Carlina intentó seguir rezando. Pero a los pocos minutos tuvo que interrumpirse. Le parecía que una fuerza misteriosa estaba tirando de ella, una extraña energía que parecía bajar del cielo y que le puso todo el cuerpo en tensión, como un animal cuando intuye que está a punto de ser atacado. Supo que algo le había sucedido a Heraclio. Apartó de un manotazo a las mujeres que le tapaban la salida del banco, y se abalanzó hacia la puerta, mientras el cura la miraba con las cejas alzadas y las oraciones en suspenso.
Al llegar a la pequeña explanada delante de la ermita, vio cómo se le acercaba corriendo, medio enloquecida, la niña a la que aquel día le había tocado cuidar de los pequeños.
– ¡Ayuda! ¡Ayuda! -gritaba.
– ¿Es Heraclio…? ¿Qué le ha pasado? ¿Dónde está?
Pero la niña no dijo nada. Sólo la cogió de la mano y la arrastró hacia la montaña rocosa que se alzaba detrás de la iglesia. Comenzaron a trepar entre las piedras. Todos los vecinos, y hasta el cura, habían interrumpido la misa al oír los gritos, y algunos subían ya detrás de ellas. A pesar del gentío, había un silencio extraño. Sólo se oían los graznidos de un grupo de grandes pájaros carro-ñeros que sobrevolaban la montaña allá en lo alto, como preparándose para acometer una hazaña. Y el jadeo al borde de la asfixia de Carlina, que apenas podía respirar.
Doblaron un recodo, bajo una enorme roca negra y vacilante que parecía a punto de precipitarse en cualquier momento. Allí, al otro lado, sobre el suelo rojo, estaba Heraclio tendido boca abajo. Carlina se acercó a él caminando ahora muy despacio. Le dio la vuelta. El niño estaba rebozado en tierra, que le había entrado incluso dentro de los ojos abiertos, fijos en algún lugar del cielo. No tenía ni una herida, ni una mancha de sangre, ni siquiera un arañazo. Pero no respiraba: la caída desde la roca había sido brutal, había machacado su pequeño cuerpecillo deshecho ahora por dentro, como una fruta delicada que se hubiera abalanzado desde lo alto de un árbol, deshaciéndose al chocar contra el suelo.
Tres días después, Carlina volvió al trabajo, con el paso vacilante por la falta de sueño y unas enormes ojeras que debilitaban el aire de fortaleza y decisión habitual en ella. Después de recibir los besos y las condolencias de sus clientas, que ya se habían enterado de lo sucedido, y de vender sus frutas y sus hortalizas, en vez de ir al puerto se dirigió a una taberna. Los hombres que la ocupaban, ruidosos y animados, callaron por un momento y la miraron con mal humor, frunciendo los ceños, susurrándose cosas los unos a los otros, reprochándole a aquella mujer que tuviera el atrevimiento de entrar en un sitio como ése, y para colmo, sola. Pero ella se les enfrentó con la mirada, irradiando un valor y una autonomía que pronto hicieron que todos la dejasen en paz y volvieran a enfrascarse en sus charlas, sus bebidas y su juego del ouril, dándole la espalda a aquella hembra que debía de estar loca y a la que decidieron no prestar atención. Pidió un aguardiente de caña. Y otro. Y otro. Deseaba salir de sí misma, desaparecer detrás de la borrachera, lograr que una nube de olvido y ligereza cubriera todo el dolor que la precipitaba incesantemente hacia el lado insoportable de la vida, hacia una zona oscura y reptante que no llegaba ni siquiera a ser vida, tan sólo un encadenamiento de gestos y movimientos, las piernas que se movían, los pulmones que respiraban, la boca que se abría para pronunciar palabras cuyo sentido no le interesaba nada, y aquella pesadumbre tremenda con la que tenía que levantarse y acostarse y andar por el mundo, fingiendo que le importaban las cosas que sucedían a su alrededor, que aún creía en las oraciones y la misericordia divina, y que sería capaz de construirse un futuro a espaldas de la pequeña tumba -una simple cruz de madera sobre el diminuto túmulo de tierra- donde descansaba para siempre Heraclio. ¿Descansaba…?
Se gastó todo el dinero que había ganado por la mañana. Al quinto vaso de grogue, ya no sabía cómo se llamaba. Se había sentado a una mesa y permanecía allí meciendo la parte superior del cuerpo, con las piernas separadas, el escote abierto sobre los pechos magníficos, las manos perdidas en el regazo y una mirada vacía y acuosa, como la de los peces cuando van ahogándose lentamente fuera del agua.
