Fernando Savater - La Hermandad De La Buena Suerte

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La Hermandad De La Buena Suerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta novela obtuvo el Premio Planeta 2008, concedido por el siguiente jurado: Alberto Blecua, Alfredo Bryce Echenique, Pere Gimferrer, Álvaro Pombo, Carmen Posadas, Carlos Pujol y Rosa Regás.
Un caballo invencible que ya ha sido vencido, un jockey que desaparece misteriosamente cuando busca el secreto de la buena suerte, dos magnates sin escrúpulos que pretenden zanjar sus rivalidades en la pista del hipódromo… Ya se acerca la fecha de la Gran Copa, la carrera internacional que desata pasiones. Cuatro aventureros deben encontrar al desaparecido a tiempo para que pueda montar en la prueba crucial: mientras, cada uno de ellos lucha contra los fantasmas de su pasado. Su búsqueda los hará enfrentarse con enigmas y peligros, hasta el desenlace en una isla del Mediterráneo donde se encontrarán con la traición… y con el acecho de los leones. Una novela de aventuras, aliñada con gotas de metafísica y ambientada en el fascinante mundo de las carreras de caballos.

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De entrada, no me pareció tan enorme como me lo había descrito el Comandante, aunque sí bastante grande, una especie de extenso hangar con un breve piso superior que casi parecía una torreta y cuatro altas chimeneas. Sólo salían espaciadas bocanadas de humo de una de ellas. Todo estaba cercado con una valla metálica de aspecto patibulario y en la entrada principal, cerrada por una barrera levadiza, había una garita de guardia dentro de la que brillaba una luz más bien tenue. El Comandante pasó de largo sin aminorar la velocidad, pero después, un kilómetro más allá, retrocedió lentamente marcha atrás, con los faros apagados. Aparcó en la espalda del edificio, fuera de la vista de la garita.

– Bueno, aquí estamos. Para empezar por lo primero, supongo que llevas tu pistola.

– ¡Naturalmente que no! Lo que faltaba, que provocásemos un tiroteo con los guardias.

– Nunca se sabe. Yo, por si acaso, llevo la mía… -De un bolsillo lateral sacó una Uzi, ni más ni menos.

– Pues ya la puedes ir dejando en la guantera. Si no, me quedo en el coche.

– Pero es que sin ella me siento desnudo -refunfuñó.

– Si vas desnudo sólo pueden ponerte una multa por exhibicionista. Pero así evitaremos que en el peor de los casos nos acusen de asalto a mano armada.

Convencerle no me resultó demasiado difícil, quizá en el fondo estaba más cuerdo de lo que parecía. Cuando guardó la artillería, respiré aliviado y le acepté una linterna igual a la suya que me ofreció como premio de consolación, muy mona y no mayor que un bolígrafo. Después nos bajamos del cuatro por cuatro -qué alto era el condenado, caramba- y fuimos hacia la cerca metálica. Yo marchaba tan decidido que ni me molesté en preguntarle cómo pensaba entrar. Hice bien, porque se dirigió sin vacilar hacia una pequeña puerta trasera, defendida por una cadena y un candado de aspecto imponente. Cuestión de apariencias, porque se abrió milagrosamente en respuesta al primer apretón de su manaza. Ante mi asombro, el Comandante se limitó a murmurar, con un guiño de caricaturesca astucia: «Ya te dije que no he nacido ayer.» Esa precisión biográfica no me aclaró demasiado las cosas, pero lo que cuenta es que entramos sin dificultad.

Cruzamos el patio hacia la mole callada del edificio. Quiero hacer constar que en ningún momento dejé de pensar que todo era una completa chifladura. Apenas sabíamos lo que buscábamos, y en absoluto dónde buscarlo o qué deberíamos hacer si lo encontrábamos. Pero el Comandante parecía tenerlo todo tenebrosamente claro. Se diría que se había pasado la vida entrando y saliendo clandestinamente de esa fábrica a altas horas de la noche, tal fue la prontitud con la que me condujo hasta un ángulo de la fachada. Allí se incrustaba en la parte más baja una especie de trampilla metálica provista de una agarradera y encima, pero al alcance de una persona ágil, una ventana relativamente angosta.

– Atento, Profe, aquí debemos separarnos para ahorrar tiempo. Tú baja por ahí -me señaló la trampilla-, que, si el plano del edificio que tengo no me engaña, da a una especie de carbonera no muy grande y luego a un sótano que sirve de almacén y que acaba en unas escaleras que llevan a la planta superior. Te aconsejo que salgas, después de echar una ojeada, por el mismo sitio que vas a entrar. Por supuesto, considero poco probable que ahí encuentres nada, pero más vale estar seguros. Yo voy a colarme por esa ventana y me encargo de la planta principal.

– Oye, que quede claro. -Intenté jugar al compañero sensato, a fondo perdido-. Sólo se trata de explorar un poco y de enterarnos de si hay gato encerrado. Nada de rescates heroicos ni de operaciones de comando. Si encontrásemos algo, lo que me extrañaría bastante, se lo contamos mañana al Príncipe y él sabrá qué debemos hacer.

