Fernando Savater - La Hermandad De La Buena Suerte

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La Hermandad De La Buena Suerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta novela obtuvo el Premio Planeta 2008, concedido por el siguiente jurado: Alberto Blecua, Alfredo Bryce Echenique, Pere Gimferrer, Álvaro Pombo, Carmen Posadas, Carlos Pujol y Rosa Regás.
Un caballo invencible que ya ha sido vencido, un jockey que desaparece misteriosamente cuando busca el secreto de la buena suerte, dos magnates sin escrúpulos que pretenden zanjar sus rivalidades en la pista del hipódromo… Ya se acerca la fecha de la Gran Copa, la carrera internacional que desata pasiones. Cuatro aventureros deben encontrar al desaparecido a tiempo para que pueda montar en la prueba crucial: mientras, cada uno de ellos lucha contra los fantasmas de su pasado. Su búsqueda los hará enfrentarse con enigmas y peligros, hasta el desenlace en una isla del Mediterráneo donde se encontrarán con la traición… y con el acecho de los leones. Una novela de aventuras, aliñada con gotas de metafísica y ambientada en el fascinante mundo de las carreras de caballos.

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Entonces yo también me cabreé, tenías que haberme visto. Me hubieras tirado de la manga para domesticarme… aunque en ese momento no llevaba mangas. Ahora que lo pienso, mi indignación -exagerada, extemporánea, exótica- debía de estar causada en gran parte por la congestión calurosa y también el esfuerzo por no pensar en los hongos que sin duda estaría pillando cada vez que apoyaba un pie en el suelo o me rozaba con aquellas losetas contaminadas.

– Oiga… Buda. Porque usted es el Buda, ¿verdad?

– Así me llaman -me alegró oírle sonar todavía ligeramente ufano.

– Buda, váyase a tomar por culo. Usted y sus soplos de mierda. ¿Me oye? A tomar por culo.

Resopló como una morsa vieja y atascada. No se lo esperaba, vaya que no. Se puso en pie con toda la dignidad gelatinosa de que era capaz (o sea, sin dignidad ninguna), gruñó un par de tacos lo suficientemente bajito para no darme un pretexto y que le rompiera los dientes, luego se bamboleó flatulento hasta la puerta y se apresuró a abandonar el hirviente recinto. Sentí esa mezcla de vergüenza y júbilo que nos invade cuando la ira nos ha hecho prevalecer sobre alguien, aunque sea en detrimento de la equidad. Bueno, al menos yo había aprendido algo que ignoraba el Profesor: tenía una prueba directa de que el Buda sí que salía de vez en cuando de la sala de vapor…

Decidí darle un plazo razonable para que se refrescara en la ducha y se largase. O para que se encerrara en el retrete a llorar su disgusto. O para que le diese un infarto y reventara de una vez. En cualquier caso, no quería encontrármelo resoplando en el vestuario, mientras se ponía la tienda de campaña que debía de utilizar como calzoncillos. Así que me relajé un poco, cerré los ojos y estuve a punto de sentirme a gusto… aunque todavía me volvía de vez en cuando el reparo por lo de los hongos, el pie de atleta y demás. Entonces alguien habló a través de la espesa gasa húmeda del vapor, allí, al fondo a la derecha.

– Si no se enfada también conmigo, le diré algo. Apenas lograba verle. Me pareció joven y menudo, casi insignificante comparado con el paquidermo que acababa de abandonarnos.

– No se preocupe, ya se me ha pasado. Por lo general soy muy apacible.

– Si usted lo dice… Mire, a mí tampoco me gusta el Buda. Pero tenía razón en una cosa que le dijo: olvídese de Espíritu Gentil para la Copa. Que lo monte o no Pat Kinane no tiene nada que ver, porque no ganará en ningún caso.

– Y eso… ¿por qué, si puede saberse?

– Muy sencillo: porque volverá a ganar Invisible , como el año pasado. Está mejor que nunca y es más caballo que Espíritu , créame.

– Muy seguro está usted, señor…

Se puso en pie y se me acercó dos pasos, saliendo de la niebla. Era menudo, sí, pero atlético y no tan joven como yo había supuesto. Tenía una cara curtida, experimentada, arrugas profundas y poco pelo.

– Me llamo Malcom Bride. Voy a montar a Invisible en la Copa y sé de lo que hablo.

Así acabó mi visita a la sauna. Que me dejó pensativo y ya veo que a ti también. Paso ahora a contarte el segundo episodio revelador de la jornada.

