Ángeles Caso - Contra El Viento

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Contra El Viento: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta 2009.
La niña São, nacida para trabajar, como todas en su aldea, decide construirse una vida mejor en Europa. Tras aprender a levantarse una y otra vez encontrará una amistad nueva con una mujer española que se ahoga en sus inseguridades. São le devolverá las ganas de vivir y juntas construirán un vínculo indestructible, que las hará fuertes. Conmovedora historia de amistad entre dos mujeres que viven en mundos opuestos narrada con la belleza de la realidad. Una novela llena de sensibilidad para lectores ávidos de aventura y emoción. Ángeles Caso vuelve a cautivar con una historia imprescindible para leer y compartir.

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Durante los seis años que permaneció en la escuela, fue una magnífica alumna. Se agarraba al aprendizaje como si fuese la red que había de salvarla de las penurias, y a la maestra no dejaba de sorprenderle aquel precoz entendimiento de la vida en una cría nacida en una aldea remota, que parecía sin embargo haber crecido rodeada de estímulos. Un día, al poco de empezar las clases, a Natercia se le ocurrió preguntar a los niños qué querían ser de mayores. La mayoría ni siquiera se habían parado a pensar que pudiesen tener elección. Casi todos daban por supuesto que harían lo mismo que sus padres: serían campesinos, o vendedores, o trabajarían en una fábrica en Europa o limpiarían casas. Alguno que había llegado a ver el puerto de Carvoeiros soñaba con ser pescador, y una niña dijo que quería tener una taberna para cocinar cosas muy ricas. São en cambio poseía su propio sueño, un afán gigantesco como una inmensa montaña sobre la cual refulgiera la luz del sol:

– Yo quiero ser médica para curar a los niños pobres, afirmó con su pequeña vocecita serena.

A Natercia estuvieron a punto de saltársele las lágrimas. Pero no por la compasiva ambición de su alumna, que tanto se parecía a la suya, sino porque comprendió lo difícil que sería que aquel proyecto pudiese ser llevado a cabo. A la hora del recreo, llamó a la niña para que la ayudase en el cuidado de las plantas que crecían en el minúsculo jardín de la escuela.

– Me parece muy buena idea que quieras ser médica -dijo, y São asintió, feliz al comprobar que la maestra estaba de acuerdo con su idea-. Pero sabes que tendrás que estudiar mucho. Los estudios cuestan un montón de dinero, tanto que sólo pueden pagarlo los ricos. La única manera de que no tengas que pagar nada es que saques muy buenas notas, y entonces unos señores que viven en Praia decidirán que te mereces estudiar gratis, y te enviarán a Portugal para que allí te hagas médica.

– ¿Portugal es lo mismo que Italia?

– No, son dos países diferentes, aunque los dos están en Europa.

– Pero yo quiero ir a Italia, como mi madre y como Noli.

– Bueno, tal vez lo consigas. En cualquier caso, Portugal es muy bonito. Te gustará. De momento piensa que tendrás que sacar las mejores notas. Las mejores.

– Sí, doña Natercia, las sacaré, se lo prometo.

Y así fue. São se convirtió enseguida en la primera alumna de su clase, y puede que incluso de toda la escuela. Aprendió rápidamente a leer y a escribir, y las nociones elementales de aritmética, y todos los mapas. Le entusiasmaban los mapas. Se pasaba horas observándolos, contemplando la ubicación de Cabo Verde y de Portugal y de Italia, midiendo la distancia que la separaba de esos dos países hacia los que se proyectaba su futuro, un dedo entero para llegar a Portugal, y casi otro más hasta alcanzar Turín, donde vivía su madre. Los viernes por la tarde, cuando llegaba de vuelta a la aldea, subía hasta la ermita del Monte Pelado, desde donde se divisaba el mar. La maestra le había explicado en qué dirección quedaban aquellos lugares. Se sentaba sobre una roca, miraba hacia el nordeste y pensaba en su vida allí, cuando estudiaría cómo se cura la tos que no te deja dormir por las noches, qué hay que hacer para quitar la fiebre de un cuerpecillo tembloroso, o la manera de acabar con las temibles diarreas. Su mente viajaba hacia un espacio hecho de libros y cuadernos de muchos colores, un aula gigantesca donde una maestra como doña Natercia le enseñaría cada una de las dolencias del cuerpo y sus remedios, y una pequeña habitación siempre llena de luz donde ella haría sus deberes durante horas y horas sin fatigarse nunca. Toda su existencia iba dirigida en aquel único sentido, igual que si estuviera siguiendo una gran senda alfombrada que la condujera hacia un paraíso, hacia un territorio lleno de tesoros al alcance de la mano. Entonces cantaba una vieja morna, ¿Quién te enseñó ese camino que lleva tan lejos, ese camino hasta São Tomé? Nostalgia, nostalgia de mi tierra, São Nicolau. Y se echaba a reír. Sabía que ella no sentiría nostalgia cuando se fuera lejos, porque regresaría llevando con ella todo el bien posible.

