Fernando Savater - La Hermandad De La Buena Suerte

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La Hermandad De La Buena Suerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta novela obtuvo el Premio Planeta 2008, concedido por el siguiente jurado: Alberto Blecua, Alfredo Bryce Echenique, Pere Gimferrer, Álvaro Pombo, Carmen Posadas, Carlos Pujol y Rosa Regás.
Un caballo invencible que ya ha sido vencido, un jockey que desaparece misteriosamente cuando busca el secreto de la buena suerte, dos magnates sin escrúpulos que pretenden zanjar sus rivalidades en la pista del hipódromo… Ya se acerca la fecha de la Gran Copa, la carrera internacional que desata pasiones. Cuatro aventureros deben encontrar al desaparecido a tiempo para que pueda montar en la prueba crucial: mientras, cada uno de ellos lucha contra los fantasmas de su pasado. Su búsqueda los hará enfrentarse con enigmas y peligros, hasta el desenlace en una isla del Mediterráneo donde se encontrarán con la traición… y con el acecho de los leones. Una novela de aventuras, aliñada con gotas de metafísica y ambientada en el fascinante mundo de las carreras de caballos.

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Le rogué que, para el improbable caso de que me decidiese a seguir su consejo, me hiciera alguna sugerencia más concreta respecto a quién debería buscar o interpelar entre toalla y ducha. «Busca al Buda» fue su contestación, digna de un maestro zen o de Richard Gere. Luego condescendió a las aclaraciones, porque no es mal muchacho: el Buda al que se refiere no tiene nada de Gautama, sino que es un fulano que «lo sabe todo» (el Profe dixit ) y que mantiene consulta permanentemente abierta en la sala de vapor. Yo debería abordarle con astutos meandros y sin preguntarle nada relevante de forma directa, porque entonces se cerraría como una ostra. En fin, que era una perla el Buda ese. Inquirí que cómo podría reconocerle: «No te equivocarás, es inconfundible.» Vaya caracterización, así se acierta siempre… o la culpa será de quien se equivoca. Seguí informándome, más bien por jugar: ¿cuál era el mejor momento de la jornada para visitar a ese sabio vaporoso? Respuesta (estupefaciente): «Da igual, a cualquier hora, siempre está ahí.» Protesté, claro, ya sabes que hay un punto de irracionalidad que no soporto, ni siquiera como ejercicio de humor: nadie puede vivir constantemente dentro de una sala de vapor, resulta imbécil hasta tener que discutirlo. Con mansa dulzura, el Profesor admitió que bien pudiera ser que yo tuviese razón, aunque él jamás había visto al Buda sin su aureola nebulosa ni la sala de vapor sin la presencia dominante del Buda. Después, para darme gusto, me recomendó ir más bien hacia la hora de almorzar, porque es el momento en que la instalación está menos frecuentada. De modo que cuando a mediodía terminó nuestro consejo de guerra con el Príncipe, sin otro objetivo inmediato a la vista, con pocas o nulas ganas de volver a casa (ya sabes que no soporto el llamado hogar desde que tú faltas y por tanto se ha convertido en un decorado mustio, vacío), la ocasión parecía que ni pintiparada para hacer una peregrinación budista. Y allá que me fui.

¡No pongas esa cara de pasmo! ¿O es más bien escepticismo? Ya, comprendido: te cuesta imaginarme yendo voluntariamente a una sauna pública. Y tienes razón, porque las detesto. Mejor dicho, me repugnan: siempre imagino que esas maderas regadas por mil dudosos sudores deben de ser nidos de hongos y bacilos variados, pie de atleta, erupciones, abscesos… como la placa de cultivos en algún laboratorio para investigación de infecciones. No puedo tocar una toalla o pisar una baldosa en esos lugares sin ponerme malo de aprensión. Por eso instalamos en nuestro baño de casa una cabina de plástico transparente para tener vapor a domicilio, a pesar de que luego la falta de espacio nos obligaba casi a lavarnos las manos desde el pasillo. Tú la disfrutaste mucho más que yo, reconócelo. Te encantaba encerrarte en ese horno a sudar y escuchar la radio; yo me acercaba cauteloso a atisbar tu desnudez más enrojecida que rosada entre las brumas caliginosas y, cuando me descubrías, me hacías muecas burlonas y gestos ingenuamente provocativos, para chincharme un poco. Qué sencilla y pueril es la felicidad cuando ocurre, ni cuenta nos damos casi, y qué insoportable recordarla… Ahí sigue la cabina en el baño, estorbando, y yo nunca he vuelto a utilizarla ni soy capaz de mandarla quitar. La miro todos los días al afeitarme, fría, apagada y vacía. De vez en cuando apoyo la frente sobre la superficie pulida y cierro desconsoladamente los ojos.

