Y ahora tenía que decirle que su camino hacia aquella vida sin duda mejor se había terminado, que había sido bloqueado por un cataclismo, un inesperado derrumbe que se interponía como una muralla entre São y el porvenir. Dos meses atrás, había recibido una carta de Carlina. Normalmente, cuando llegaban las cartas -cinco o seis al año-, Jovita esperaba a que la niña volviese de la escuela y leyera las noticias en voz alta. Pero en aquella ocasión, un raro presentimiento la llevó a hacer las cosas de otra manera. Acudió en busca de uno de los vecinos que sabían leer. Y entonces se enteró de la desgracia: Carlina había perdido su empleo. Durante seis años, había estado trabajando como interna en una casa, cuidando de tres niños y haciendo todas las faenas domésticas. Pero la situación había cambiado: se había quedado embarazada por error, y al cuarto mes, cuando ya no pudo disimular por más tiempo su estado, la señora la había echado a la calle. Por supuesto, no le dijo que era a causa de su embarazo. Le explicó que sus hijos ya eran mayores y que había dejado de necesitarla, pero ella sabía que ésa no era la verdad. Lo peor era que ahora, con su barriga y sus varices hinchadas, no encontraba trabajo. Eso significaba que no podía seguir enviando dinero. Lo que ganaba su marido en la fábrica apenas les daba para pagar el alquiler y mantenerse. Se veían obligados a reducir gastos, lo cual era muy complicado justo cuando estaban a punto de tener un bebé. Le pedía por favor que mantuviera a São unos meses hasta que ella diera a luz y consiguiese un nuevo empleo.
Después de que le leyeran la carta, Jovita se sentó a la puerta de su casa y reflexionó profundamente. Estaba segura de que lo que le contaba Carlina era verdad: había conocido otras historias semejantes. Quizá fuera que en Europa las mujeres se volvían débiles cuando estaban embarazadas y no sirvieran ya para trabajar. En cualquier caso, también estaba segura de que nunca más le llegaría ningún dinero desde Turín. Si Carlina conseguía arreglárselas para encontrar un trabajo con su hijo a cuestas, necesitaría todo lo que ganase para cuidar de él. Y además, al cabo de unos meses se habría acostumbrado a la idea de que ella seguía haciéndose cargo de São sin recibir nada a cambio, y daría por supuesto que las cosas podían seguir igual. Pero incluso si al final cumplía su palabra, durante una larga temporada ella y la niña no dispondrían de más fondos que los que pudiesen mandarle sus hijos. Y cada vez eran menos. El liceo costaba mucho. Había que pagar la estancia, la matrícula, y un montón de cuadernos y libros. Si se gastaba esas cantidades en la educación de la cría, no le quedaría casi nada para su vejez. Debía tomar una decisión. Y era una decisión importante, en la que se enfrentaban su conciencia y su bienestar, su futuro y el futuro de São. Antes de decirle nada a ella, tenía que consultarlo con Sócrates.
Hacía ya varios años que Sócrates se había dignado venir por fin a visitarla. Había aparecido un domingo de repente, al amanecer, echado junto a ella en el camastro. Jovita, todavía medio dormida, sintió el calor de su cuerpo y percibió claramente su aliento en la nuca. Al darse la vuelta, lo vio allí, sonriente, con sus gruesos labios entreabiertos y una profunda mirada de felicidad. Aquel reencuentro había sido uno de los momentos más dichosos de su vida. Además, al contrario que su madre, Sócrates sí que le hablaba, y mucho, durante el ratito que se quedaba con ella, en medio de la luz acuosa y dorada de la mañana, hasta que desaparecía justo en el momento en que los rayos del sol comenzaban a golpear firmemente los cristales de la ventana y todas las cosas recuperaban su sombra y los pájaros rompían a cantar con entusiasmo, después de los primeros balbuceos tímidos del alba. Entonces se desvanecía en unos segundos, dejando el rastro de su olor entre las sábanas.
Jovita se había acostumbrado a sus conversaciones con él. Venía cada domingo, y se hablaban el uno al otro al oído, en voz muy baja para no despertar a São, que todavía dormía. Sócrates no la avisaba de las cosas malas, como solían hacer otros espíritus. Pero esos silencios se debían en realidad a su amor por ella: no quería asustarla. A cambio, la consolaba en los momentos difíciles, la tranquilizaba si estaba nerviosa, la animaba los días bajos y la aconsejaba siempre con prudencia. Y también se reía mucho con ella y le decía un montón de cosas picantes que la hacían sentirse aún deseable. La pena era que, evidentemente, no podían tocarse.
