Eduardo Mendoza - La Isla Inaudita
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En el dédalo veneciano, la soltura narrativa de Mendoza y su siempre admirable desparpajo nos ofrecen, en pintoresca andadura agridulce, a un tiempo poética e irónica, una nueva y sorprendente finta de una de las trayectorias más brillantes de nuestra novelística de hoy.
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– No -dijo ella-, me quedaré aquí para recogerle si se cae y se desnuca.
– No se ensañe con mi desvalimiento -masculló él mientras se dirigía al cuarto de baño envuelto en la sábana encimera. Allí se sumergió primero en un baño de agua tibia; luego se aplicó una ducha fría estoicamente. Por último se arrolló la toalla a la cintura, cruzó la habitación y entró en el vestidor. Ella aguardaba sentada en el brazo de la butaca.
– Yo no le tenía por tan aguerrido -le dijo al pasar.
– Es que he estado haciendo pesas últimamente -dijo él desde el vestidor.
– ¡Hum! -dijo ella.
Bajaron al hall y Fábregas le preguntó al conserje si todavía estaban a tiempo de desayunar, a lo que éste respondió que no: el restaurante estaba cerrado al público en ese momento y ya no abriría sus puertas hasta la hora de comer. En cambio, podían sentarse, si lo deseaban, en la terraza del hotel; allí funcionaba el servicio de bar ininterrumpidamente, les dijo.
Ocuparon una mesa junto a la balaustrada. Una sombrilla les protegía del sol, pero no de su reverberación en el agua del canal. Mirando a lo lejos se veía que la ciudad estaba cubierta de neblina. Fábregas pidió una botella de vino blanco muy frío al camarero que acudió a servirles.
– Tráigame también dos aspirinas -le dijo.
– ¿No debería comer algo sólido? -dijo ella cuando el camarero se hubo ido.
– Más tarde -dijo él-. Ahora no podría.
De vez en cuando pasaba una barca por el canal, rozando la balaustrada; entonces los ocupantes de la barca los observaban al pasar con curiosidad.
– Anoche tuve un encuentro curioso y luego un sueño de lo más raro -dijo él. De esta forma pensaba explicar las causas de su indisposición ante ella, pero advirtió de inmediato que ella no prestaba la menor atención a sus palabras. En el estado de embotamiento en que se encontraba las ideas muy simples se le representaban con mucha claridad. Desde que ha regresado de Roma no es la misma, pensó. Ahora mismo, con los ojos clavados en el vacío, parece lela, se dijo.
– ¿A dónde se proponía llevarme hoy? -preguntó al fin con objeto de sacarla de su abstracción.
– A un palacio veneciano -respondió ella apartando los ojos del aire y dirigiéndole aquella mirada enigmática que le producía tanto desconcierto-. ¿Se considera en condiciones de verlo?
– Si no se mueve, sí.
– No se ha movido en seis siglos.
– ¡Hum! -dijo él.
IV
Una góndola los dejó al pie de una escalera empinada, cubierta de un musgo afelpado que la hacía muy resbaladiza. Del muro lateral colgaba una argolla, roja de orín. Aquel lugar, situado en el recodo de un canal estrecho, siempre a cubierto de la luz del sol, tenía algo de lúgubre. Allí el agua tenía un color plomizo, irisado, y olía a una mezcla de moluscos muertos, pescado y brea. Cuando la góndola los dejó solos en la plataforma del embarcadero, Fábregas sintió un escalofrío recorrerle el espinazo.
– ¿Está segura de que nos abrirán la puerta? -preguntó. En realidad no creía que nadie habitara aquel caserón.
– Claro, ¡qué pregunta! -respondió ella golpeando repetidamente el aldabón.
A cada lado de la puerta había un coloso de piedra que sostenía un balconcito sobre los hombros. Las dos estatuas estaban muy sucias: tiznadas de hollín y pringadas por las palomas. La piedra presentaba porosidades y grietas; en algunas partes parecía que alguien hubiera descargado a corta distancia varios tiros de postas contra los colosos. A uno de ellos además se le había desprendido la nariz y varias esquirlas del mentón. Pese a todo, su aspecto seguía siendo más amenazador que suntuario.
– ¡Vaya tipos! -dijo.
– No me diga que le dan miedo -dijo ella.
– No se lo diré, pero me lo dan.
– ¡Qué absurdo!
– ¿Quién demonios vive en esta casa sombría?
– Yo.
– ¡Atiza! Esta sí que no me la esperaba -dijo Fábregas.
Una mujer rechoncha, de pelo blanco, vestida con una bata de percal que le llegaba a los tobillos, abrió la puerta. Al hacerlo la corriente de aire agitó los rizos de su cabellera.
– Esta mañana se fue usted sin desayunar -dijo apenas vio a María Clara-. Acabo de ver el té y las rosquillas en la mesa de la cocina.
Era una vieja sirvienta cuyo campo visual no rebasaba los límites de la casa y sus cuidados.
– Traigo un visitante -dijo María Clara señalando a Fábregas con la cabeza. La vieja sirvienta lo examinó con extrañeza, como si su presencia se le hubiera hecho patente al conjuro de las palabras de María Clara, pero no antes.
– ¿Lo saben sus padres? -preguntó visiblemente alarmada.
