Ante la puerta del palco número 5, propiedad del Sultán, montaban guardia tres cancerberos cuyas hechuras de halterófilos se adivinaban sin esfuerzo bajo el esmoquin. En ese momento recibían instrucciones de un cuarto personaje menos ciclópeo, que parecía el jefe del comando. Aunque sólo pudo verle de espaldas, algo en su nuca canosa y en sus hombros levemente desparejos le resultó familiar a Abdulá. No tuvo tiempo para más averiguaciones, porque uno de los titanes les franqueó la entrada y los dejó esperando en el antepalco, donde había varias butacas y una mesita llena de botellas y canapés, mientras él pasaba al balcón que daba sobre la pista para avisar a su amo. Susana repartía su atención entre miradas curiosas a la excelencia que los acogía y otras más desasosegadas a Abdulá, del que esperaba en cualquier momento una fatal metedura de pata.
El Sultán apareció de inmediato, rechoncho y alegre. Pese a su tez casi cetrina y su barbita puntiaguda, bien cuidada, no parecía especialmente oriental: todo lo más, levantino. Pero se le notaban toques de exuberancia o extravagancia, como prefieran, de exceso en cualquier caso: por ejemplo, llevaba el frac de un color verde botella perfectamente inusual. Y mientras peroraba en tono a veces tan jubilosamente cordial que parecía casi maligno, palmoteaba con las manos gordezuelas como si se aplaudiese a sí mismo.
– ¡Ah, señorita, querida señorita! ¡Bienvenida! ¿Del Diario de Avisos , verdad? ¿O quizá de Las Noticias ? Perdóneme, nunca leo periódicos, una falta imperdonable, ya lo sé: sólo resúmenes de prensa. Resúmenes de prensa, nada más… y lo cierto es que en la mayoría de los casos ignoro cuál es la procedencia de la noticia resumida. ¡El agobio de la vida moderna, el vértigo, todo su estrés! Por cierto, ¿sabe usted que «estrés» viene del latín estringere , o sea apretar, estrujar? Vivimos estrujados, exprimidos por nosotros mismos, y lo peor es que nos gusta. ¡Nos gusta! ¿No le parece, señorita…?
– Soy Susana Lust, señor Basilikos, del Aviso de la Mañana . Y éste es mi fotógrafo. (Lo siento, a usted no le gusta ni a mí tampoco, me lo han impuesto.)
– ¡Señorita Lust, por supuesto, cómo he podido olvidarlo! Un apellido memorable, pero, si me lo permite, la llamaré Susana. ¿No le importa, verdad? Puedo ser su padre o, mejor, sólo su tío. No agravemos las posibilidades incestuosas… Susana, déjeme decirlo o reviento: es usted absolutamente encantadora.
La homenajeada asumió el cumplido con sobriedad profesional. El famoso Sultán se portaba de entrada como otro madurito reblandecido que se cree irresistible, alentado por sus previsibles éxitos con ese tipo de hembras al que se regalan los oídos con más pendientes que piropos. Mejor, sería más fácil manejarlo y quizá sonsacarle algo sabroso. Nada periodísticamente más rentable que un seductor vocacional. Basta con que una permanezca atenta y reprima el asco.
– Por favor, vengan aquí afuera para poder admirar la vista. No hay mejor perspectiva sobre la recta final. ¿Ve? Ahí está la meta, justo enfrente. Imposible perderse ni un detalle. Y usted, si lo desea -se dirigió condescendiente al fotógrafo-, podrá sacar desde aquí buenas imágenes de alguna llegada. ¿Qué le parece?
Abdulá gruñó aquiescencia y gratitud, mostrando dientecitos de conejo. Fatuo pagano explotador de viudas, eres tú precisamente quien está a punto de llegar a la meta final. Yo me encargo de eso, descuida. De nada va a servirte la vanagloria de la pompa y la riqueza. Cuando golpea el puño de Alá, no hay escudo mundano que pueda proteger al infiel.
