Ángeles Caso - Contra El Viento

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Premio Planeta 2009.
La niña São, nacida para trabajar, como todas en su aldea, decide construirse una vida mejor en Europa. Tras aprender a levantarse una y otra vez encontrará una amistad nueva con una mujer española que se ahoga en sus inseguridades. São le devolverá las ganas de vivir y juntas construirán un vínculo indestructible, que las hará fuertes. Conmovedora historia de amistad entre dos mujeres que viven en mundos opuestos narrada con la belleza de la realidad. Una novela llena de sensibilidad para lectores ávidos de aventura y emoción. Ángeles Caso vuelve a cautivar con una historia imprescindible para leer y compartir.

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Pero la palabra Italia despertaba su imaginación. Un par de meses atrás, una pareja de la aldea había venido a pasar sus vacaciones desde Nápoles, donde vivían, y habían traído con ellos a su hija. Noli tenía nueve años. Era una niña presumida y alegre, que enseguida se había convertido en la jefa de todos los críos de la aldea. Había llevado consigo una muñeca preciosa, con el pelo muy largo y ropas para cambiarla. También algunos libros llenos de dibujos en los que se podían leer historias maravillosas, y cuadernos y lápices de colores con los que se pasaba las tardes dibujando y que sólo dejaba a quien le caía muy bien. Tenía muchos vestidos diferentes, y pantalones y camisetas como los de los chicos, y un buen montón de zapatos que exhibía a diario, sabiendo lo mucho que llamaban la atención. Hablaba sin parar de todas las cosas extraordinarias de Italia: las calles llenas de coches y autobuses con los que se podía viajar a cualquier lugar, la luz eléctrica que iluminaba la oscuridad como si fuera de día, los ascensores de los grandes edificios, la escuela en la que estudiaba con la idea de llegar a ser enfermera, los caramelos y los helados que su madre le compraba todos los domingos, la televisión donde seguía por las tardes los dibujos animados y los programas para niños…

São no entendía la mayor parte de lo que Noli contaba. Pero su pequeña mente vibraba con aquellas historias de dulces, juguetes, viajes y proyectos para cuando fuese mayor. Nunca había pensado en la posibilidad de ser mayor. Como todos los niños pequeños, se había ido dejando vivir día a día, sin darse cuenta de que iba creciendo y que alcanzaría otras edades, momentos en los que tendría que hacer planes y tomar decisiones. Tampoco sabía hasta ese instante que existía un mundo más allá de la aldea y de Carvoeiros, adonde había ido una vez con su madre y de donde conservaba el recuerdo de un lugar enorme, lleno de casas y de gentes, y la visión fantástica e hipnotizadora del mar, con su inmensa frialdad.

De pronto, todo aquello de lo que Noli hablaba cristalizó en su imaginación. Palabras e imágenes confusas: hacerse mayor, estudiar, viajes, el otro lado del mar, Italia… Se vio a sí misma como su amiga, a punto de cumplir los diez años, poseedora de una muñeca y libros y cuadernos, hablando de lo que haría más adelante, y caminando sola por un lugar que era igual que Carvoeiros, pero lleno de tiendas repletas de caramelos de muchos colores -como los que Noli había traído en una bolsa enorme- en las que ella entraba y cogía todo lo que deseaba. Y en ese mismo instante supo que quería irse allí, a Italia, donde la existencia de los niños no consistía sólo en caminar hasta la fuente en busca de agua, corretear entre las huertas o subir a la ermita del Monte Pelado, sino que había muchas cosas para elegir, juguetes, chucherías, escuelas, dibujos que hablaban y se movían, y también innumerables zapatos. Además de un futuro por proyectar, algo que llegar a ser en la vida, una ambición que se desarrollaría y se extendería y habría de convertirse en realidad, igual que las crisálidas inmóviles terminan por convertirse en hermosas mariposas que despliegan las alas y embellecen el mundo.

Aún no sabía cuál era su ambición. Pero lo supo poco después, cuando su amiga Renée enfermó y se murió. Renée era una niña muy alegre, que no paraba de jugar, correr, trepar a los árboles y rebozarse de tierra. Pero una mañana, São se la encontró sentada en mitad del camino que cruzaba la aldea, como desplomada. Tenía la cabeza inclinada hacia el suelo y, cuando alzó los ojos para mirarla, brillaban igual que si fueran brasas. Le dijo que estaba muy cansada, que le dolía la cabeza y no tenía ganas de moverse. A São le dio mucha pena. Se sentó a su lado en medio del polvo y estuvo haciendo dibujos en el suelo con una piedra durante un largo rato, en silencio. Luego Renée se fue a su casa, caminando muy despacio, vacilante, y ya no volvió a salir.

