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Ángeles Caso: Contra El Viento

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Ángeles Caso Contra El Viento

Contra El Viento: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta 2009. La niña São, nacida para trabajar, como todas en su aldea, decide construirse una vida mejor en Europa. Tras aprender a levantarse una y otra vez encontrará una amistad nueva con una mujer española que se ahoga en sus inseguridades. São le devolverá las ganas de vivir y juntas construirán un vínculo indestructible, que las hará fuertes. Conmovedora historia de amistad entre dos mujeres que viven en mundos opuestos narrada con la belleza de la realidad. Una novela llena de sensibilidad para lectores ávidos de aventura y emoción. Ángeles Caso vuelve a cautivar con una historia imprescindible para leer y compartir.

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– ¿Tú tienes familia?

– Ocho hijos. Y te aseguro que hacen mucho ruido. ¡Te gustarían!

– ¿Y hombre no tienes?

– El último se fue hace meses.

– ¿Quieres que me quede contigo? Dejaré la pesca y trabajaré en el campo y os cuidaré a ti y a los niños.

Jovita se imaginó a aquel hombre en su vida, acostarse con él por las noches, y disponer de sus brazos fuertes para la huerta y para arreglar la casa, y aquella idea iluminó de pronto un futuro que últimamente le había empezado a parecer más bien sombrío, con tanto trabajo y tan poco placer. Pero no sabía quién era, debía tener cuidado. Quizá la estaba engañando y trataba de seducirla para luego maltratarla, como los otros.

– ¡Si no te conozco…!

– Sí me conoces. No hay nada más que conocer. No bebo ni pego a las mujeres. Soy buen trabajador y gasto poco. Eso es todo.

– ¿Y yo te gusto?

– Mucho. Desde que te vi la primera vez. Me gustan tus caderas, y la hendidura que se te forma debajo del cuello, y la manera firme y descarada que tienes de tratar a los pescadores, como si supieras muy bien lo que te traes entre manos…

Jovita se rió: aquel hombre la había entendido con sólo mirarla, y parecía que la aceptaba tal como era. Decidió arriesgarse:

– Está bien. Ven en cuanto puedas dejar el trabajo. Lo intentaremos. Y ahora da la vuelta. No quiero que mis hijos te vean antes de que les hable de ti.

Así había llegado Sócrates. Y, con él, la mejor época de su vida. Años teniendo un hombre bueno y fácil para ella sola. Como un milagro. Incluso había podido dejar de trabajar. Aquel penoso esfuerzo con las frutas y los peces había desaparecido de su existencia, igual que desaparece la lluvia de la superficie de la tierra cuando el sol se pone a brillar. Era Sócrates el que se había hecho cargo de la tarea y se ocupaba, además, de la huerta, que multiplicó su rendimiento. Él había sido su sol.

Cuando apareció muerto, ya estaba demasiado vieja para volver a retomar el camino a Carvoeiros con todo aquel peso encima de la cabeza. Los hijos mayores se habían ido a Portugal o a Italia, y le mandaban dinero, el suficiente para sobrevivir. Decidió quedarse a la puerta de casa fumando su pipa y viendo crecer las judías y los tomates. Y fue Carlina quien la sustituyó en la tienda ambulante.

Carlina tenía por entonces unos veinte años y un niño muy pequeño. El padre se había marchado a Europa dejándolos a los dos en aquella aldea en la que acababan de instalarse y donde no tenían ninguna familia. Al principio llegaron un par de cartas y algo de dinero.

Y luego nada. Pasaban los meses y no se sabía si estaba vivo o muerto, hasta que alguien que fue a pasar unas vacaciones en la zona contó que lo había visto allá en Milán, que trabajaba en una fábrica y que se había juntado con otra mujer. Carlina no lo echó de menos, aunque lo maldijo por haberla abandonado con una criatura y deseó que todos sus hijos, el que ya tenía y los que pudiera tener en el futuro, le volviesen la espalda. Que se viera solo cuando fuera viejo. Que se muriese solo y pobre, eso era lo que se merecía.

Por suerte para ella, fue en ese momento cuando a Sócrates le dio su silencioso ataque al corazón, o lo que quiera que fuese que se lo llevó en una sola noche. Alguien tenía que ocuparse de traer los pescados a la aldea y bajar a la costa los productos de las huertas, así que decidió dedicarse ella al asunto. Cargó la cesta encima de su cabeza y se acostumbró, como Jovita antes, a recorrer cada día los doce kilómetros de ida y vuelta entre rocas oscuras y tierras rojas, sin un solo árbol que la protegiera del sol o de los aguaceros, con el mar allá abajo, brillante como un objeto de plata, cada vez más grande a medida que se acercaba a él, más vivo y ruidoso.