La cita principal del día me pareció en principio más favorable que la incursión que acabo de narrar. No tengo rechazo grave contra la ópera ni me produce en general escrúpulos higiénicos, como las saunas públicas. Tampoco soy un gran aficionado, aunque siempre tuvimos en nuestra modesta discoteca algunas grabaciones del género. Nunca óperas completas, desde luego, porque ni tú ni yo -y tú aún menos que yo, tendrás humildemente que reconocerlo- seríamos capaces de escuchar algo tan largo, sólo selecciones de arias, dúos y otros momentos especialmente destacados. ¿Recuerdas? El bueno de Pavarotti, Mario Lanza y su Arrivederci, Roma , una antología de Aida con Carlo Bergonzi y Giulietta Simionato, otra de La Bohéme con Mirella Freni y desde luego Maria Callas. Que es a la única que oíamos de verdad con cierta frecuencia, a la gran Maria. Como cualquier ocasión te ha parecido siempre buena para tomarme el pelo, nunca dejabas de meterte con la cara que según tú se me suele poner al escucharla cantar Casta Diva . Como un besugo recién sacado del mar, haciendo pucheros. Y me imitabas con bastante más gracia que exactitud. Vamos, digo yo.

En fin, que acompañé con aceptable disposición de ánimo al Príncipe a nuestra cena lírica. El Elixir de Amor tenía la apariencia estándar de cualquier trattoria , en cuanto a la decoración falsamente rústica y el olor a tomate con orégano, con la única peculiaridad de que todas las fotografías que adornaban sus paredes eran de cantantes de ópera. La mayoría, celebridades del pasado -por supuesto, no faltaban Caruso ni Melchior-, pero también otros más recientes e incluso había retratos tomados en el mismo local y firmados por sus protagonistas. Por lo visto, la cocina del Elixir de Amor había sido degustada -y tal vez padecida- no sólo por Alfredo Kraus, sino también por Teresa Berganza y hasta por Juan Diego Flórez. Bueno, si a ellos les había bastado, por qué no a nosotros. La carta ofrece especialidades italianas, la más fiable de las gastronomías, soportable incluso cuando es mediocre. De reservar la mesa se había encargado el Príncipe, que tenía una habilidad especial para esa tarea o siempre conocía el nombre mágico que invocar para gozar de privilegios menudos. En cualquier caso, estábamos hacia la zona central de la sala pero medio disimulados tras una columna, es decir, que podíamos asistir a todo sin convertirnos nunca para nadie en parte indiscreta del espectáculo.

El Príncipe se había emperejilado bastante para la ocasión, aunque sin ningún exceso llamativo ni de mal gusto: en elegancia sobria y natural es en lo único que indudablemente supera a su padre, al que recordamos más bien inclinado a lo fosforescente. Junto a él, yo me sentí bastante desastrado: acuérdate, tú eras quien me vestías y yo sólo me vestía para ti. Ahora ya no sé qué ponerme, me da igual lo que llevo y además todo me está mal. Para rematar la faena, me afeito sólo un día de cada cuatro o cinco, porque se me olvida o me da pereza. Qué facha tengo. A veces, para mi alarma, logro verme con cierta objetividad, desde fuera. Por las mañanas, cuando no puedo evitar mirarme en el espejo, pregunto: ¿de dónde te has escapado?, ¿de quién huyes?, ¿dónde esperas refugiarte? Y también desde el espejo tú me miras con cariño, compasiva, pero sin poder ayudarme ya. Dejémoslo. Pues, en fin, aquí estoy, cenando fuera, casi de fiesta. Y el Príncipe, sin el menor reproche (¡qué estará pensando ahora mismo de mí!), charlando conmigo como si fuésemos un par de buenos mozos comenzando una noche prometedora…

El camarero que se acerca para tomarnos el pedido tiene las patillas de Fígaro pero nada de su pícara alegría. Más bien parece resignado a un fastidio rutinario que apenas disimula. Hace un momento vi pasar a una camarera jovencita que en cambio podría ser una aceptable Zerlina, pero a ella le ha tocado atender otras mesas. Suspiro. Cenaré ligero, como siempre: sopa minestrone y bresaola con rúcula y parmesano. En cambio el Príncipe comparte el bárbaro apetito de Don Giovanni: penne alla arrabiata y escalopines al Marsala. Está en la flor de la edad, como suele decirse. Pide Chianti y me lanza su mejor sonrisa. Se la traslado in pectore a mi colega el Profesor, que hubiera sabido apreciarla mejor que yo.

Para entretener la espera, inspeccioné discretamente la clientela del local. Predominaban las parejas -en varios casos dobles parejas- de mediana edad. Un ventripotente caballero más que maduro atendía a una joven que evidentemente no era su hija, procurando impresionarla con su conocimiento del mundo y vasta cultura. La pobre criatura tenía el aburrimiento garantizado. Sorpresa: la mesa más animada, muy cerca de la nuestra, era también la más silenciosa. La ocupaba un grupo de sordomudos que mantenían una viva y sonriente conversación gestual; de vez en cuando a alguno se le escapaba una especie de ronco gañido, una nota discordante que supongo que era el equivalente en su caso a volcar un vaso con el codo entre comensales dotados de voz. O quizá fueran solamente mudos, pero no sordos, porque si no resultaba un poco raro que eligieran una velada musical para acompañar la cena. Aunque quién sabe, todos vivimos de ilusiones y de inconsecuencias.

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