A la mañana siguiente, Jovita le dijo que su amiga estaba muy enferma. Tenía mucha fiebre, y a pesar de que le habían frotado todo el cuerpo con savia de drago y le habían dado a beber infusiones de barbas de maíz, la calentura no terminaba de pasársele. Transcurrieron un par de días raros. Los mayores andaban apresuradamente de un lado para otro, hablando en voz muy baja. Las mujeres entraban y salían de casa de Renée, y algunas subían a horas inusitadas, a pleno sol, hasta la ermita. Los hombres se alejaron de la aldea para jugar al ouril y comenzaron a hacerlo casi en silencio, sin lanzar aquellos gritos con los que solían animarse o desafiarse entre ellos.

A los críos los mandaron a las huertas, con la orden de que no hicieran ruido porque a Renée le dolía mucho la cabeza. Dos de las niñas mayores, las más responsables, faltaron aquellos días a la escuela y se ocuparon de mantener el orden. Se comportaban con mucha severidad, cumpliendo con su papel de adultas prematuras y anticipándose al final esperado del drama. De vez en cuando, una de ellas se acercaba a la aldea y volvía con noticias que le cuchicheaba a la otra al oído. São se daba cuenta de la gravedad de la situación, aunque nadie quería explicarle nada. Tan sólo que Renée seguía muy enferma. Ella insistía en preguntar si se iba a morir, pero la gente a la que interrogaba miraba entonces hacia otro lado y se ponía a hablar de cualquier cosa. Hasta que el segundo día, a las cinco de la tarde, una de las mujeres de la aldea fue a explicarles que Renée se había ido al cielo.

El sol comenzaba a ponerse. Un puñado de nubes blancas lo rodeaban en ese momento, y él resplandecía tras ellas. Sus rayos poderosos se lanzaban a través de aquella superficie móvil, llenándola de rojos y azules deslumbrantes y expandiéndose alrededor como una vacilante corona de luz. São se sentó al pie de un mango, buscando un refugio para la repentina pesadumbre, y observó durante un largo rato el cielo. Le pareció que el alma de Renée viajaba en aquellas nubes, ascendiendo entre el esplendor hacia el trono de Dios. ¿Qué habría allí? ¿Echaría de menos la aldea, a su madre y sus amigos y las carreras feroces a lo largo del camino en las que siempre ganaba? Se sentía asustada y frágil. Nunca se había parado a pensar en la muerte. Y ahora de pronto descubría que podía llegar así, en unas horas, y derribar inesperadamente a alguien que tan sólo un par de días antes jugaba y gritaba como si la vida entera, toda la fuerza del universo, estuviera albergada para siempre en su cuerpo. ¿A qué había que aferrarse entonces, cuál era la certidumbre sobre la que se podía sostener de ahora en adelante?

A la mañana siguiente, todos los niños de la aldea fueron llevados a ver el cadáver de Renée antes del funeral y el entierro. Estaba preciosa, con su vestido rosa lleno de puntillas, que aún no había estrenado, y un ramo de olorosas flores de jazmín entre las manos. A São la tranquilizó verla así, como dormida, plácida e incluso, parecía, alegre a pesar de su quietud. Quizás el cielo era tan bueno como todos decían y ahora se lo estaba pasando muy bien allá arriba, tan bien como se lo pasaba en la aldea.

La madre de Renée permanecía sentada junto a la cabecera del féretro, rodeada de varias mujeres y llorando desconsoladamente. São se dio cuenta de que repetía una y otra vez la misma frase. Al principio no logró entenderla a causa de los llantos. Se quedó de pie delante de ella durante un buen rato, observando su desconsuelo y pensando si su propia madre lloraría de esa manera si ella se muriese. Y de pronto comprendió lo que decía:

– Si hubiéramos tenido dinero para llamar a un médico y pagar las medicinas, mi pobre niña no se hubiera muerto…

Eso era. Eso era lo que había sucedido. Renée no se había muerto porque Dios la hubiera llamado a su lado, como todo el mundo repetía desde el día anterior. Se había muerto porque no habían podido pagar a un doctor. São sintió que algo se le rompía por dentro, y toda la pena que hasta entonces había tenido anudada en el estómago estalló en aquel mismo instante. Comenzó a llorar y salió corriendo de la casa. No paró de correr hasta que llegó a la ermita del Monte Pelado. Se tiró al suelo boca abajo jadeando, mojando la tierra con sus lágrimas. Al cabo de un rato, los sollozos fueron calmándose. Al fin se sentó, se limpió la cara embarrada con la falda del vestido y, apretando las rodillas contra el pecho, como si tratara de abrazarse a sí misma, contempló el paisaje, las pobres casas de Queimada, las huertas raquíticas, las montañas resecas que iban cayendo hacia el mar, como una rojiza cascada de piedra que se desplomase abruptamente, y allá abajo, la mancha confusa y lejana de Carvoeiros, con su bullicio y su alegría, tan ajena al día triste de la aldea.

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