Germán Cáceres - La suerte dobló la esquina

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Escribir un relato policial es todo un arte. También lo es crear un ambiente, una época y conflictos, a veces, sin solución o con finales dramáticos, otras. El perfil de los personajes y los conflictos que cada uno de ellos enfrenta permiten al lector situarlos en distintos espacios como si fueran piezas. Piezas desordenadas de un rompecabezas que hay que poner, una a una, en su lugar. Estas historias están pobladas por seres que actúan como sienten que tienen que actuar. Podrían ser cualquiera de nosotros. Jorge Accame, Germán Cáceres, Olga Drennen, Mario Méndez, Mercedes Pérez Sabbi y Franco Vaccarini, autores de reconocida trayectoria, presentan La suerte dobló la esquina, antología con narraciones cuidadosamente construidas. Frente a ellas, los lectores se transforman en sagaces investigadores. Y, además, disfrutan del placer de leer.

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La suerte dobló la esquina Antología Selección de Olga Drennen Mario Méndez - фото 1

La suerte dobló

la esquina

Antología

Selección de Olga Drennen

Mario Méndez

Jorge Accame

Olga Drennen

Germán Cáceres

Mercedes Pérez Sabbi

Franco Vaccarini

Ilustraciones:

Agustina Anselmi Rodíguez

Índice de contenido La suerte dobló la esquina Portada La suerte dobló la - фото 2

Índice de contenido

La suerte dobló la esquina

Portada La suerte dobló la esquina Antología Selección de Olga Drennen Mario Méndez Jorge Accame Olga Drennen Germán Cáceres Mercedes Pérez Sabbi Franco Vaccarini Ilustraciones: Agustina Anselmi Rodíguez

Socios. Por Mario Méndez

Mirisini. Por Jorge Accame

Sin llantos ni gritos. Por Olga Drennen

Un robo imposible. Por Germán Cáceres

Adiós, tía Emy. Por Mercedes Pérez Sabbi

Los zapatos no son inocentes. Por Franco Vaccarini

Biografías

Legales

Sobre el trabajo editorial

Contratapa

Socios

Mario Méndez

Apoyado en el alféizar de una ventana del hotel Emperador, Frank Norman levanta su rifle de alta precisión y apunta con todo cuidado. En la mira está centrado un hombre de barba, que estaba a punto de subir a un lujoso coche blindado, y que ya no lo hará nunca. Antes de disparar, curiosamente, Frank piensa en que ya es hora de afeitarse. Sonríe con su ocurrencia... Luego aprieta el gatillo.

En ese preciso momento, Diane Winston baja del auto desde el que controla la escena y empieza a caminar rumbo al hotel. Lo hace sin apuro, sin prestarle ninguna atención al griterío de la gente aterrada por el disparo. En la puerta del hotel, Diane choca con Frank. Cae la cartera de la alta y atractiva pelirroja y Frank se agacha caballerosamente. Junto con la cartera caída de la joven, el hombre toma disimuladamente un sobre y se lo guarda en el bolsillo. Luego sigue su camino, sin mirar a la mujer, que camina hacia la otra esquina. Diane tampoco se vuelve. Ella y Frank son socios. Son más que eso, aunque en la organización que los tiene contratados nadie debe enterarse. La organización, por cierto, es súper secreta: una red de criminales a sueldo, que ha elegido cuidadosamente a cada uno de sus empleados. Diane es una exagente del FBI, desencantada con su trabajo y su magro sueldo. Frank, en cambio, es un exmarine. Los dos trabajan juntos, con absoluta eficiencia.

Ya en el departamento que ha alquilado provisoriamente, Frank deja el maletín con el rifle de mira telescópica sobre un sillón y abre el sobre. Adentro hay un pasaje de avión, a su nombre, rumbo a Nueva York. Tiene tres horas todavía antes de que salga el vuelo. Corre a darse una ducha reparadora y piensa en que, con suerte, esa misma noche se encontrará con Diane en su ciudad de destino.

Luego de la ducha, Frank se mira al espejo, se acaricia la espesa barba y piensa si no es hora de afeitarse. Pero no, no lo hará: Diane le ha dicho muchas veces que le gusta así.

