En busca de la política que le purgara definitivamente del contagio político, sistemático, Cipriano pasó de un grupo a otro, de una intransigencia a otra mayor, de una denuncia de las complicidades con el sistema a otra denuncia de la denuncia, de un Gran Timonel a otro aún más fiero, de una decepción a otra todavía más grande. Incluso él solía darse cuenta de que los más puros, al llegar al poder, dejaban de serlo y que los más sinceros inquisidores, a fin de cuentas, resultaban tan letales como los inquisidores venales e hipócritas. A la postre, Cipriano llegó a la conclusión de que se puede, en el mejor de los casos, gobernar sin crímenes, pero jamás sin injusticias. Por tanto, el alma limpia debe renunciar a la pretensión de intervenir poco o mucho en la componenda gubernativa. Todo intento de reforma parcial es acatamiento y complicidad. Volvió a la infancia de su rebeldía, al origen, al sano balbuceo después de tantas horas de retórica y debates: «¡Poder, malo! ¡Gobierno, caca!» A todo y sobre todo: «¡No! ¡No!» Y de ahí el salto a la trascendencia monoteísta: sólo un Poder sobrenatural puede librarnos de los poderes naturales, sólo un Señor omnipotente nos sanará del poder, sólo la perfecta sumisión nos curará de la esclavitud y nos devolverá una libertad liberada de la posibilidad libre pero culpable de pecar. Entró a formar parte de la comunidad de los creyentes y se puso a las órdenes de La Base. Fue entonces cuando Cipriano se convirtió en Abdulá. Había perdido gran parte de su vida -quizá lo mejor, aunque a él no se lo parecía- en extremismos y tanteos, en devociones y ciega militancia, pero le quedaba un consuelo: jamás había colaborado en una mejora concreta de nada ni había resuelto el menor de los problemas prácticos de nadie. Nunca había condescendido a lo culpablemente útil: con humilde orgullo podía proclamar que siempre había sido un auténtico y leal revolucionario. Ahora, por fin, llegaba la hora de su venganza.
– ¡Chino!
Por un breve lapso de tiempo, cuando ya no era propiamente Cipriano pero aún no se había convertido en Abdulá, fue conocido como el Chino. Reminiscencias maoístas, aunque él de Mao no había llegado a leer ni el Pequeño Libro Rojo (una vez que se empezaba ya no parecía tan pequeño). Fue en ese período cuando conoció a Jimmy Giú, con el que compartió célula. ¡Cuántos recuerdos protoplásmicos, célula va, célula viene, formaban sus memorias! Jimmy no era precisamente un teórico, propendía en todo caso y circunstancia a la acción o, para ser más precisos, a la destrucción. «¡No podemos quedarnos cruzados de brazos!», rugía: y quería decir que había que ponerse cuanto antes a repartir hostias. En el terreno de la ciencia revolucionaria, lo más sofisticado que alcanzaba a entender era la fórmula magistral del cóctel Molotov. A todas horas se burlaba del apocamiento burgués del Chino, de sus miramientos, de sus remilgos, de sus mínimas concesiones a la prudencia. «¡Tú lo que eres es un humanista!», le espetaba, con un tono que dejaba claro que no le estaba avecinando con Erasmo sino con las cucarachas. ¡El bueno de Jimmy Giú! ¡Vaya bruto! Cuando llegara a saber lo que el inocuo «humanista» que él conoció como el Chino ocultaba hoy, ya Abdulá, bajo su zamarra… En cualquier caso, no tenía nada de raro que hubiese acabado como jefe de matones de un magnate mafioso.
– ¡Hombre, Jimmy, cuánto tiempo! Menuda coincidencia, ¿eh? Tú ahí, tan… y yo, ya ves, pues aquí. Ganándome la vida en la prensa, con los embaucadores del pueblo, je, je… Soy fotógrafo. Bueno, claro, ya lo habías notado, con todas estas cámaras y cachivaches… Oye, te encuentro estupendo. Perdona, pero tengo que ir al water. Estamos en plena entrevista y no veas cómo es mi jefa.
– Chino. Tan chalado como siempre… Venga, ojo, ¿eh? Ándate con cuidado, no quiero líos.
