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Ángeles Caso: Contra El Viento

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Ángeles Caso Contra El Viento

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Premio Planeta 2009. La niña São, nacida para trabajar, como todas en su aldea, decide construirse una vida mejor en Europa. Tras aprender a levantarse una y otra vez encontrará una amistad nueva con una mujer española que se ahoga en sus inseguridades. São le devolverá las ganas de vivir y juntas construirán un vínculo indestructible, que las hará fuertes. Conmovedora historia de amistad entre dos mujeres que viven en mundos opuestos narrada con la belleza de la realidad. Una novela llena de sensibilidad para lectores ávidos de aventura y emoción. Ángeles Caso vuelve a cautivar con una historia imprescindible para leer y compartir.

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Jovita se la llevó hasta la cama, envuelta en una vieja sábana limpia. Se la colocó encima, y le apartó el vestido para que su pecho quedara al aire. La niña pareció comprender lo que debía hacer. Cabeceó con fuerza mientras abría y cerraba la boca y pronto, empujada por las grandes manos de la vieja, agarró el pezón con sus labios y comenzó a chupar enérgicamente. Sus ojos estaban abiertos, grandes, pesados, y su mirada parecía detenida con exactitud en la mirada entristecida de su madre, que giró la cabeza hacia la pared para no verla.

Jovita se sentó al borde del camastro.

– ¡Dios mío! -exclamó-. Esta criatura no es normal. Va a ser una mujer muy valiente. Muy valiente.

Una niña valiente

São se crió en la aldea. Carlina sólo la llevó con ella a Carvoeiros mientras le dio de mamar, hasta que cumplió los seis meses. Era una niña tranquila como una persona adulta, que apenas se movía, aguardaba pacientemente el momento de alimentarse y, cuando estaba despierta, parecía contemplarlo todo con un enorme interés, igual que si realmente estuviera fijándose en el comportamiento ajeno y tratase de entenderlo, fingiendo hacia él una muda indiferencia. A pesar de todo, a su madre la molestaba. Sentía que llevaba un peso enorme a sus espaldas, que acarreaba un mundo entero, con sus guerras y sus sosiegos, algo ajeno a ella misma y de lo que no quería ser responsable.

En cuanto le pareció que estaba lo suficientemente fuerte y sana, escribió a una de las hijas de Jovita que vivía en Portugal, metió en el sobre un par de billetes y le pidió que le mandase un biberón. Cuando llegó, acostumbró sin problemas a la cría a tomar leche de cabra rebajada en agua. Entonces habló con la vieja:

– Necesito que se quede con São mientras yo trabajo. No puedo andar cargando con ella todo el día. Usted sabe lo que es eso, que ha tenido muchos hijos. Cada día que pasa me duele más la espalda. Y, en cuanto empiece a caminar, me volverá loca. Tendré que perseguirla por todas partes y no podré atender a las clientas. Si me la cuida, le daré pescado gratis todos los días.

A Jovita le pareció que era una buena propuesta: así podría guardar el dinero que le enviaban de Europa para cuando llegasen de nuevo los malos tiempos, que estaba segura de que llegarían. Vendría la sequía y agostaría las huertas. O el harmatão, el viento que sopla a veces desde África, caería furibundo y ardiente sobre la aldea y depositaría su carga letal de arena en los sembrados y los frutales, arrasándolo todo. Sus hijos se casarían con mujeres despiadadas que les prohibirían seguir ayudando a la madre olvidada ya para siempre en aquel rincón del océano. Y las hijas serían abandonadas por sus maridos y tendrían que pagar los estudios de los niños y las consultas con los médicos si se les ponían enfermos, y no les sobraría ni un céntimo. Debía ahorrar para cuando estuviese sola y vieja, le dolieran los huesos y necesitase medicinas, porque para entonces nadie se acordaría de ella.

Además, le gustaba aquella niña, con su independencia y su tranquilidad, y no le importaba cuidarla. Pero intentó sacar todo el provecho posible, así que fingió rechazar la propuesta:

– No puedo. Ya no estoy yo para estar pendiente de una cría tan pequeña. Soy demasiado vieja, me agoto enseguida. Tu hija se va a poner a caminar dentro de unos meses, y acabará conmigo. ¿Tú me imaginas persiguiéndola por la aldea…? ¡Ya no tengo edad!

