Eduardo Mendoza - La Isla Inaudita
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En el dédalo veneciano, la soltura narrativa de Mendoza y su siempre admirable desparpajo nos ofrecen, en pintoresca andadura agridulce, a un tiempo poética e irónica, una nueva y sorprendente finta de una de las trayectorias más brillantes de nuestra novelística de hoy.
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¿Qué será de mí si ella no vuelve?, se decía.
Una tarde, por distraerse, se le ocurrió dar un paseo en góndola y, sin fijarse en lo que hacía, abstraído como solía ir, saltó dentro de una de las góndolas atracadas en el embarcadero del hotel. Cuando estuvo dentro advirtió que estaba rodeado de flores y que las flores estaban dispuestas de un modo anómalo.
– ¿Qué significa esto? -le preguntó al gondolero-, ¿Qué hacen aquí estas flores?
El gondolero le dijo que alguien le había encargado llevar aquellas flores a un velorio, pero que no lo había hecho antes porque esperaba que subiese a la góndola algún pasajero; de este modo, confesó, aprovechaba el viaje doblemente.
– Al fin y al cabo -agregó-, a los clientes lo mismo les da ir en una dirección que en otra. Lo que quieren es pasear en góndola por los canales, y eso es precisamente lo que vamos a hacer.
Antes de que Fábregas pudiera replicar, le refirió los muchos gastos a que debía hacer frente cada mes un trabajador con familia numerosa como él.
– A mí todo esto me trae sin cuidado -exclamó finalmente Fábregas-. Yo no quiero ir de paseo rodeado de coronas de muerto. Haga usted el favor de devolverme ahora mismo al embarcadero.
Pero el gondolero, sin dejar de lamentar su suerte, seguía remando con creciente celeridad: de sobras se veía que quería cumplir cuanto antes el encargo. En su indignación, Fábregas estuvo tentado de saltar al agua, pero vio que ésta era de color marrón y optó por resignarse a esta nueva humillación. Me está bien empleado por caer en esta estúpida tentación turística, se dijo.
II
Así transcurrían los días hasta que finalmente, por azar, se encontró de nuevo con ella.
– No me imaginaba que estuviese usted todavía en Ve-necia -se apresuró a decir ella antes de que él pudiera hacerle algún reproche. Luego, sin dejarle hablar, se abalanzó sobre él, como si se dispusiera a besarle efusivamente, pero de inmediato dio un respingo y retrocedió con un mohín de repugnancia.
– ¡Uf! -exclamó-, ¿a qué demonios huele usted?
En el gimnasio, del que acababa de salir cuando se produjo el reencuentro, había trabado conversación con un hampón que también lo frecuentaba y con quien había coincidido varias veces previamente en el vestuario. Mientras se peinaban, el hampón le había ofrecido en prueba de cordialidad su colonia, que desprendía un olor a espliego estomagante, y él se había servido de ella sin tasa por no parecer descortés. Ahora aquel perfume nauseabundo lo envolvía.
– No es nada -dijo secamente, decidido a no dar ni pedir explicaciones.
– Pensé llamarle a mi regreso -dijo ella-, pero supuse que sus obligaciones le habrían llevado de nuevo a Barcelona.
– No le habría costado nada verificar esta suposición llamando de todas formas al hotel.
– En efecto, y me disponía a hacerlo así esta misma noche. En realidad, volví de Roma ayer -dijo ella.
– Yo, en cambio, no me he movido de aquí.
– ¿Y sus negocios?