Por un momento pensó decirle que ya no era el Chino, sino Abdulá: pero en seguida se dio cuenta de que tanta información no resultaba necesaria ni prudente. Mejor callar y evitar volver a tropezarse con él hasta que… hasta que pasara lo que tenía que pasar. Con un poco de suerte, después ya no necesitaría darle ningún tipo de explicaciones. De modo que recorrió el pasillo rumbo a los servicios, que estaban al final, cerca de los ascensores (pero ¿seguirían funcionando los ascensores después de haber utilizado el Arma?… mejor sería dirigirse directamente a las escaleras, como se aconsejaba en caso de incendio), luego se entretuvo un poco en el lavabo (no pudo mear, demasiados nervios, estaba todo agarrotado por dentro) y para acabar volvió despacio, semisonriendo como un idiota y mentalmente tomando instantáneas de puertas, ventanas, personas, obstáculos… Todo registrado en su cerebro, aunque seguía siendo incapaz de trazar un plan de huida. En el fondo, no se hacía a la idea de que pudiera seguir vivo tras haber empleado el Arma. ¿Vivo, él, sólo él, entre tanta ruina y matanza? En fin, si tenía esa improbable suerte ya se las arreglaría de algún modo. Mejor dicho, Alá le pescaría con su anzuelo de oro y le sacaría de las aguas turbulentas y ensangrentadas, para depositarlo en la orilla más segura. Probablemente.
Cuando volvió al palco -luego de haber soportado de nuevo al entrar el escrutinio dubitativo y malévolo de Jimmy Giú, mira, mira y que te den, ya verás luego…- encontró al Sultán y a Susana riendo a carcajadas. Ahora iban quizá por la tercera ronda de champán, porque Basilikos era anfitrión insistente, y la reportera se había tomado por lo menos una copa y media, entre burlas y veras. Fuera por lo que fuese, se los veía contentos. En el suelo yacían los restos del «culebra» no apurado del todo, como un gusano seco y retorcido. Ambos miraron a Abdulá con esa expresión boba de las personas interrumpidas bruscamente en su risa. Después, para recuperar protagonismo, el Sultán señaló en la pista a un grupo de caballos que pasaba trotando.
– Mira, Susana, ya salen los de la cuarta. ¡Y ahí va Kambises !
– ¿Cuál es?
– Ése, el tordo. El de las anteojeras… Casi blanco, ¿ves?
Pasó Kambises , larguirucho y ceniciento, enmascarado con un antifaz rojo: galopaba de medio lado, como a regañadientes.
– No parece gran cosa. Al menos visto desde aquí… -Susana consideró que la entrevista estaba ya lo suficientemente asentada como para permitirse ligeras impertinencias.
– ¡Susana, Susana, qué voy a hacer contigo! ¿No te he dicho ya que la calidad de los caballos no puede medirse por criterios de estética convencional? Acuérdate de mis «culebras»… Ahí donde le ves, con su aire desgarbado, Kambises fue capaz hace un año de batir nada menos que a Espíritu Gentil .
– Perdona mi ignorancia, pero… ¿ése quién es?
– Un buen mozo. Seguro que si le vieses no le pondrías pegas, porque tiene un físico admirable. Y además es todo un campeón. Pero resulta que Kambises le ganó.
– ¿Es tuyo también el Espíritu famoso?
– No, pertenece a… a un conocido mío. Vamos, a la competencia. -El Sultán hablaba en tono divertido, pero le asomaba en los ojos una chispa feroz-. Dentro de poco mis caballos volverán a correr contra él y estoy seguro de que le derrotarán otra vez.
– ¿A pesar de ser todo un campeón?
– También los campeones tienen sus puntos débiles. Espíritu Gentil no es fácil de montar, ¿sabes? Y me parece que su dueño no cuenta por ahora con el jinete adecuado para él… -Lanzó una breve y seca risita. Luego se volvió hacia Abdulá, que se había refugiado en un rincón del palco y allí jugueteaba con sus cámaras, probando uno y otro objetivo para hacer tiempo-. ¿Por qué no saca usted alguna foto de los caballos en acción? Iría bien en el reportaje…
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