Carlina la miró atentamente, mientras reflexionaba. Debía de tener unos sesenta años. Estaba gorda, de tantas horas como se pasaba sentada, sin apenas moverse. Pero gozaba de una salud extraordinaria -nadie recordaba haberla visto nunca enferma- y seguía teniendo una mirada aguda, llena de energía y de firmeza. Había criado bien a sus hijos, y la antigua simpatía por el alcohol y los hombres parecía haber desaparecido con la edad. Le parecía que, de todas las mujeres de la aldea que podían hacerse cargo de la niña, ella era la más adecuada. Se dio cuenta de que tenía que negociar y aumentar su oferta, aunque eso significase para ella una pérdida importante:

– Mil escudos a la semana y el pescado.

Jovita fingió reflexionar mientras observaba las huertas al otro lado del camino. Una bandada de pájaros pequeños, amarillos y gritones, trataba de acercarse a picotear las guayabas, que colgaban ya, con su delicada piel rosácea, de los arbolillos brillantes, y luego, al encontrarse con el espantapájaros, revoloteaban asustados hacia el monte, para regresar a los pocos minutos. Le dieron ganas de echarse a reír: también ella había logrado asustar a Carlina y cogerla después en su trampa. Mil escudos a la semana más el pescado estaba bien. Sería un buen ahorro para el futuro. Y, mientras tanto, se entretendría cuidando de São y haciéndole pequeñas trenzas en el pelo, preparándola para las amarguras del futuro. Sí, aceptaría el trato.

Así fue como São se quedó con Jovita. Por mucho tiempo. Porque cuando Carlina conoció a un hombre que vivía en Italia y la convenció para casarse e irse con él a Europa, las dos mujeres estuvieron de acuerdo en que era mejor dejar allí a la niña, que ya había cumplido los seis años.

Había toda clase de razones para no llevarla: en Italia los inviernos eran muy fríos. São debería incorporarse a la escuela nada más llegar sin hablar ni una palabra de aquel idioma endemoniado. Y, sobre todo, en cuanto su madre encontrase trabajo, no tendría con quién dejarla. Carlina esgrimió esos motivos ante los demás como si estuviera exhibiendo una tela preciosa, algo cuyo valor nadie podría discutirle. No estaba triste: al fin y al cabo, no sentía gran cosa hacia aquella niña a la que se había limitado a cuidar mecánica y fríamente por las noches, sin desbordarse de ternura, sin ligarse a ella por los feroces lazos de dependencia que la habían unido a Heraclio. En el fondo, pensaba, la vida había sido generosa con ella después de la muerte de su hijo, y, al impedirle querer a São, la había librado del dolor de la separación. Ella había visto cómo otras madres que se iban al extranjero y tenían que dejar a sus niños en casa sufrían y languidecían en la lejanía, sintiéndose para colmo culpables del abandono. Eran mujeres mutiladas, seres desdichados sometidos a una injusta tortura. Madres rotas por la ausencia que, allá lejos, en los países a los que llegaban, cuidaban de los hijos de otras mujeres, los lavaban y los peinaban, les preparaban la comida, los cogían firmemente de la mano por la calle, les cantaban canciones, los arropaban en sus camas, jugaban con ellos, los besuqueaban y los regañaban cuando era preciso. Y lo hacían sabiendo que entre ellas y aquellas criaturas se establecía un cariño tan profundo como vacilante, una superficie pantanosa de afectos que desaparecería cualquier día abruptamente, cuando fuesen expulsadas de la casa o encontraran un trabajo mejor. Y bajo esa agua tan cálida bullía aquella capa turbia de pesadumbre, la ruptura segura en el futuro, y también todo lo que habían dejado atrás, sus propios hijos a los que no podían atender, que se educaban guiados por manos ajenas, a menudo indiferentes o incluso hostiles y, otras veces, demasiado condescendientes. Definitivamente, ella era afortunada.

La única persona que no estaba de acuerdo con la propuesta era la propia São. Y no porque no quisiera separarse de su madre. Su cariño hacia ella era ligero y alegre, como una lluvia menuda de primavera, y en él no cabía ningún drama, ni siquiera el de la separación. Tampoco era porque no deseara quedarse con Jovita: se había acostumbrado a la rudeza de aquella mujer egoísta y brusca, igual que se había acostumbrado a la frialdad de su madre, y aún no tenía edad de preguntarse si había otras maneras diferentes de querer a una niña, otros gestos posibles que tuvieran que ver con la dulzura, inexistente todavía en su concepción de la vida.

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