Fernando Savater - La Hermandad De La Buena Suerte

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Esta novela obtuvo el Premio Planeta 2008, concedido por el siguiente jurado: Alberto Blecua, Alfredo Bryce Echenique, Pere Gimferrer, Álvaro Pombo, Carmen Posadas, Carlos Pujol y Rosa Regás.
Un caballo invencible que ya ha sido vencido, un jockey que desaparece misteriosamente cuando busca el secreto de la buena suerte, dos magnates sin escrúpulos que pretenden zanjar sus rivalidades en la pista del hipódromo… Ya se acerca la fecha de la Gran Copa, la carrera internacional que desata pasiones. Cuatro aventureros deben encontrar al desaparecido a tiempo para que pueda montar en la prueba crucial: mientras, cada uno de ellos lucha contra los fantasmas de su pasado. Su búsqueda los hará enfrentarse con enigmas y peligros, hasta el desenlace en una isla del Mediterráneo donde se encontrarán con la traición… y con el acecho de los leones. Una novela de aventuras, aliñada con gotas de metafísica y ambientada en el fascinante mundo de las carreras de caballos.

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– ¿Yo? No sé si sabré… ¿Es la costumbre?

– Es mi costumbre, siempre que gano.

Susana volvió a ponerse un poquito maliciosa, para marcar distancias.

– Pero no has ganado tú. Ha ganado Kambises

El Sultán se paró y la miró muy serio, aunque con una llamita irónica en los ojos.

– Un poeta persa llamado Al-Hallach escribió: «Yo soy a quien Yo amo y a quien Yo amo es Yo.» Claro que como vivía en el siglo diez le crucificaron por blasfemo. Pues, bueno, yo, también yo…

– ¡Blasfemo!

El aullido los sobresaltó como una explosión. Allí estaba Abdulá, erguido y tembloroso, señalándolos con la mano engarfiada de los profetas de mal augurio, sollozando o riendo, quizá las dos cosas a la vez, vaya usted a saber. Histérico perdido, eso sin lugar a dudas.

– ¡Blasfemo! ¡Arrogante explotador de los pobres! ¡Tu yo no es más que vanidad y miseria! ¡Todos los infieles… sois mierda! ¡Mierda! Pero Alá es el Señor de la justicia… ¡La venganza es mía, dijo el Señor! No habrá refugio ni descanso para los infieles. ¡Llega la hora de Alá! ¡Maldición sobre los poderes de este mundo! ¡Matadlos a todos, Él reconocerá a los suyos! ¡A muerte, a muerte!

Se metió la mano convulsa bajo la zamarra y de un tirón la sacó esgrimiendo un grueso cilindro rugoso y negro, que blandió con triunfal amenaza. El Sultán retrocedió un paso dando un grito, un rugido más bien, mientras Susana se tiraba al suelo cubriéndose la cabeza con las manos. Abdulá bailoteó un instante con su cilindro en alto, pero sólo un instante, porque ya los fornidos guardianes habían irrumpido a paso de carga en el palco. Uno de ellos se arrojó en plancha contra Abdulá, derribándole sin esfuerzo. Pero no pudo impedir que de su mano escapara el ominoso tubo negro, que rodó por el suelo mansamente. Alguien, quizá el propio Sultán, dio la voz de alerta: «¡Cuidado con eso!» Otro de los guardaespaldas lo cogió con un gesto rápido y de inmediato se alzó para tirarlo lejos… aunque al momento siguiente, tras una ojeada, se lo tendió en la palma de la mano al Sultán.

– No hay peligro, jefe. Es sólo un teleobjetivo corriente.

– Registradle bien -gruñó el Sultán. Después, acercándose al caído, de bruces contra el suelo mientras un gigantón le mantenía el brazo doblado a la espalda y otro le palpaba por todas partes-. ¿Quién te manda? ¿Quién te ha encargado matarme?

Con la cara torcida y aplastada contra las baldosas, Abdulá apenas podía hablar. Sólo pudo lanzar una especie de balido, errático y lamentable:

– La comunidad de los creyentes… bendito sea, bendito… Él prevalecerá.

– Limpio, jefe. -El esbirro se irguió, concluida su tarea-. No lleva armas de ninguna clase.

¿Desarmado? ¡Qué sabrás tú! El verdadero creyente siempre dispone del Arma más poderosa, contra la que no hay escudo ni guarida. Yo la tengo aquí, aquí mismo… ¿O quizá no? La notaba hace un momento sobre mi pecho. Pero ahora… ya no sé. ¿La he perdido? ¿No tengo fe suficiente? Porque si he perdido mi Arma, estoy perdido. ¿Todo es inútil… otra vez inútil? Imposible, esta vez tengo al Todopoderoso de mi lado, sólo Él puede acabar con los fastos del poder terrenal. Pero el Arma… la verdad, no tengo arma ninguna. Ya no la tengo, aún no la tengo. ¿La tendré alguna vez? Aunque, quién sabe, quizá la explosión se ha producido y el exterminio ha sucedido ya, pero yo estoy condenado en el infierno a ignorarlo, a creerme fracasado, a no ver el día de la victoria. ¡Son tantos mis pecados… a lo largo de tantos años! Y ésa será mi tortura eterna.

