Abdulá lanzó otra ráfaga de instantáneas, mientras pensaba: los caballos pueden ser de varias categorías, pero los humanos pertenecen todos a la misma. Desvalidos y estimables cuando carecen de poder, arrolladores y falaces -¡odiosos!- cuando lo consiguen. Pero la insobornable voz de su Arma, el momento se acerca, será más pronto que tarde, pondrá a cada cual en su sitio: y Alá reconocerá a los suyos.
Con gesto floreado, el Sultán sacó de su bolsillo pectoral una voluminosa cigarrera y de ella extrajo un puro nudoso, retorcido, convulsionado. Disfrutó evidentemente con la mirada de asombro y rechazo de la señorita Lust.
– ¿Buenos y malos? Veamos, Susana: ¿qué le parece a usted este cigarro? Admita que no le gusta su aspecto: parece estropeado y viejo. Sin embargo, es excelente. Se trata de una muy rara y selecta labor cubana, los llamados «culebras». Los ignorantes, adoradores de la línea recta y las convenciones, los rechazan porque tienen forma de sacacorchos. Ellos se lo pierden… Con los caballos de carreras pasa frecuentemente lo mismo. El simple aspecto atlético del animal es engañoso. A veces hay que ser un poco retorcido y dar bastantes vueltas hasta encontrar la auténtica excelencia…
La periodista le lanzó una mirada discretamente impaciente, mientras tamborileaba con la contera de su bolígrafo en el bloc de notas. Empezaba a hartarse de tanta sinuosidad para responder a preguntas directas y sencillas. Pero Basilikos no pensaba renunciar así como así a su pavoneo filosófico: probablemente ante los guardaespaldas tenía menos gracia darse aires de sabiduría… Encendió con giratoria minuciosidad su «culebra», aspiró, expulsó con deleite una bocanada de humo fragante, comprobó que la punta contorsionada del puro estaba uniformemente prendida, volvió a dar otra chupada y procedió a seguir con su discurso:
– Mira, Susana. ¿Me permites que te tutee? Después de todo, ya nos conocemos desde hace un buen rato… Los caballos son animales tribales: cuando están en su libertad salvaje viven en grupos y corren en manada. Tienen sus jefes, sus guías, el macho alfa y todo eso. La evolución los ha hecho así. El caballo de carreras es una obra de arte humana, desde luego, pero ni la cría ni todos sus artificios han borrado los hábitos genéticos de tantos milenios. Así que ya ves: cuando participa en una carrera, rodeado por semejantes, el caballo vuelve a sentirse en su manada primigenia. Y en esa manada alguno suele erigirse como líder, mientras que otros adoptan mansamente posiciones subalternas. Pero en bastantes ocasiones el que tiene vocación de jefe o guía no es el más rápido, sólo el más decidido y valiente. De modo que a veces hay caballos que dominan en la carrera más por su personalidad imperiosa que por su velocidad. Y no pretendo ahora hacerte comparaciones con la sociedad humana… Sólo te aclaro que la mayoría de los mejores caballos son también los que tienen peor carácter, los menos dóciles. Es legendario el caso de Saint Simon , invencible campeón a finales del siglo diecinueve. Cuando se retiró para ejercer como semental, le pusieron un gatito en la cuadra con el fin de que le hiciera compañía. Lo mató al instante. Te recuerdo el dictamen de Clemenceau: quien tiene genio, tiene mal genio…
– Y ¿hay en su cuadra muchos cuadrúpedos geniales como ésos?
– De tú, por favor. ¿No hemos quedado en que íbamos a tutearnos? Pues sí, alguno tengo, alguno. Por ejemplo, Invisible . Con él gané el año pasado la Gran Copa y espero volver a ganarla otra vez, dentro de un mes. Es un verdadero capitán, irascible pero leal a su bandera. Es decir, a la mía.
– ¿Y el que corre dentro de un rato esta tarde? Venga, dígame la verdad, que no sé si jugarle…
– Te diré la verdad sólo si me tuteas. Verás, Kambises no es un jefe nato como el otro, pero tiene calidad. Puedes jugarle con toda confianza, porque estoy razonablemente seguro de que va a pegarse un auténtico paseo en la cuarta. Y también en la Gran Copa correrá muy bien, aunque ahí las cosas serán mucho mas difíciles. Juégale, anda, pero no esperes ganar mucho con él porque va a ser el máximo favorito.
– ¡Lastima! Y además no puedo apostar porque tengo que seguir aquí con usted… contigo. Aún me quedan muchas preguntas.
