Entonces se dio cuenta. La gente que vivía en las casas grandes de Carvoeiros tenía dinero suficiente para avisar a los médicos cuando se ponía enferma. Y la gente de Italia, con sus calles llenas de coches y su luz eléctrica y sus mil escuelas. Si tenías dinero, no te morías. Al menos, no a los seis años. Y ella quería conseguir que las niñas de seis años no se tuviesen que morir. Sería médica, y atendería a personas sin dinero que viviesen en aldeas rodeadas de rocas. Quería ser médica. Eso era lo que anhelaba hacer con su vida, el deseo a seguir, la certeza a la que debía agarrarse. Le pareció que, de repente, había comprendido esa cosa inexplicable que los mayores llamaban el mundo.
Un mes después, São empezó a ir a la escuela. Los niños de Queimada se ponían en marcha todas las mañanas muy temprano y caminaban los cinco kilómetros que los separaban de Faja de Baixo, recorriendo aquel sendero serpenteante al borde del precipicio, con los cuadernos y la tartera con la comida a cuestas. Al principio solían ir medio dormidos, callados, dando trompicones, tropezándose algunos incluso en las piedras sembradas a lo largo del camino. Pero al cabo de un rato, todos empezaban a despejarse, y comenzaban las bromas y los cantos y, al final, también las carreras para ver quién llegaba primero a la puerta del edificio verde que se levantaba en medio de la plaza del pueblo, a la sombra de las plataneras, abrazado por grandes buganvillas con flores de color fucsia que doña Natercia cuidaba amorosamente.
Doña Natercia era la maestra de São. Era una mujer cercana a los cuarenta años, hermosa y dulcemente enérgica. Adoraba a los niños, aunque ella misma no tuviera hijos. Tenía la piel muy clara. Sus padres eran mulatos, descendientes de antiguos colonos europeos que en el pasado habían tomado como amantes a mujeres negras. Las cosas no les habían ido mal: poseían una pensión en Praia, en la capital del país, y con el dinero que ganaban habían podido mandar a su única hija a un colegio de monjas portuguesas, donde solían educarse las niñas más acomodadas de las clases populares. Había también algunas crías de familias desgraciadas, que estudiaban tuteladas por la orden. Toda su vida en el colegio estaba marcada por la diferencia: entraban por una puerta distinta, más pequeña y menos adornada que la principal; llevaban un uniforme mucho más modesto; se sentaban al final de la clase, en los bancos del fondo, y no regresaban a comer a sus casas, sino que lo hacían en el comedor del convento, después de las hermanas, alimentándose con las sobras que ellas dejaban. La pobreza las rodeaba atenazándolas, como una cadena que las sujetara contra la esquina del mundo donde se acumulan la miseria y la marginación, de las que difícilmente lograrían salir sin sentir al menos el estigma marcado para siempre en sus frentes. Sus progenitores -alcohólicos, pordioseros, prostitutas- eran parásitos, cucarachas que no deberían existir, y ellas llevaban en la sangre su rastro inmundo, su olor a podredumbre, y estaban condenadas a luchar denodadamente contra un ángel maligno que las acompañaba desde el nacimiento, que las derribaría una y otra vez y las aplastaría bajo su peso insoportable.
Casi ninguna de las niñas del colegio les dirigía la palabra. Salvo Natercia, que las había observado atentamente desde el primer día y había sentido de inmediato una intensa compasión. Tenía una imaginación muy viva y casi estuvo a punto de llorar cuando las demás se pusieron a cuchichear en el patio mirándolas de reojo y contando las noticias sobre ellas que les habían transmitido las mayores. Le dio por pensar cómo habría sido su vida si, por una misteriosa decisión divina, ella hubiese nacido en una de esas familias y tuviera un padre desconocido y una madre que hacía cosas horribles e innombrables con los hombres.