En la taberna no quedaba nadie. Todos los clientes se habían ido a comer, mirándola al pasar a su lado con desdén y soltando comentarios soeces y grandes carcajadas a las que ella no prestó la menor atención. El tabernero se le acercó. Era un hombre robusto y sucio, que apestaba a alcohol y al vinagre con el que aderezaba algunos pescados y limpiaba el mostrador y las mesas, frotando sobre ellas un paño mugriento. Le había gustado aquella mujer desde que la vio entrar, con los pezones marcándose por debajo del vestido fino y las piernas rotundas. Ahora, borracha como estaba, quizá podría aprovechar para pasar un buen rato.
– ¿Dónde vives? -le preguntó.
Carlina hizo un gesto torpe con el brazo indicando la lejanía.
– Voy a cerrar. Es la hora de comer. Te llevaré a mi casa.
Ella asintió con la cabeza.
El hombre se acercó a la puerta y la empujó, sonriendo, sintiendo cómo la sangre comenzaba a circular veloz y cálida por su sexo. Luego se acercó a ella, la agarró por la cintura y la hizo subir escaleras arriba, hasta el cuarto que ocupaba encima de la taberna. Allí la tendió en el camastro, se desvistió, le arrancó las bragas y la penetró violentamente, con el ansia de un animal. Ella se dejó hacer, ausente, perdida en el inmenso refugio de su borrachera como en una gruta fría donde resonasen a lo lejos ecos confusos de voces y jadeos.
Durmió hasta la mañana siguiente. Cuando se despertó, no sabía dónde estaba. La luz entraba ya a través de la ventana, iluminando un cuarto que desconocía. Oyó los ronquidos del hombre a su lado, y sintió la tibieza viscosa de su cuerpo. Entonces se asustó. Se incorporó en la cama de un salto y, durante unos segundos, trató de recordar. La última imagen que se le venía a la cabeza era la de la taberna, todos aquellos hombres mirándola, el olor acre que despedía el vaso de alcohol delante de ella. Todo lo demás se lo imaginó. Miró al hombre, que seguía durmiendo, echándole encima su aliento fétido. Sintió ganas de vomitar. De pronto, como si una luz se iluminara en su cabeza, recordó a Heraclio, y Queimada, y los pescados que no había llevado. Se levantó muy despacio, sin hacer nada de ruido, y se fue hacia la aldea sintiendo asco y vergüenza, y de nuevo el dolor, que había vuelto silenciosamente, como una serpiente que hubiera reptado hasta envolverla por completo.
Dos meses después, cuando la regla se negó a bajar por segunda vez, y los pechos ya se le habían hinchado, y la cintura estaba desapareciendo mientras su vientre se preparaba para acoger el feto que crecía dentro de ella, supo que estaba embarazada. No deseaba aquella criatura. No quería que nadie sustituyese el olor de la piel de Heraclio, sus balbuceos y su calidez, que la había inundado como el sol del amanecer. Tampoco quería otro hijo sin padre. Pero era ya demasiado tarde. No iba a deshacerse del niño -el cura decía que las mujeres que abortaban iban al infierno sin remedio- y sólo le quedaba prepararse para aceptarlo. Dios se lo había mandado, él sabría por qué.
Apenas Carlina apareció en la casa, con la sangre corriéndole por las piernas, mezclada con el agua de la lluvia, y el bulto envuelto en la manta entre las manos, Jovita se dio cuenta de que había dado a luz. Salió de inmediato al patio en busca de agua caliente. Cuando volvió, la mujer se había echado en el camastro. La niña estaba a su lado, llorando y agitándose. Encendió un par de velas y se ocupó de ella. La limpió a fondo, frotándola con una toalla, y le anudó el cordón con cuidado. Le dijo a Carlina que su hija era hermosa y redonda como una manzana. Pero ella se mantuvo acurrucada sobre el colchón, con los ojos cerrados, sin querer mirarla. Sentía un tremendo dolor en el vientre, como si la hubieran golpeado con un martillo. Tan sólo quería dormir. Dormir mucho y, al despertar, que la niña hubiera desaparecido. No deseaba que muriese, eso no, pero sí que se la llevara alguien, alguien que no tuviera hijos y la cuidase. Ella no podía. No estaba preparada para cargar con toda aquella fragilidad, para soportar su dependencia, la necesidad de alimentarla, limpiarla, llevarla a la espalda, enseñarle sus primeras palabras, cogerla firmemente de la mano cuando comenzase a caminar, vigilarla para que no rodase al pie de una roca, reventada y muerta. Ansiaba no verse obligada a enternecerse con la alegría inocente que pronto estallaría dentro de ella en forma de sonrisas y balbuceos y suaves caricias. Definitivamente, no quería quererla.
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