Está a punto de partir rumbo al aeropuerto cuando suena su teléfono celular. Es su padre. Por cierto que es muy raro que el viejo campesino gaste una llamada, piensa Frank, y atiende. En un minuto se entera de lo que está ocurriendo en su Colorado natal, en el campo de su familia. Corta. Tiene el ceño fruncido, y camina a grandes pasos por el departamento. Al fin se decide. Saca entonces el pasaje de avión y lo prende fuego con un encendedor, sobre un cenicero. Antes de partir rumbo a la estación de trenes que lo llevará a Colorado vuelve al baño y se afeita. El señor X, jefe de la organización, lo había destinado a Nueva York y él ha desobedecido: es mejor que nadie lo reconozca. Piensa en Diane, en que a ella le gustaba su cara con barba y le escribe un breve mensaje. “Mi padre me necesita”, es todo lo que dice su mensaje.

Algunas horas después, Frank duerme en el asiento del tren que lo traslada a Colorado. Ya es de día cuando baja en la estación, alquila un auto y se dirige a la casa paterna, una pequeña hacienda dedicada a la cría de ovejas. Henry Norman, su padre, es un hombre viudo, de pocas palabras. Emplea apenas algunas oraciones para ampliarle lo que ya le ha anticipado por teléfono: Stapleton, un magnate petrolero que es dueño de casi todo en esa región de Colorado, ha descubierto un pozo en un campo lindante al de los Norman, y quiere comprar toda la zona. El viejo Norman no está dispuesto a vender, pero eso al magnate lo tiene sin cuidado. “O se va por las buenas, o se va por las malas”, le ha mandado a decir con uno de sus esbirros, y tiene 72 horas para responder. Frank masculla un insulto, y le pide a su padre que le convide algo de comer, pues el viaje ha sido largo.

Pasan tres días en Colorado sin novedades, hasta que una mañana regresa el emisario de Stapleton a la casa de los Norman. Frank recibe al matón en la puerta. Cuando el tipo se pone pesado, Frank lo levanta de las solapas y lo tira al medio del patio. El matón amaga con sacar su pistola, pero Frank es mucho más rápido. Le pone su revólver en la cabeza y antes de dejarlo partir, le manda un mensaje para el patrón:

—Dígale a Stapleton que el campo de los Norman no está en venta.

El emisario lo mira con odio. Se sacude el polvo del saco y se va. Volverá con ayuda, no cabe duda.

En tanto, en la ciudad de su último trabajo, Diane extraña a Frank. Lamenta que su socio no le haya mandado un segundo mensaje, pero no le importa. Sabe cómo ubicarlo en Colorado, y lo hará. Toma el mismo tren que Frank y piensa en él antes de quedarse dormida con la pelirroja cabeza apoyada en la ventanilla.

Al día siguiente se producen dos acontecimientos simultáneos. Diane llega a la estación de trenes de Colorado mientras los hombres de Stapleton rodean la casa de los Norman. Diane alquila un auto y emprende el camino hacia la hacienda. Frank nunca le ha dicho exactamente dónde está, pero no por nada ella ha sido agente del FBI. Cuando llega la recibe el estrépito de un tiroteo. Los hombres de Stapleton disparan sobre la casa; Frank y su padre responden desde las ventanas. Diane, que no es esperada por nadie, sorprende a los sitiadores por la retaguardia. Desde su auto, con una ametralladora portátil, dispara sobre los matones. Los que no caen bajo sus balas, caen bajo las de Frank, que animado por la llegada de Diane, ha salido del encierro y despliega todas sus artes de hombre de guerra. Solo uno de los matones sobrevive. Diane pretende seguirlo, pero Frank la detiene. “Mejor así, que le cuente a su jefe con quiénes se ha metido”, le dice, antes de abrazarla y besarla apasionadamente. En ese momento sale Henry Norman de la casa, y los mira en silencio. Frank se separa del abrazo y presenta a la bella pelirroja:

—Padre, ella es Diane, mi socia –dice, y sonríe.

Esa noche hay una cena para los tres, y luego un romántico paseo de los socios por el campo desierto.

—Te fuiste sin despedirte –le reclama Diane, pero Frank se encoge de hombros.

—No podía hacer otra cosa –es su respuesta.

Diane lo mira a los ojos. Parece algo turbada, pero se deja llevar por el romanticismo del momento y permite que Frank vuelva a besarla.

A la mañana siguiente, luego del desayuno, Diane anuncia que debe partir.

—Ya he cumplido con mi misión –dice, y Frank se la queda mirando, sorprendido.

Salen de la casa rumbo al auto que ha alquilado Diane. Frank pretende besarla, pero ella lo detiene.

—Ya no –dice, mirándolo a los ojos–. Te fuiste sin autorización, y el señor X me dio la orden de liquidarte.

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