A la mañana siguiente, robó en casa una manzana y, a la hora del recreo, se acercó a una de las niñas que permanecía aislada de las otras, apoyada contra las plataneras, como si buscase refugio en ellas para que nadie la atacara. Aquel día había aparecido despeinada y sucia, con la cara llena de churretones, y la madre María del Socorro se la había llevado al convento para lavarla, después de darle un fuerte cachete que no pareció causarle ninguna impresión.
Natercia le sonrió:
– ¿Cómo te llamas?
La cría la miró enfurruñada, pero tal vez la sonrisa de Natercia la animó a contestar:
– Ilda.
– Yo soy Natercia. Mira lo que te he traído.
Y le dio la manzana. Ilda la miró con los ojos asustados, como si aquel regalo fuese una trampa tras la cual se escondiera un pozo muy negro.
– Es para ti, la cogí de mi casa. Tómala…
La niña se decidió al fin y cogió la fruta. Pero atemorizada ante la idea de que alguien pudiera verla y pensar que la había robado, se giró para comerla de espaldas al patio. Estaba acostumbrada a las palizas de su padrastro y a la indiferencia de su madre, y trataba de ocultar cualquier cosa que pudiera hacer parecer que estaba portándose mal, como un cachorro que se esconde debajo de la mesa muerto de miedo cuando sabe que le va a caer una regañina. En realidad, Ilda era igual que un cachorro desamparado y tembloroso. Natercia se acercó a ella y le dio un beso rápido en la mejilla. Luego echó a correr y se incorporó a su grupo de amigas, que habían estado observándola y la interrogaron ásperamente. Pero ella supo salir del apuro haciendo uso de la autoridad materna:
– La manzana me la dio mi madre para que se la diera a alguna de las niñas pobres. Dice que tenemos que portarnos bien con ellas y cuidarlas, que ellas no tienen la culpa de lo que les pasa.
Desde entonces, Natercia se convirtió en la protectora de las crías desdichadas, y especialmente de Ilda. Les llevaba comida de casa muy a menudo, y también la ropa que ya había dejado de ponerse. Las ayudaba a hacer los deberes durante el recreo. Se preocupaba por cómo estaban ellas y sus familias. Sin embargo, nunca logró que se rompiera del todo el muro de aislamiento que las rodeaba. Algunas se negaban incluso a aceptar su ayuda y se burlaban de ella, llamándola blancucha y tonta. Era su manera de mostrar su rechazo a un mundo que les cerraba la puerta, de probar que podían salir adelante solas en el sombrío rincón de la tierra que les había tocado ocupar. Sólo consiguió tener una verdadera amistad con Ilda y, aun así, ella jamás le contó lo que vivía a diario, las palizas del padrastro siempre borracho, la vergüenza de encontrarse a su madre mendigando a la puerta de la catedral, la bazofia de su choza en los suburbios, entre ratas y porquería, las largas noches durmiendo en el suelo, sobre la tierra, acurrucada junto a sus cuatro hermanos, la humillante búsqueda de restos de comida en las cajas de basura de las casas ricas, el dolor en las tripas del hambre, la penuria de saber que lo único que podía hacer en la vida era sobrevivir, sin ninguna esperanza más allá del deber elemental -ligado por un nudo inextricable a la vida misma- de permitir que su corazón siguiera latiendo.
Las niñas pobres fueron dejando poco a poco el colegio. A unas cuantas las obligaron a quedarse en casa para cuidar de los hermanos pequeños mientras las madres salían a trabajar. Otras encontraron empleo como criadas o ayudantes en alguna tienda. Ilda se fue a los diez años. Iba a empezar a fregar platos en una taberna. Quería ahorrar dinero para marcharse de la isla y alejarse para siempre de su madre y su padrastro. Natercia le pidió que se mantuviera en contacto con ella. La invitó a ir a visitarla a su casa siempre que quisiera. Sin embargo, no volvió a verla hasta dos años después, cuando, al salir un día del colegio, se la encontró esperándola en la plaza.
Apenas había crecido. Seguía pareciendo un cachorrito hambriento, con sus grandes ojos asustados y su esqueleto diminuto. Se abrazaron con alegría. Ilda le contó que había ido a despedirse de ella:
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