– Claro, claro, entendido. No hace falta que me trates como a un novato. -Parecía ofendido por mis reservas y miró con gesto brusco su reloj-. A ver, yo tengo las doce y cuarto. Para hacernos una idea, con media hora tenemos de sobra. De modo que a la una menos cuarto nos encontramos en el coche. Venga, hay que moverse rápido.

Tiré de la manija de la trampilla, pero fui incapaz de moverla. Estaba firmemente encajada, atornillada quizá… Con un gruñido de fastidio, el Comandante me hizo a un lado, flexionó un poco las piernas y luego pegó un fuerte tirón. Tras un prolongado quejido de bisagras mal engrasadas, la trampilla se abrió como la puerta de un horno apagado. Un relente poco grato salió por la boca negrísima, una fetidez sosa y agria en la que se mezclaban el olor de la madera podrida y la peste remota a rata muerta. Soy de los que cuando tienen que hacer algo que no quieren hacer, lo hacen cuanto antes, sin pensarlo más. De modo que de inmediato entré por la trampa con los pies hacia delante, como quien se deja deslizar por un tobogán. A guisa de despedida y para desearme ánimo, el Comandante me asestó una varonil palmada en la espalda.

Resbalé por una superficie inclinada y pulida dos o tres metros, luego caí libremente metro y medio más. Aterricé en un suelo que me pareció pedregoso, lleno de cantos y guijarros. Los aparté a patadas para aposentarme bien en la superficie plana. Después encendí la linterna. El claro y estrecho trazo de su lápiz luminoso me reveló que las supuestas piedras eran en realidad pedazos de carbón, algunos casi minúsculos y otros del tamaño y hasta la forma de la cabeza de un niño recién nacido. Provenían de los sacos que se amontonaban a derecha e izquierda de una especie de estrechísimo sendero que penetraba hacia dentro y más adentro. La tela de algunos de los envoltorios estaba reventada y vomitaban su contenido de antracita a mis pies, por todas partes. Las pilas de sacos eran altas y formaban un auténtico desfiladero, por el que avancé con mucho cuidado; no me hacía ninguna gracia imaginar que podían desmoronárseme encima. Al echar a andar oí un seco chasquido metálico a mi espalda. Por lo visto la trampilla se había cerrado, aunque la simple fuerza de la gravedad debería haberla mantenido abierta…

No me era fácil respirar, porque el polvillo de carbón llenaba el aire de una gasa impalpable que atenazaba la nariz y la garganta. Además estaban los olores, una peste húmeda y vegetal, aroma de agobio. Y también otro más dulzón, como a carne podrida y orina y excrementos… la característica olfativa de la jaula de los grandes carnívoros en los zoológicos. Me dije: «Debe de ser tu imaginación.» Pero no por esa admonición dejé de imaginarme lo que me imaginaba. Seguí internándome con cautela, sorteando sacos y tropezando con esquistos de carbón. El rayito de luz de la linterna no revelaba ninguna novedad en mi angosto paisaje. Ahora echaba de menos la compañía del Doctor, sus ácidas glosas positivistas y desmitificadoras que solían irritarme pero que en estas circunstancias tanto me hubieran aliviado. Tipo gruñón y sin embargo fiable, el Doctor, un escéptico que ponía en cuarentena casi todo pero nunca retrocedía cuando había que enfrentarse a la evidencia. En fin, ahora estaba yo solo. Y esto no era un sueño, ¿verdad? No, no lo era. Tampoco soñaba -aunque respondía al habitual esquema de mis sueños, que siempre transcurrían agravándose - una especie de gimoteo, sollozo o mero sorbido suspirante de mocos que escuché delante de mí y algo a la izquierda. En ese punto el muro de sacos se detenía y permitía un ensanchamiento, una especie de plazoleta semicircular junto a la pared de cemento. Allí había algo, es decir alguien, acurrucado y aun así voluminoso, encogido y doliente, profiriendo gañidos como de bestezuela o niño pequeño. El olor fétido a estiércol, amoníaco y putrefacción era más fuerte que nunca.

Me acerqué despacio, sin que el sentimiento de irrealidad onírica se desvaneciera del todo. El rayo de luz de la linterna era tan fino que sólo le vislumbraba a pequeños retazos, pero me pareció que vestía una especie de mono verdoso, desgastado, y se mantenía acuclillado, con la cabeza escondida entre los brazos. De pronto, como para taparse aún más, hizo un movimiento con el hombro y apareció su mano, palidísima, lívida y medio escamosa, sobre la que resaltaban las uñas negras. No, aquélla no podía ser la mano de Pat Kinane. Ni tampoco el bulto tenía tamaño de jockey; aunque estuviese replegado sobre sí mismo, se notaba que era mucho más grande y más pesado. Empecé a hablar en voz baja con tono afable, tranquilizador (aunque me era difícil tranquilizar a nadie, con lo poco tranquilo que estaba yo) y sólo se me ocurrieron las antiguas palabras con las que uno se acerca a los caníbales y a los marcianos… o a la criatura de Frankenstein: «Amigo… tranquilo, soy un amigo… soy amigo.»

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