Pues, bueno, para que veas lo profesional que soy cuando hace falta (y lo poco que ya me importan las infecciones): me fui a la dichosa sauna. El tipo que daba las toallas en la entrada, chulesco y acanallado, me pareció más propio de un burdel que de un establecimiento higiénico… aunque los burdeles también cumplen funciones higiénicas, bien mirado. A esa hora, en efecto, no había casi usuarios. Eché una ojeada por la ventanilla a la sauna finlandesa, que estaba vacía. Si hubiese habido alguien tampoco habría logrado verle demasiado bien, porque tuve que desprenderme de mis gafas al dejar la ropa en el vestuario. Los miopes tenemos un agravio suplementario contra saunas y demás lugares donde reina la bruma obligatoria o su hermano gemelo, el vaho. Para mayor inri, en la sala no había forma de distinguir nada desde fuera (ni con ni sin gafas), de modo que me decidí a entrar valerosamente en la bruma pegajosa. Qué agobio, qué ahogo, qué asco, qué… pero, en fin. Me senté en el banco corrido de mampostería, tratando de defender mis posaderas de la quemazón con la toalla que me envolvía la cintura. El monstruo resoplaba a breves intervalos, fuuuu, fuuuu… y todo goteaba un líquido ardiente, jalea del infierno. Al principio fui incapaz de ver nada, mientras empezaba a cocerme en mi propio jugo. Pero a todo se acostumbra uno, empezando por la vista, que al poco tiempo recupera sus poderes. A mi izquierda, casi pegado a mí, vislumbré un gran bulto viviente y decidí que debía de ser el Buda en persona. Adiposo, flácido, con mamas caídas y múltiples papadas abdominales, calvo: bastante búdico, en efecto. Pero no estaba sentado en la postura del loto sino con las piernas ajamonadas colgando inertes, aunque sin llegar a tocar el suelo. Coño, tenía los ojos semicerrados pero me estaba mirando.

– Tengo un ganador para la cuarta de Uttoxeter. -La voz le salía aflautada aunque rasposa al final, como si tuviera un gargajo en el gañote.

– ¡Ya!… Bueno, no sé…

– Y para mañana en Windsor, dos seguros.

Cambié ligeramente de posición, porque notaba que se me estaba quemando el culo. Después hice un leve gesto con la mano que no sostenía la toalla, sin comprometerme a nada pero como animándole a seguir.

– ¿Prefiere algo del extranjero? ¿Deauville? ¿Baden-Baden? ¿Mijas? Mejor todavía: ¡Hong Kong! Para el próximo jueves tengo un soplo increíble en la prueba principal de Sha-Tin. Nadie le va a dar ni en mil años cosa más rentable y usted lo sabe. Por eso está aquí, ¿no?

Como yo seguía sudando en silencio, el gordo inmenso se agitó con cierta incomodidad. La barriga pendiente se le estremeció, semejante a un espeso delantal de gelatina. Se pasó una mano del tamaño de un almohadón por la cara congestionada y suspiró.

– ¿Qué busca usted exactamente, amigo? ¿O es que sólo quiere perder peso?

– Lo único que me gustaría saber es dónde y cuándo volverá a montar Pat Kinane.

– ¡Tschis, tschis! -El Buda produjo un ruidito chasqueante, como si se le hubiera quedado algo metido entre los dientes-. Tenga paciencia, hermano. Le aconsejo mucha paciencia. ¡Vaya, qué cosas hay que oír!

– Es que me parece raro que no monte desde hace semanas. Yo… bueno, es mi ídolo, ¿sabe?, mi jinete preferido, una especie de fetiche. Y nadie parece saber dónde se ha metido ni cuándo va a volver. Yo… joder! Yo daría bastante por saber algo del viejo Pat. Uno de los grandes, por lo menos. Porque ya se acerca el día de la Gran Copa… -Cuanto más hablaba, más huecas y menos convincentes sonaban mis inquietudes.

Así lo entendió el Buda, que no ocultó su desdén ni su recelo:

– ¡Qué preocupación más enorme tenemos, es verdad! ¿Dónde estará Kinane? ¿Cómo vamos a vivir sin él? Bueno, imagínese que no aparece. O que no vuelve hasta mucho, mucho después de la Gran Copa… ¿qué me dice, eh?

– Entonces… ¿quién montará a Espíritu Gentil ?

– Pues no lo sé. Ni me importa. ¡Que lo monte su puto dueño, no te jode! ¿Por qué no lo monta usted, si tanto le interesa? -Parecía extrañamente furioso, trepidaba y se estremecía como un flan cabreado-. Hágame caso: mejor que se olvide de Pat Kinane. Está fuera: ¡fuera, off, out ! No cuente con él. Ni con Espíritu Gentil … Busque otro caballo en la Copa. Si quiere se lo digo… yo sé quién va a ganar. Le costará la mitad de ese grande que anda ofreciendo…

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