Esperó ansiosa hasta el domingo. Esa noche ni siquiera logró dormir, y cuando él llegó estaba sentada en la cama, con los ojos enrojecidos y un intenso dolor de cabeza latiéndole en las sienes. Apenas le dio tiempo para que se apareciese del todo:
– ¿Ya sabes lo que ha pasado con Carlina?, le preguntó de inmediato, cuando todavía casi ni se distinguía su forma.
– Claro que sí.
– ¿Qué debo hacer? Si me gasto el dinero en São, no podré ahorrar para mí. Pero si no me lo gasto, estropearé sus planes. Es un terrible dilema.
Sócrates respiró hondo y le habló muy despacio, con mucha claridad, como si tuviese miedo de que no le entendiera bien:
– Tienes que pensar en ti. Ella crecerá y, mejor o peor, tendrá su propia vida. Se irá de aquí y te dejará sola. Tú necesitarás dinero para cuidar de ti misma. A lo mejor algún día tienes que ir al hospital. O a ese asilo para ancianos que hay en Vila. Y tendrás que pagar.
– ¿Quieres decir que me pondré enferma?
– No, no quiero decir eso. No sé qué va a pasarte dentro de tanto tiempo. Sólo me imagino cómo pueden ser las cosas. Sé egoísta. Piensa en ti. Pero deja que la niña termine este curso. Ya tendrás tiempo para darle las malas noticias después. Hoy estás muy guapa…
Jovita se atusó el pelo:
– ¡Si no he dormido nada…!
– ¿Te acuerdas de los primeros tiempos, cuando pasábamos las noches sin dormir? Aquel insomnio también te sentaba muy bien… Te levantabas tan preciosa como una guayaba recién madura. Así estás hoy.
– ¡Eres un zalamero…!
Jovita terminó de preparar su maltrecha cachupa. São ya había puesto la mesa. No se había quitado la banda azul, que cruzaba radiante su vestido amarillo. Se sentaron, y la niña comenzó a servir el guiso, dándole las gracias por haber hecho aquel plato tan especial para celebrar el final de su escuela primaria.
La vieja la miró. La cría sonreía llena de alegría y entusiasmo, con su linda carita redonda y sus ojos enormes. Jovita decidió no esperar más:
– No podrás matricularte en el liceo. No tengo dinero. Tu madre ya no trabaja y no puede mandarme nada.
La cuchara de São cayó en el plato. El caldo de la cachupa saltó, ensuciando la banda con decenas de manchas de grasa que en unas décimas de segundo se habían vuelto imborrables sobre el brillante tejido de nailon. La niña las miró atónita, concentrando toda su atención en aquellas diminutas gotas parduscas que acababan de desgraciar para siempre el mejor día de su vida y habían terminado de golpe con su orgullo y su ansia, igual que la riada destroza en un momento el trabajo de muchos años, anega casas y deshace recuerdos y arrancajardines, y se lleva por delante todo el esfuerzo que la gente ha puesto en construirse un hogar, la ilusión de gozar de un refugio contra la ferocidad del mundo. Rompió a llorar desesperadamente:
– ¡Mi banda…! ¡Se me ha estropeado la banda…!
São pasó el siguiente año dentro de una esfera de cristal. Estaba allí, encogida y rígida, y la vida transcurrió por encima de ella, con sus amaneceres y sus crepúsculos, sus juegos y sus obligaciones, sus risas y sus pequeños berrinches. La vida normal de una niña de doce años que vive en una aldea remota de Cabo Verde y que ya no va a la escuela. Pero ella no conseguía atraparla. El hilo que la sujetaba a todo lo que debía ser se había roto aquella tarde de julio, cuando Jovita le hizo saber que no podría seguir estudiando, y no acababa de encontrar la manera de volver a anudarlo. Era aún demasiado pequeña para poder entenderlo, pero lo cierto es que se había quedado sin una parte importante de sí misma, la que habría de desarrollarse en el futuro, la que tendría que surgir del pequeño brote donde todavía estaba recluida, y desplegarse con toda su fortaleza, proyectando una sombra poderosa y benéfica sobre el mundo.
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