Fernando Savater - La Hermandad De La Buena Suerte

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La Hermandad De La Buena Suerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta novela obtuvo el Premio Planeta 2008, concedido por el siguiente jurado: Alberto Blecua, Alfredo Bryce Echenique, Pere Gimferrer, Álvaro Pombo, Carmen Posadas, Carlos Pujol y Rosa Regás.
Un caballo invencible que ya ha sido vencido, un jockey que desaparece misteriosamente cuando busca el secreto de la buena suerte, dos magnates sin escrúpulos que pretenden zanjar sus rivalidades en la pista del hipódromo… Ya se acerca la fecha de la Gran Copa, la carrera internacional que desata pasiones. Cuatro aventureros deben encontrar al desaparecido a tiempo para que pueda montar en la prueba crucial: mientras, cada uno de ellos lucha contra los fantasmas de su pasado. Su búsqueda los hará enfrentarse con enigmas y peligros, hasta el desenlace en una isla del Mediterráneo donde se encontrarán con la traición… y con el acecho de los leones. Una novela de aventuras, aliñada con gotas de metafísica y ambientada en el fascinante mundo de las carreras de caballos.

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– No sé… -balbuceó Abdulá, cogido de improviso-. Es que no he traído el teleobjetivo y como estamos bastante lejos de la pista…

– ¿No tiene teleobjetivo, con todos esos artilugios que lleva en los bolsillos? -comentó el Sultán, combinando el desdén con la suspicacia.

Solidaria como responsable de la expedición, Susana Lust acudió al rescate de su indeseado compañero:

– Bueno, da igual. Haz lo que puedas. Volvió de nuevo al sex-appeal , que nunca olvidaba mucho rato. Inclinando su busto indiscutible hacia el magnate, ronroneó casi con devoción, como si recitara un verso-: La verdad es que hay algo magnífico en ver a hombres a caballo.

– ¡Magnífico, sí, señor! -El Sultán volvía a mostrarse atento y complacido-. Aún más, Susana, fíjate, hazme caso. De ahí, del hombre a caballo, nace nuestra civilización. ¿Has leído a Jared Diamond?

– ¿Me lo puedes deletrear? -Muy aplicada, la chica recurrió al cuaderno y al bolígrafo.

– No hace falta… Es un teórico que estudia por qué en algunos sitios florece la civilización y en otros no. ¿Qué razón hay para que no se haya desarrollado en el centro de África, por ejemplo? Pues porque no se puede ensillar a un rinoceronte y utilizarlo como montura. En cambio, donde tenemos caballos…

– Vaya, no lo había pensado nunca. Pero reconoce que sería estupendo poder ver una carrera de rinocerontes…

– ¡La Gran Copa de los rinocerontes! ¡Una idea notable! Eso merece brindar con otra copita de champán, Susana.

Pero no le dio tiempo. La megafonía informó de que los caballos ya habían entrado en los cajones de salida y estaba a punto de comenzar la prueba más importante de la tarde. Inmediatamente, el Sultán requirió sus prismáticos y se puso en pie, tenso, concentrado. En un momento se le borró todo rastro de ligereza y frivolidad: ahora la vida iba en serio, su caballo se aprestaba a tomar la salida y él ya no estaba repantingado en el palco con una guapa señorita, sino allá lejos, en el extremo de la pista y con los músculos a punto. Los antiguos marinos que afrontaban el mar tenebroso tenían como lema el adagio «Vivir no es necesario, pero es necesario navegar». El blasón de Ahmed Basilikos, llamado el Sultán, podría leerse así: «Vivir no es necesario, correr y ganar sí lo es.» Entonces sonó un trompeteo por los altavoces, el público exhaló una voz unánime -de ánimo, de alivio por el fin de la espera…- y los caballos se pusieron en marcha veloz.

– ¿Dónde va el nuestro? -preguntó Susana, como si formase ya parte del equipo.

– Pues ahora va el último, claro. -El Sultán bajó un momento los gemelos y envió a Susana una mueca burlona, con exhibición fugaz de dientes carniceros-. No te preocupes, ahí es donde tiene que ir. Le gusta correr así.