– Pero seguro que tu compañero fotógrafo puede ir y apostar por ti, además de jugarse también él unos cuantos ganadores -sugirió el Sultán, en tono que insinuaba un mundo de excitantes posibilidades para cuando se quedaran a solas.
– Me temo que no va a ser posible. Abdulá es musulmán y creo que su religión le impide jugar, ¿no? -El aludido suspiró su reconocimiento de esta prohibición, como si fuera un sacrificio enorme, sin dejar de encogerse y estirarse en busca del encuadre perfecto.
– ¡Ah, musulmán! -En la voz del Sultán se combinaron la curiosidad y la repugnancia, como si hubiera dicho «leproso». Por primera vez su mirada fría y desconfiada escrutó de veras a Abdulá.
Con una de sus muecas melifluas, el fotógrafo se excusó y pidió venia para salir un momento. No, je, je, nada de apostar, sólo necesitaba ir al water. En realidad, su propósito era examinar los alrededores para ver cuál podría ser la vía de escape tras la ejecución. Abdulá no se hacía ilusiones: suponía los efectos devastadores del Arma que llevaba escondida -aquí, está aquí, la palpo, la noto- y por tanto estaba convencido de que sus probabilidades de salir con vida tras utilizarla eran mínimas. Casi nulas, en verdad. Asumía ese riesgo y el mas que probable sacrificio con militante alacridad. Si debía morir, moriría sin titubear: ¡hágase la voluntad de Alá! Pero quizá los designios del Más Alto no fueran ésos; es posible que prefiriese resguardarlo entonces del despedazamiento mortal a fin de que cumpliera más tarde otras misiones. En tal caso, su obligación sería tratar de huir y ponerse a salvo para seguir siendo útil a la comunidad de los verdaderos creyentes. Y con tal fin debía intentar conocer las posibles escapatorias. Confiaba sobre todo en el universal desconcierto y general destrozo que produciría la explosión: si sobrevivía, la confusión sería su mejor aliada para huir. No por cobardía ni por culpable prudencia humana, sino por sumisión a los inescrutables designios del Altísimo.
Cuando salió del antepalco al pasillo, se encontró con los irremediables forzudos que vigilaban la puerta. Y también se dio casi de bruces con el cabecilla de los guardias, el que le había resultado vagamente conocido antes, al llegar, cuando le vio de espaldas. ¡Y tanto que le conocía! Era ni más ni menos que Jimmy Giú. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que se encontraron por última vez? ¿Cinco, seis años? Más bien siete. Lo cual no fue óbice para que le reconociera al instante, lo mismo que Jimmy a él:
– ¡Chino! Pero si eres tú… ¿Qué coño haces aquí?
Abdulá se estremeció al oírle: con alarma, con rabia y -para su sorpresa- con un átomo de nostalgia. Como todos los seres humanos, Abdulá era siempre uno y el mismo pero también había sido muchos. Al nacer, hace cuarenta y tantos años, se llamó Cipriano Gómez, un niño y después un adolescente de clase media, hijo único de viuda, cubierto de mimos y de insatisfacciones, acomplejado, quejica aunque con todo bastante feliz. Más tarde, ya en la universidad, adoptó con bastante docilidad la necesidad de la rebelión y formó parte de grupos radicales, con cuyos líderes se identificaba apasionadamente cierto tiempo para luego cuestionarlos más y más a fondo, hasta el rechazo definitivo. El padre, el padre perdido, el padre desconocido, el padre aborrecido y necesario, nunca volvía para quedarse… Tras un breve y desorientado vacío, se sentía atormentado por el «mono» de ortodoxia sublevatoria -era también como una droga para él, en seguida padecía los síntomas desolados de su dependencia- y buscaba otro grupo antisistema. ¡Ah, el Sistema! Ahí estaba el mal, en el Sistema o, mejor, en todos los sistemas que nos oprimen: el sistema capitalista, el sistema consumista, el sistema monetario, el sistema métrico decimal… Fuera del Sistema, de cualquier sistema, los seres humanos son (Cipriano nunca pensaba «somos») espontáneos e inocentes: pero el Sistema, los sistemas, caen sobre nosotros queramos o no, inexorablemente, sin falta, sin excepción. Lo que nos sistematiza, primero nos pervierte y luego nos destruye. Y la política es el Sistema de todos los Sistemas: por tanto hay que hacer política antisistema, es decir, política contra la política.
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