Igual que a Jovita, le gustaba el bullicio de la plaza, el trajín de las mujeres que iban y venían mirando, charlando y comprando, la competencia con las otras vendedoras, con las que se peleaba a voces y, en alguna ocasión -cuando una de ellas atravesaba un mal momento y bajaba demasiado los precios-, también físicamente, aunque aquellas peleas nunca llegasen más allá de algunos tirones de pelo y un par de patadas rápidas, enseguida interrumpidas por el gentío, que se lanzaba a separar a las combatientes y mantenerlas alejadas hasta que, a fuerza de gritar, los humos se apaciguaban. La verdulera que unos minutos antes ofrecía sus productos demasiado baratos terminaba por subirlos un poco, y las otras menguaban otro poco la oferta de los suyos, y las cosas volvían a la normalidad, voces pregonando, mujeres revoloteando por todas partes con sus vestidos como alegres manchas de colores danzarinas, niños que jugaban y correteaban de un lado a otro. Y los pocos hombres que se atrevían a atravesar la plaza, casi siempre azorados ante aquel poder femenino que parecía haber acaparado el espacio por unas horas, que los rechazaba y los alejaba de su mundo de risas y parloteos y bebés que mamaban enganchados a los pechos fértiles, de aquella exhibición de olores y sabores que luego se mezclarían paciente y mágicamente en los pucheros, en el rito cotidiano del fuego del que ellas eran las sacerdotisas.

Heraclio tan sólo tenía siete meses cuando ella comenzó a trabajar. Se lo llevaba sujeto con un gran pañuelo a su espalda, tranquilo, acunado por el bamboleo de su madre durante el largo trayecto. Pero de semana en semana, se iba convirtiendo en un peso enorme. Y en cuanto empezó a caminar, fue un verdadero problema. Era un niño revoltoso y aventurero, que no se asustaba ante nada. Durante buena parte del camino no paraba de dar patadas y agitar los brazos y lloriquear, empeñado en andar por sí mismo, hasta que se quedaba dormido. Pero apenas llegaban a las primeras casas del pueblo, ya se despertaba, como si incluso en sueños estuviera vigilando el trayecto. En la plaza no le quedaba otro remedio que soltarlo, y él correteaba de un lado a otro, persiguiendo a los niños mayores, que solían acabar empujándolo y dejándolo luego solo, o se sentaba en el suelo a jugar con otros críos de su edad, a los que tiraba piedras y mordía, hasta que las madres tenían que separarlos por un rato. A Carlina aquel ajetreo le complicaba mucho el trabajo. Tenía que estar todo el tiempo pendiente de él, y a veces perdía a alguna clienta mientras lo atendía. Sin embargo, no quería dejarlo en la aldea. Algunas vecinas le habían propuesto cuidar de él a cambio de unas raciones de pescado. Pero ella se resistía. A pesar de todas las molestias, le gustaba notarlo cerca, oír sus palabras torpes, darse cuenta de cómo iba durmiéndose a su espalda, dejando que el sueño se tragara su rabieta. Le parecía que, mientras estuvieran juntos, ambos estaban seguros. Era como si cada uno de ellos protegiese al otro. Tenía miedo de dejarlo solo y que entonces le ocurriera algo malo. A veces, de vuelta en casa, lo miraba mientras dormía, y le entraba una angustia que no tenía nombre pero que le cerraba por unos instantes la boca del estómago. Como si pudiera oír las voces de los espíritus que susurraban ya al oído del crío, llamándolo.

La catástrofe sucedió un domingo, mientras todos los vecinos estaban en misa en la ermita del Monte Pelado. El cura canturreaba en un idioma desconocido, mezcla de latín y criollo, y ellos contestaban de la misma manera. Las moscas zumbaban por toda la iglesia y se acercaban con ganas a la nariz de san Antonio, al que le daba el sol en plena cara. Por detrás de los cánticos y los rezos, se oían las voces de los niños pequeños, los que aún no habían tomado la comunión, que siempre se quedaban fuera, vigilados por una de las niñas de más edad, a la que se eximía de la obligación de asistir a la misa. Las madres se dieron cuenta de que en el Padrenuestro se les dejó de oír. Debían de haberse alejado en busca de aventuras. Algunas de ellas, las que tenían los hijos más revoltosos, se sintieron intranquilas. Pero no se atrevían a salir, pues el padre Virgilio se enfadaba mucho si alguien abandonaba la liturgia por la razón que fuese.

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