– ¿Sabe, Susana? Prácticamente nunca concedo entrevistas. Jamás, créame, no me interesa la publicidad, más bien la aborrezco. En realidad, soy un epicúreo. Y no hace falta que le recuerde la recomendación de Epicuro: lathe biósas , vive oculto. O sea, disfruta cuanto puedas pero a cubierto. Me lo doy por dicho, ése es mi lema. De modo que quizá usted se pregunte por qué he aceptado este reportaje… -Pausa sugerente. Susana le miró con cándido interés fingido, pestañeando admirablemente un par de veces-. Por supuesto, no puedo decirle que el motivo haya sido conocerla. No me creería y con razón, porque ayer no era cierto ni verosímil… aunque hoy ya lo sea. No, me he prestado a esta entrevista porque su periódico ha asumido el compromiso de que las preguntas sólo versarán sobre temas hípicos. Y en esta materia tengo pocos secretos, al contrario. ¡Me gusta hablar de caballos! De modo que estoy a su disposición, Susana.
Antes de que la reportera pudiese decir palabra, el Sultán pidió prórroga con el gesto convencional de ambas manos cruzadas y tomó los prismáticos para examinar a los participantes de la primera carrera, que en ese momento salían a la pista. Desde su elevado observatorio se los veía pequeños y manejables, portátiles casi. A Susana le pareció imposible atribuirles cualquier virtud o defecto, ni siquiera características notables salvo en lo tocante a los distintos colores que portaban.
– Ahí está el favorito, el ocho. A mí, francamente, sigue sin gustarme. Siempre está cerca, pero nunca delante…
– Entonces, ¿a cuál le ha jugado usted?
– ¿Jugar? -El Sultán la miró con una sonrisa paternal y lasciva-. Yo no apuesto, Susana. Estoy del otro lado, compréndalo. Si apostase sería como un chef que de pronto abandona la cocina y se sienta a una mesa del restaurante para pedir el menú del día.
– Pero… ¿corre algún caballo suyo en esta carrera?
– Concretamente en ésta, pues no. Es poca cosa, la verdad. Corro a Kambises , en la cuarta, la más importante de la tarde. Luego le contaré. Pero yo soy criador y propietario siempre , aunque en muchas pruebas no participe. No vengo al hipódromo a ver qué pasa sino a ver qué logro… y a calibrar mis posibles adversarios. -Hizo un amable gesto de excusa-. ¡Perdóneme, me estoy poniendo enfático! Comprenda, se trata de mi gran pasión. Acepte este rollo con paciencia, como si fuera la lección primera… Pero este curso será corto, muy corto. Y yo voy a sentirlo mucho, porque luego usted se marchará.
Más corto de lo que tú te crees, revolvió en su magín Abdulá. Mucho más corto. Pero serás tú quien se vaya, aunque ni lo sospeches. Y sucederá antes, mucho antes de lo que piensas. Mientras colocaba un aparatoso objetivo en su Canon y se desplazaba por el palco, como buscando el mejor ángulo para las primeras tomas, Abdulá se palmeó secretamente el pecho -más o menos a la altura del esternón- para comprobar que allí seguía lista y a su alcance el arma que iba a utilizar. Era un arma o, mejor dicho, un Arma que no podía fallar y cuya potencia letal resultaba a priori imprevisible. Abdulá se estremeció levemente de placer, de expectación y de terror.
– Lo que quisiera averiguar, señor Basilikos -comenzó Susana, tras instalar dos grabadoras en un asiento vacío junto al que ocupaba el Sultán y comprobar que funcionaban-, es lo que significan para usted los caballos de carreras. ¿Qué satisfacción, qué orgullo obtiene de ellos? ¿Le resultan a fin de cuentas rentables?
– Comenzaré por su última pregunta, Susana. -El Sultán se mostraba verdaderamente regocijado-. Mire, yo tengo muchos negocios. Créame, muchísimos y muy variados. Incluso me atrevo a decir que más de los que la gente supone… ¡aunque hay tantas fábulas corriendo por ahí sobre mi humilde persona! Pues bien, todos son buenos negocios, provechosos, y todos me producen ganancias… salvo los caballos. De ahí vienen casi todas las pérdidas de mi balanza de pagos. Mis caballos ganan mucho pero gastan mucho más. Imagínese, la mitad de la isla Leonera es mía y la compré para ellos: para criarlos, para entrenarlos. Carísimo, un auténtico despilfarro. Aunque ganasen siempre, lo cual es imposible, todavía perdería dinero con ellos. Pero ya ve, estoy más contento perdiendo dinero así que ganándolo con cualquier otra inversión. Le confiaré mi secreto: como lo que me importa es disfrutar, mi único mal negocio resulta ser a fin de cuentas el mejor negocio de todos.
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