Pero aquel sueño enorme se desvaneció como una blanca nubecilla esponjosa un día de julio, cuando São acababa de terminar el último curso de primaria, recién cumplidos los doce años, y comenzaba las vacaciones. El curso siguiente se matricularía ya en el liceo, para iniciar sus estudios de secundaria. Tendría que irse a vivir a Vila, y buscar allí una habitación en alquiler. Esa misma tarde se había despedido con mucha pena de doña Natercia, que la besó repetidamente y le dijo una y otra vez que debía seguir adelante, que ella la apoyaría siempre. Y que esperaba que, cuando fuera viejecita, São fuera su médica, la mejor médica de Cabo Verde.

Llegó a casa llena de orgullo, con la banda azul y el certificado que acreditaban sus estudios de primaria. Jo-vita estaba preparando la cena en el patio. Parecía nerviosa. Aunque apenas se movía ya de la puerta, ese día había ido a la huerta a buscar las mejores hortalizas, había matado una gallina, había molido el maíz de la manera más fina posible, y ahora estaba intentando preparar una rica cachupa. Pero el fuego se le apagaba por más que ella soplase y le diera aire con un viejo abanico, la harina se hacía grumos, las hortalizas estaban a punto de deshacerse y desaparecer, englutidas por el caldo, y la carne, en cambio, no acababa de cocerse. Aquello no iba bien. Era como si nunca hubiese cocinado, como si jamás hubiera preparado ese plato que siempre había marcado los días de fiesta, las fechas de Navidad, la llegada de aquellos de sus hijos que alguna vez habían regresado de Europa a pasar las vacaciones.

Claro que el momento era especialmente difícil. Jovita no era una mujer muy sentimental, pero su afecto hacia São era inquebrantable. Aunque la tratase con rigor, quería a aquella niña tal vez más de lo que había querido nunca a sus propios hijos, quizá porque sabía que ella era su última compañía en la vida. Cuando São se apartase de su lado, cuando se fuera a vivir a otro lugar, ella se quedaría sola para siempre. Era la definitiva oportunidad para gozar de una pizca de ternura, el último lazo con los fatigosos cuidados cotidianos -mantener arreglada la casa y la ropa, procurarse comida, cocinar- sin los cuales, le parecía, su existencia sería mucho más aburrida e inmóvil. Porque cuando São desapareciese, sólo le quedarían los espíritus. Y a los espíritus no les importa que la tierra del suelo esté bien barrida, la cocina libre de cenizas y las sábanas limpias.

Jovita estaba enormemente disgustada. A ella le hubiera gustado que la niña no se moviera nunca de Queimada pero, al mismo tiempo, entendía sus proyectos. El mundo era muy diferente, por lo que oía decir. La gente viajaba con mucha mayor facilidad, y cambiaba rápidamente de pueblo, de isla, de país y hasta de continente. Antes había que caminar largas jornadas a pie y coger barcos de trayectos interminables para llegar a cualquier sitio. Ahora había coches y autobuses en muchas partes, y veloces aviones que llevaban a las personas al fin del mundo en unas cuantas horas.

Y luego estaba el asunto de las mujeres. Había oído contar que en los países de Europa muchas mujeres estudiaban igual que los hombres, y llegaban a tener profesiones que todavía en Cabo Verde eran inimaginables. En Italia y Portugal había muchas médicas, por lo que ella sabía, y el hecho de que São quisiera serlo le parecía extraño, asombroso, pero no malo. No acababa de comprender muy bien cómo sería la vida de una doctora. Se preguntaba si encontraría hombres que quisieran estar con una mujer tan lista, y cómo se las apañaría con los hijos cuando los tuviese. Pero aceptaba que el hecho de que ella no lograra imaginarlo no significaba que no fuera posible. A decir verdad, la probabilidad de que São llegase a ser una mujer importante, alguien que salvase vidas y a quien todo el mundo tuviera que tratar de usted, la llenaba de admiración. Muchas noches, mientras la cría aprendía pacientemente a leer y escribir, inclinada sobre su cuaderno a la luz de la vela, ella había sentido envidia, y a veces se había preguntado si su propio destino habría sido diferente de haber podido ir a la escuela. Le parecía que aquellos trazos marcados sobre el papel formaban parte de un rito mágico, una ceremonia que sin duda hacía cambiar las cosas del mundo, creando energías diferentes y abriendo puertas hacia espacios que, sin la posesión de toda esa sabiduría, permanecían cerrados para siempre.

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