– No les he dicho nada. Avísales; nosotros esperaremos en el zaguán. No tardes.
El zaguán, de paredes desnudas y desconchadas, estaba techado por una claraboya a la que faltaban varios paneles; por aquellas aberturas se veía el cielo. En el ángulo que formaban la claraboya y las vigas dormían varios murciélagos con la cabeza enfundada en las alas. Aprovechando su letargo un ratón cruzó el zaguán a toda velocidad. María Clara parecía no enterarse de la presencia de aquellos animales o, si la percibía, estaba tan habituada a ella, al igual que a la de los dos colosos de la entrada, que no juzgaba dignas de comentario ni la una ni la otra. La sirvienta volvió y les dijo que si querían podían pasar.
– ¿Qué está haciendo papá? -preguntó ella.
– Está en el gabinete, con sus papeles -respondió la vieja sirvienta.
– ¿Vestido?
– Aún no.
– ¿Y mamá?
– Descansando en su habitación. No ha pasado buena noche. La he oído que llamaba al doctor Pimpom.
Se adentraron por una galería recta, larga, baja y estrecha que a trechos regulares era cortada por otras galerías transversales idénticas en apariencia a aquella por la que iban. Aquel sector del palacio parecía una guarida de tejón. En realidad, según le explicó ella, habían entrado en el palacio por la parte trasera y ahora caminaban hacia la parte llamada noble. Aquellas galerías, añadidas al cuerpo principal del edificio en el siglo XVIII, habían sido concebidas en aquella forma enredada e inquietante deliberadamente para disuadir a los extraños de su uso y facilitar a los habitantes del palacio fugas y encuentros, le explicó también. Ahora, sin embargo, aquella entrada tortuosa se había convertido en la práctica en el único acceso al palacio, puesto que la fachada principal amenazaba ruina y el vestíbulo había debido ser apuntalado por una trama de vigas y ristreles que lo hacían intransitable, dijo. Por lo demás, la parte llamada noble del palacio, de estilo gótico flamígero, resultaba fría y húmeda buena parte del año e incómoda en extremo siempre, por lo que la vida familiar transcurría enteramente en la parte nueva, la agregada a él en el siglo XVIII. Ahora el palacio precisaba de nuevo una modernización urgente, acabó diciendo.
Mientras hablaban habían desembocado en una cámara cuadrada, muy alta de techo, alumbrada por la luz cenital proveniente de otra claraboya semejante a la del zaguán, esta vez entera, a diferencia de aquélla, pero tan mugrienta que apenas daba paso a la claridad del día.
– ¿Dónde estamos? -preguntó Fábregas.
– En lo que se llama el salón de música -dijo ella.
Él buscó en vano algún instrumento musical que justificase aquella denominación, pero sólo vio unos pocos muebles sencillos y desproporcionadamente pequeños para las dimensiones de la cámara, arrimados de cualquier modo contra las paredes y casi invisibles en la oscuridad reinante. Pero ella, sin darle tiempo a pedir una aclaración o a manifestar su asombro, ya había llegado al extremo opuesto de la cámara, donde había golpeado una puerta suavemente con los nudillos y, habiendo oído, al parecer, una respuesta satisfactoria a su llamada, había abierto la puerta y, asomando la cabeza, anunciado de viva voz su presencia y la de un visitante. Luego se volvió a Fábregas, a quien conminó a entrar en lo que resultó ser otra pieza algo más reducida de tamaño que la llamada salón de música y mucho mejor iluminada que ésta por la luz que dejaban pasar unas ventanas rectangulares que se abrían sobre una plaza. De la plaza llegaban ahora voces de niños. Un reloj de péndulo dio la hora. Fábregas vio que el techo de la estancia formaba una bóveda suave y que allí una pintura algo quebrada y deslucida representaba una mujer desnuda recostada sobre un damasco que se desparramaba por el techo y la pared hasta acabar arrollado falsamente en el zócalo. Aquella tela escarlata, sobre la cual la anatomía pálida de la mujer desnuda parecía simbolizar una carnalidad estática y funeraria, no conseguía en ningún momento producir sensación de realidad. Pintados también sobre el fondo azul celeste de aquella bóveda, junto a la mujer desnuda, había dos angelitos o cupidos, uno de los cuales volcaba sobre la mujer una canasta de la que caían pétalos de flor, mientras el otro tañía un instrumento parecido a un laúd. Los dos angelitos fingían en su expresión una picardía madura que resultaba, por contraste, desencantada y procaz. Aquella estancia podía haber sido, tiempo atrás, la alcoba de una cortesana, pensó Fábregas. Ahora, sin embargo, la alcoba había sido transformada al parecer en un gabinete de trabajo: allí había un archivador metálico aparatoso, una máquina de escribir eléctrica montada sobre un carrito metálico y una mesa de despacho cubierta de papeles por completo. Un hombre trajinaba febrilmente papeles de la mesa al archivador y del archivador a la mesa. No parecía conceder, sin embargo, la menor atención a lo que hacía, como si en realidad su trabajo consistiera en realizar reiterativamente aquella operación, sin parar mientes en su contenido. Sólo cuando estuvieron a su lado y María Clara le dirigió la palabra interrumpió la faena para posar en los recién llegados una mirada aturdida.
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