– Los dirijo telefónicamente -mintió. En realidad era Riverola el que ahora, con su asentimiento tácito, dirigía la empresa con prudencia, sin imaginación. De este modo había podido ser evitada una acción judicial por parte de los acreedores, quienes, viendo la empresa en manos juiciosas, se habían avenido a postergar sus demandas. Esto, naturalmente, Fábregas se abstuvo de contárselo. Guardaba un silencio taciturno que no encerraba, sin embargo, sombra de animadversión. En realidad actuaba únicamente con cautela, temeroso de dar rienda suelta a una alegría que ella podía pulverizar fácilmente en cualquier momento con una sola frase. De este modo llegaron a la puerta del hotel. Allí se acrecentó su miedo. En una ocasión había leído un artículo sobre ciertos reptiles antediluvianos que extraían toda su energía de la luz del sol y se mineralizaban al llegar la noche; ahora tenía la sensación de que sólo la presencia de ella le mantenía con vida. Cuando ella se vaya, pensó, me convertiré en una estatua apestosa. Ella le tendió la mano.
– Aún no le he preguntado cómo le fue en Roma -dijo él tontamente.
– No lo haga -dijo ella con una expresión que a él se le antojó desdeñosa.
La vio alejarse caminando a buen paso, como si ya al encontrarle hubiera llevado prisa y el acompañarle hasta la puerta del hotel hubiera supuesto para ella un rodeo y un contratiempo. Ahora, al menos, ya sé a qué atenerme, pensó; quizás haya sido mejor así. Pero mientras pronunciaba estas frases en su fuero interno, la cabeza le daba vueltas y se ahogaba como si el aire hubiera sido succionado a su alrededor o como si sus propios pulmones desacataran su voluntad de respirar. Intentó seguirla, pero ya era tarde: pronto comprendió que nunca la encontraría entre aquel gentío. Incapaz de permanecer en la calle, pero incapaz también de encerrarse a solas con sus pensamientos, decidió pasar un rato en el bar del hotel.
Hasta entonces no había visitado nunca aquel bar. Los bares de los hoteles siempre le habían parecido lugares desangelados y deprimentes. Aquel en el que ahora entraba era ambas cosas, y polvoriento por añadidura. De las escasas mesas con que contaba sólo una de ellas estaba ocupaba entonces por cinco hombres que conversaban en voz baja. Fábregas ocupó una mesa contigua a aquélla y pidió una copa de coñac. En un extremo del bar había un pequeño estrado de madera y sobre él un piano de media cola al que nadie se sentaba por el momento. Sólo rompían el silencio del local el murmullo de la conversación de los cinco hombres y el susurro esporádico de las zapatillas del camarero, un hombre enjuto y corcovado, muy desaliñado en el vestir y sumamente áspero de trato, más parecido en todo a un sacristán que a un camarero. Fábregas no tardó en percatarse de que los cinco hombres de la mesa contigua hablaban en francés, aunque resultaba evidente que ésta no era la lengua materna de ninguno de ellos. Este hecho trivial despertó su curiosidad, la cual, espoleada por los retazos de conversación que conseguía entender y las copas de coñac que iba consumiendo, le indujo a levantarse, acercarse a la mesa que ocupaban los cinco hombres y preguntarles educadamente pero sin ambages quiénes eran y qué asunto se traían entre manos. Los cinco hombres le respondieron con afabilidad que lo que discutían en aquel momento era algo tan complicado y antiguo que la mera mención de lo esencial les llevaría mucho tiempo.
– Tiempo es lo único que me sobra -dijo él.
– No basta. Le serán precisos interés y paciencia también -dijo uno de aquellos hombres.
Entonces se dio cuenta de que los cinco hombres eran muy viejos y de que cada uno de ellos pertenecía a una raza diferente.
– Ante todo -empezó diciendo uno de ellos-, hemos de rogarle que guarde absoluto secreto sobre lo que le vamos a contar, ya que, por muchas razones, que usted mismo apreciará, conviene que nuestra presencia aquí no sea conocida de nadie.