– Sacadlo fuera y entregádselo a la policía. -Los forzudos alzaron a Abdulá como un pelele y se pusieron en marcha hacia la puerta, pero el Sultán los detuvo-. O, mejor, no. Es un chiflado inofensivo. Bajadlo a la entrada, pegadle una patada en el culo y que se vaya. ¡Que se largue bien lejos! No tengo ganas de perder el tiempo por su culpa dando explicaciones a la bofia.

Con un sicario sujetándole cada brazo, casi en volandas, Abdulá se resignó a ser transportado al pasillo, rumbo al ascensor. Allí, a medio camino, mirándole con una pizca de asombro para dar sabor a su habitual desprecio, estaba Jimmy Giú.

– Jodido Chino.

Abdulá le miró compasivo al pasar, sin rencor y, volviendo la cabeza por encima del hombro mientras le arrastraban, dijo con voz suplicante pero serena, melancólicamente serena:

– ¿Cuándo amanecerá, camarada?

12

LEVÁNTATE Y CANTA
(contado por el Doctor)

La causa más usual de la fiebre lenta es la tristeza.

R. DESCARTES,

carta a la reina Elisabeth

Verás, Lucía, ya sabes lo que pienso de todo este asunto del jinete volatilizado. Sencillamente: que es una perfecta ridiculez. Esperemos al menos que nos reporte unos honorarios suficientes para soportarla sin merma de nuestra autoestima. Porque sabido es que cuando se cobra más de lo habitual por hacer el payaso, ridículo es quien se ríe y no quien recibe la tarta en plena cara. Como es un capricho del Dueño el que nos ha metido en esto, que pague sin racanería parece lo más justo. Aunque yo sigo negándome a ver nada demasiado raro ni mucho menos siniestro en el ocasional eclipse del señor Kinane. Si se ha ido bien lejos, habrá sido porque ha querido y rumbo a donde le haya dado la gana; si todavía anda por los alrededores, el único misterio proviene de que se le ha olvidado mandar su actual dirección o atender un par de compromisos, él sabrá por qué. En cualquier caso, esa «desaparición» es un asunto privado en el que siempre nos tocará desempeñar a los inquisidores el papel menos airoso. ¿Qué se espera que hagamos, si por fin le encontramos y con toda claridad nos manda a paseo? ¿Tendremos que rescatarle del secuestro que no padece? O, aún peor pero más probable: ¿deberemos secuestrarle nosotros para dar gusto al Dueño y después decir que le estamos rescatando? Ni que fuéramos el Ejército de Estados Unidos…

Y, sin embargo, hoy he escuchado ciertos testimonios que me han hecho dudar de la convicción básica -y aún no abandonada, quede claro- que acabo de exponerte. Ya sabes que soy un espíritu científico y objetivo (¡nada de reírte, no lo consiento, mira que te parto la crisma… alma mía!), por tanto me enorgullezco de ser persuadible. Si se me ofrecen los debidos argumentos de peso, cambio de opinión sin rechistar ni sentirme humillado. Lo único humillante, claro, es no ceder a la razón. No voy a decirte que hasta este momento se me hayan dado suficientes motivos para cambiar de opinión sobre el caso Kinane, pero sí que hoy he oído y vislumbrado cosas que me hacen alentar una duda razonable sobre lo inocente de su desaparición. Paso a exponértelas y ya me dirás lo que opinas. Atenta, por favor.

Episodio primero: en la sauna. Por la mañana tuvimos reunión con el Príncipe, para distribuirnos nuestras tareas inmediatas. Yo quedé encargado de acompañarle por la noche al local en que cantaba esa Siempreviva, la amiga de Kinane y cofrade de la Hermandad de la Buena Suerte, según acababan de informarnos en nuestra visita a la sala de juego. Eso me dejaba la mayor parte del día libre. Entonces recordé que el Profesor me había sugerido ayer pasarme por una sauna frecuentada por jinetes y gente del turf , un mentidero por el que circulan según parece necesariamente todos los cotilleos y los soplos. Mi compadre es de una arbitrariedad lógica realmente inimitable: cuando le dije que era él quien debería visitar ese caluroso antro (siempre ha mostrado por las saunas un interés que difícilmente puede atribuirse solamente a razones higiénicas y además conoce al dedillo el who-is-who de la hípica), me replicó muy convencido que ya estaba demasiado visto por esos lares. No era desde luego mi caso y, por tanto, yo daría menos el cante: tal fue su popular modo de expresarse.

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