La periodista no estaba preocupada en absoluto, pero sentía un conato de excitación y compromiso. ¿Quería la victoria de Kambises , quería su derrota? En cualquier caso, innegablemente, quería ya un resultado. Lo esperaba, lo exigía, se sentía trémula en el delicioso trance del «aún no, pero ya vienen, ¡ya vienen!». No necesitaba prismáticos para ver en la recta de enfrente la hilera de caballos, doce o trece, cada vez más estirada, y a la cola -un par de cuerpos detrás del resto- la figura blanquecina de Kambises , perfectamente discernible porque no había ningún otro de ese color entre los participantes. Y ahí seguía, el último, cuando los que marchaban en cabeza comenzaron a tomar la curva antes de la recta final. Susana lanzó una ojeada al Sultán: muy erguido, con los prismáticos en ristre, los labios apretados, sin concesiones mundanas. En lo suyo. Intentó indicarle por señas a Abdulá que debía fotografiarle en ese éxtasis, pero su auxiliar parecía sumido en alguna meditación inaplazable mientras consideraba con suma fijeza su pie derecho. Maldito imbécil, la última vez que cargaba con él.

Los caballos se habían agrupado un poco en la curva y desembocaron en la recta con probabilidades bastante parejas. Delante iban dos, netamente destacados, aunque uno de ellos ya daba muestras de haber agotado sus fuerzas; luego seguía un rabioso pelotón de seis o siete, todos bastante juntos, con los jinetes fusta en mano para exigir el aceleramiento definitivo; después unos pocos más, desperdigados, probablemente casi convencidos de que ése no era su día. Y, por fin, el último aún… ¡no, el penúltimo ahora!, marchaba Kambises . Casi sin querer, Susana se llevó la palma de la mano a la boca y luego la agitó como si quisiera sacudirse algo pegajoso que tuviera adherido en un dedo. Ya sembrados a lo largo del último tramo de la carrera, los adversarios hacían su esfuerzo más concluyente. Uno de los dos guías cedió por fin sin remedio, pero el otro todavía aguantaba aunque acosado de cerca por dos o tres aspirantes. Allá en la cola del grupo, Susana vio o, mejor, adivinó un remolino blanco que se desmarcaba hacia fuera y luego se abalanzaba por el exterior de la pista: con el tiempo justo o quizá demasiado tarde, Kambises iniciaba la caza. En unos pocos trancos, largos, descoyuntados pero efectivos, rebasó a media docena de competidores desanimados. Y siguió cada vez más rápido hacia los de cabeza. Ya estaba el cuarto, ahora el tercero… ¡No, mala suerte, la meta estaba demasiado cerca y no le iba a dar tiempo de alcanzar a los primeros! Kambises daba la impresión de haber llegado a su tope, no podía acelerar más, pese a los esfuerzos a punta de látigo de su jinete. Delante, aún otros dos luchaban entre sí y sostenían el tipo gallardamente. Ya estaban a punto de… Susana volvió a mirar al Sultán: con una mano mantenía los gemelos pegados a los ojos y con el puño de la otra golpeaba el aire, una y otra vez, rítmicamente, como el cómitre que marca con su mazo el ritmo de los remeros en la galera. De la garganta le salía una especie de gruñido enfático y cada vez más intenso, un «¡oooogg!» de aprobación, de aliento, de violencia apenas contenida. En la pista, la escena pasaba a toda velocidad, durante las fracciones de una fracción de segundo, pero a Susana le dio la impresión de que la veía a cámara lenta o, aún más, que estaba fija, esculpida más allá del tiempo. Estirándose por el margen de la ancha cinta de césped con un último impulso decisivo, Kambises se puso irremisiblemente a la altura de los dos primeros y siguió, siguió adelante hacia la meta que ya se les venía encima. Al instante siguiente, una eternidad después, la cruzaron los tres juntos pero el tordo había ganado por medio cuerpo. El Sultán bajó entonces los prismáticos y alzó el brazo derecho al aire, con la mano abierta como si quisiera encestar una canasta gloriosa. Sólo gritó:

– ¡Sí!

– ¡Lo ha conseguido! ¡Ese flacucho gris… no se da por vencido, no! ¡Ha sido emocionante! ¡Nunca creí…! -Cuando Susana se entusiasmaba, se ponía mucho más guapa, con los grandes ojos verdes brillando con fulgor apasionado y las mejillas arreboladas. Llevada por la emoción se acercó mucho al Sultán, como si quisiera abrazarle, y él aprovechó para tomarla por los hombros y besarla con el ósculo de la alegría compartida.

– No creas, ha ganado más fácil de lo que parece. Kambises siempre es así, le gusta hacernos sufrir. Si te empeñas en ponerlo delante se para, no hay manera. Sólo corre cuando ve a los demás delante: para fastidiarlos, para amargarles la fiesta. ¿Creéis que vais a ganar, eh? Pues ahora veréis… Adoro a ese bicho, de verdad.

El Sultán cogió a la periodista de la mano y dio un par de pasos hacia la puerta del palco.

– Venga, acompáñame abajo. Vamos a recibirle. Si quieres, puedes llevarle tú hasta el recinto de ganadores.

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