Fábregas hizo repetidas protestas de discreción y el mismo individuo que le había encarecido silencio le reveló ser en realidad el cardenal Vida, enviado especial de Su Santidad el Papa y representante, por ende, de la Iglesia de Roma en aquel encuentro. Los otros cuatro individuos representaban a la iglesia jacobita, a la iglesia armenia, a la iglesia malabar y al catolicado de Echmiadzin respectivamente. No era aquélla la primera vez que se reunían, aclaró el cardenal; en realidad, se habían venido celebrando reuniones como la presente, siempre en el más riguroso incógnito y con carácter preliminar, desde que el concilio Vaticano II había puesto de manifiesto la necesidad de buscar un acercamiento entre las iglesias. A partir de entonces, siguió diciendo el cardenal Vida, él se había estado reuniendo periódicamente con aquellos cuatro miembros de la iglesia monofisita, sin que por el momento sus contactos y negociaciones hubieran dado ningún fruto, explicó el cardenal con un deje de resignación en la voz. Había ocasiones en que los representantes de las distintas facciones creían haber llegado a un principio de entendimiento, ocasiones en que todos ellos creían discernir vagamente la fórmula que, andando el tiempo, había de permitirles limar diferencias y aproximar posiciones; pero luego todo aquello quedaba en nada, añadió con pesadumbre. Siempre se llegaba a un punto en el que se hacía patente el núcleo irreductible de su desavenencia. Entonces, de común acuerdo, postergaban las negociaciones sine die. No pasaban muchos meses, sin embargo, sin que uno de ellos, después de haber reflexionado sobre la cuestión y creyendo haber dado con una nueva fórmula viable, convocara a los otros y la plática suspendida se reanudara allí donde la habían dejado. De este modo llevaban veinte años, mucho tiempo para las esperanzas de concordia que el Sumo Pontífice y la cristiandad entera habían abrigado en su día, pero una minucia en comparación con los quince siglos que llevaba en vigor la controversia, nacida casi por error, sin malicia de nadie, en la primera mitad del siglo quinto. En efecto, dijo el cardenal Vida, habiendo negado Nestorio la unidad personal de Cristo, cayeron quienes impugnaban esta herejía en la contraria, esto es, en la de negar haber en Cristo dos naturalezas realmente distintas: una divina y otra humana. El error encontró pronto un defensor acérrimo en Eutiques, archimandrita de un monasterio próximo a Constantinopla, y aquél, a su vez, en su ahijado, el eunuco Crisafio, que poco antes había accedido al poder por dudosos medios. En el sínodo celebrado en dicha ciudad el año 448, el patriarca Flaviano condenó y depuso a Eutiques, tras lo cual, y con el propósito de hacer extensiva su condena a todo el mundo cristiano, marchó a Roma. Eutiques, sin embargo, se le había adelantado: cuando Flaviano consiguió hacerse oír del Papa León el Magno, Eutiques ya se había granjeado el apoyo del Emperador Teodosio II. A esto siguieron concilios y cartas dogmáticas, pero la semilla de la discordia ya había echado para entonces raíces profundas. La cuestión no hizo más que complicarse cuando tomó cartas en ella el Emperador de Bizancio. Éste, que por una parte experimentaba la repugnancia lógica de todo príncipe cristiano hacia una idea disolvente, no podía dejar de sentirse atraído, al mismo tiempo, por una forma de religión autóctona que a la corta o a la larga había de llevar al Imperio Bizantino a la escisión de Roma, liberándolo del último vínculo que todavía lo unía a la antigua metrópoli: la obediencia al Papa. Pero los Emperadores ignoraban que al aliarse con los herejes estaban introduciendo en su propia casa el espíritu de Satanás. Pronto el monofisismo se convirtió en elemento indisociable de los frecuentes y sangrientos golpes de palacio, cuando no en su única razón de ser. Era común que un Emperador abrazara públicamente la herejía y pusiera todos los medios del Estado al servicio de su difusión y que su inmediato sucesor utilizara aquellos mismos medios para erradicarla y acabar con quienes, alentados por el trono, habían estado ejerciendo una intensa labor de apostolado. Hubo muchas muertes.
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