apoyo decidido de la Emperatriz Eudoxia, viuda de Teodosio II, habían seguido años de persecución, especialmente bajo la férula de Justiniano, de triste memoria. Este Emperador impío, decidido a atajar la reforma de raíz, había concentrado sus ataques en los obispos monofisitas, a fin de que, desaparecidos éstos, no pudieran ser ordenados en el futuro nuevos sacerdotes de su misma tendencia. El plan, sin embargo, no había podido ser llevado a término en su totalidad gracias al valor, habilidad y tesón del obispo Jacobo Baradoeus o Baradai, el cual, huyendo de las asechanzas del Emperador, en el curso de sus continuos y trabajosos viajes, había ido ordenando sacerdotes y consagrando obispos. De este modo, lejos de quedar acéfala y sin pastor, la Iglesia monofisita se había extendido por Siria, Mesopotamia y el Kurdistán, donde perduraba todavía con el nombre de Iglesia Jacobita, en memoria de su propagador.

Esta breve exposición, hecha sin el menor asomo de agresividad, fue contestada de inmediato y con una virulencia inesperada por el patriarca de Jerusalén, lo que no dejó de sorprender a Fábregas, advertido lo cual y como quiera que en el calor de la discusión los dos contendientes no tardaron en revertir a la lengua griega, al parecer común a ambos, el cardenal Vida tuvo la amabilidad de aclararle a media voz que, en contra de lo que él pudiera haber supuesto, la Iglesia monofisita no presentaba en cuestiones de fe un frente unido, como hacía la Iglesia católica; antes bien, existían en su seno no pocos bandos y desacuerdos, algunos de los cuales databan de muchos siglos, siendo precisamente uno de los más encarnizados aquel que ahora enfrentaba a los dos teólogos, es decir, el de si el cuerpo de Cristo era corruptible o no. Quienes sostenían haber estado sujeto efectivamente el cuerpo de Cristo a la corrupción en el sepulcro eran llamados corruptícolas, phthartólatras o, por Severo de Antioquía, severianos, y sus oponentes, fantasiastas, aphthartodocetas o julianistas, por haber sido Julián de Halicarnaso su máximo valedor. Estos últimos, no sólo defendían que el cuerpo de Cristo era incorruptible, sino también impasible, como corresponde a la divinidad, lo que, a juicio de los otros, hacía de la Pasión una simulación o pantomima y, en último término, una befa. Por eso ahora discutían tan acaloradamente.

– Pero todas estas cosas -dijo Fábregas-, ¿no resultan un poco trasnochadas hoy en día?

– Oh -respondió el cardenal Vida-, nada de eso. En primer lugar, para aquel que cree en Dios, nada de cuanto le concierne es trivial ni pierde actualidad, por más qué el mundo cambie; en segundo lugar, de estas cuestiones, en apariencia especulativas, se derivan otras de enorme importancia práctica, como pueden ser, por citar sólo un ejemplo, los misterios relativos a la Santísima Virgen; en tercer lugar, y puesto que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, todo cuanto concierne a la naturaleza de Dios concierne a la del hombre, de la que aquélla es punto necesario y único de referencia, de tal modo que ser monofisita, nestoriano o católico implica tener del hombre y del mundo un concepto radicalmente distinto.

III

Al llegar a este punto Fábregas apenas si podía seguir los argumentos que le daba el cardenal. Por efecto del coñac se sentía despierto y ligero de cuerpo, pero incapaz de comprender lo que le decían o de fijar su atención en ninguna cosa: el tiempo y el espacio se le antojaban elásticos. Se daba cuenta de que no podía abandonar a quienes habían tenido la gentileza de admitirle en su círculo y hacerle partícipe de sus asuntos en forma súbita y sin mediar pretexto, pero por más que se devanaba los sesos no lograba dar con ninguno plausible. Finalmente masculló algo, se levantó con gran cuidado para no derribar la mesa ni cuanto había sobre ella y se dirigió al lavabo de caballeros. Allí se echó agua fría al rostro repetidas veces, hasta sentirse más sereno o, a lo sumo, más dispuesto a resolver su situación de un modo airoso. Les diré que estoy muy cansado, que mañana he de madrugar y, por añadidura, que me siento algo indispuesto, se iba diciendo. Sin embargo, al salir del lavabo y regresar al bar se encontró con un cuadro inesperado que trastocaba por completo sus intenciones. Ahora los dos prelados a quienes había dejado enzarzados en violenta discusión parecían haberse reconciliado o, cuando menos, haber abandonado momentáneamente su enfrentamiento para hacer causa común con los otros dos y atacar de consuno al cardenal Vida, cuyo rostro, al aproximarse, Fábregas vio cárdeno por la ira. Aunque abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua, de ella no salía ningún sonido articulado. En aquel punto, y para agravar las cosas, los cuatro prelados monofisitas se pusieron a volar sin dejar de sonreír beatíficamente. Aquello enardeció aún más al cardenal Vida: las venas de la frente y del cuello se le hincharon peligrosamente y el mentón le temblaba como si en realidad tiritase de frío. Fábregas temió que fuese a sufrir un síncope.

– Cálmese- le recomendó.

El prelado pareció calmarse un tanto al oír su voz.

– Siempre la misma sandez -dijo con voz trémula-. Cuando ya no tienen cómo contestar mis argumentos, recurren a este truco de feria para zaherirme. Pero no se deje impresionar: ahora mismo verá cómo arreglo yo el asunto en un santiamén. ¡Camarero -exclamó levantando la voz-, tráigame un sifón!

El camarero, que a todas luces no quería inmiscuirse en aquella disputa secular, dijo que se le habían acabado. El cardenal daba brincos tratando en vano de asir alguno de sus contendientes.

– ¡Dios os castigará, payasos! -les iba gritando. Uno de sus manotazos alcanzó por error a Fábregas en plena cara. Despertó súbitamente al sentirse abofeteado y comprendió al instante que acababa de soñar el vuelo de los monofisitas.

– Vaya, por fin resucita -oyó decir a su lado.

– ¿Es usted la que me ha pegado? -preguntó con voz apenas audible.

– Llevo diez minutos zarandeándole y dándole cachetes inútilmente -dijo ella.

– ¿Dónde estoy? -En su habitación.

Le bastó una ojeada para corroborar estas palabras. Sobre una butaca vio doblada pulcramente la ropa que recordaba haber llevado la víspera.

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó.

– Vine a buscarle esta mañana, como acostumbraba a hacer antes -respondió ella-, pero el conserje le estuvo llamando por el teléfono interior durante una hora sin obtener respuesta, hasta qué, sabiendo que no había abandonado usted el hotel y temiendo que le hubiese ocurrido algún percance, decidimos subir a comprobarlo. Él abrió con una llave maestra y yo, al ver en qué estado estaba, lo despaché.

– Pues habría preferido que me hubiera visto él y no usted en estas condiciones.

– ¿Qué le pasó?

– No tengo la menor idea, aunque supongo que debí de beber una copa de más. Ni siquiera sé quién me trajo aquí y me metió en la cama.

– Almas caritativas. ¿Se encuentra mal?, ¿quiere que llame a un médico?

– No, gracias. Me encuentro fatal, pero creo que puedo incorporarme y seguir viviendo sin ayuda. Me daré una ducha: eso me sentará bien. Si quiere, puede esperarme abajo.

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