Ya'kub se sentía muy conspicuo y algo avergonzado en su disfraz de beduino, un calco del de su padre, aunque sin las armas. Hamid, por su parte, llevaba una camisola y unos pantalones amplios de algodón blanco y, en los pies, unas babuchas de tiras de cuero. Esa misma era la indumentaria del otro hombre de confianza del Bey, Ahmed el nubio, también originario de Asuán, que hacía las veces de ordenanza y cocinero. Para todos ellos había jeras y pesadas mantas de lana de camello.
Rosita Forbes seguía vestida con su amplia abeyya blanca que le llegaba hasta los pies y un hegab que le cubría la cabeza por entero, aunque, en vista de que las nativas llevaban la cabeza descubierta, le pareció un exceso tapársela de forma tan aparatosa. Pensó que ya tendría ocasión de quitarse ese engorro de encima a lo largo del viaje.
El príncipe Kamal al-Din, rodeado de sirvientes y acólitos, hizo la pequeña travesía de pie, apoyado contra la proa de la embarcación.
Desembarcaron en el espigón y allí los esperaban el jefe del destacamento de guardacostas, un teniente coronel absurdamente británico hasta en las guías de los bigotes, un retén de soldados nativos y los servidores que, días atrás, habían sido enviados desde El Cairo para ocuparse de los detalles de la expedición. Los caballos serían desembarcados más tarde.
En la parte trasera de la oficina del puerto, entre ésta y la mezquita, se hallaban aparcados a la sombra los tres enormes automóviles Citroën Kégresse que serían utilizados para recorrer los doscientos cincuenta kilómetros que separaban Sollum del oasis de Siwa. Eran unas máquinas de extraordinario aspecto, grandes y pesadas, con un rodillo delantero que hubiera podido confundirse con una caja de caudales. Pintadas de color ocre, la primera tenía dos asientos corridos tapizados en cuero en los que podían viajar con relativa comodidad cuatro personas, aunque para una expedición desértica, la mayor parte del asiento trasero debería ir ocupada por latas de gasolina y de aceite. De sus costados colgaban bolsas de documentos y un cilindro para llevar mapas enrollados del territorio que iban a recorrer. Los otros dos autos tenían una estructura similar, pero, en lugar de asiento trasero, había un gran cajón de un metro de alto por el ancho del coche en el que almacenar la impedimenta del viaje, dejando su ocupación reducida a dos pasajeros.
– ¡Ha! -exclamó el príncipe con voz estentórea, dando una fuerte palmada sobre el capó del primero de los vehículos-. ¿Y qué os parece? Con esta máquina conseguiremos conquistar y dominar el Sahara para siempre. Y espera a que nos lleguen los aeroplanos de uso civil. Ya tengo encargados a Inglaterra dos biplanos BE 2c, iguales a los usados en este mismo tramo de costa durante la Guerra Mundial, pero sin ametralladoras, claro. -Soltó una carcajada-. Una maravilla. La combinación de auto y avión será el elemento civilizador por excelencia, la consagración del futuro de Egipto… Ah, sí, amigos míos, aquí tenéis el futuro.
– Medio futuro -precisó el Bey, sonriendo.
– ¿Eh?
– Faltan los biplanos.
– Un día mandaré que te corten la cabeza por bromista impertinente, Ahmed. ¿No sabes que debes respetar a tu príncipe por encima de todas las cosas?
– Desde luego. ¿Sabes lo que se me ha ocurrido hace algún tiempo? Precisamente que, con los aviones de motores Sopwith que vas a traer a Egipto, podríamos inaugurar una línea regular de correo aéreo Londres-El Cairo…
Kamal al-Din señaló al Bey sacudiendo el dedo índice.
– ¿Sabes que no estás diciendo ninguna tontería? Hablaremos de eso cuando vuelvas de este viaje.
– Si vuelvo…
– ¡Aj!
Al poco de desembarcar, cumplimentados los saludos de protocolo al jefe de puesto y de éste al príncipe Kamal al-Din, el Bey quiso comprobar con detalle las provisiones y la intendencia en general de los preparativos de la expedición. Era la segunda vez que se cumplía con este rito y a Ya'kub aún le había de sorprender la tercera revisión que se realizaría en Siwa, el día antes de que todos emprendieran el viaje a través del Gran Mar de Arena.
En primer lugar, se comprobaban las vituallas, arroz, azúcar, harina, aceite y té, todas empaquetadas en grandes sacos de arpillera. Inevitablemente, la comida se agotaría en un plazo más o menos largo y los viajeros no tendrían más remedio que confiar en poder irla reponiendo por el camino, gracias a la generosidad de las tribus beduinas y de los habitantes de los oasis.
No llevaban carne, puesto que no podía conservarse («patos podridos, sí», dijo riendo Hamid a Ya'kub, aunque cortó la risa en seco cuando el Bey lo miró), ni café, que el fundador de la secta senussi tenía prohibido a los que se internaban en el Gran Mar de Arena por tratarse de un lujo pecaminoso.
Té, en cambio, había en abundancia. El té del desierto nada tiene que ver con el pálido líquido aromático que se sirve en Europa; es más bien un brebaje de hierbas, turbio y amargo, cuyo sabor es suavizado con hojas de menta y agua de rosas, pero apaga la sed y reanima al viajero agotado al final de la jornada.
Los que cruzaban el desierto también tenían prohibido el tabaco, pero se trataba de una regla que el Bey había decidido ignorar, lo que hizo pensar a Ya'kub que la religiosidad de su padre admitía excepciones, especialmente cuando descubrió que los camellos llevarían asimismo unas latas de café.
También cargaban con una gran cantidad de dátiles, la comida habitual de los camellos cuando se desplazan por las inmensidades de arena, y de los hombres cuando el resto de las provisiones se ha agotado. Los dátiles del desierto tampoco tienen mucho que ver con la variedad dulzona a la que están acostumbrados los europeos: el azúcar da sed y eso es peligroso cuando los escasos pozos de agua están a varios días de viaje unos de otros.
El Bey había decidido llevar algunas conservas, carne en lata, verduras y alguna fruta, para cuando fuera necesario dar a los viajeros que no eran beduinos del desierto, Nicky, Ya'kub y el propio Bey, algún consuelo frente a la dureza del viaje.
Así era la lista de alimentos, a la que había que añadir sal y pimienta, abundantemente usada para especiar el asida, un budín de harina hervida y aceite que sabía a poca cosa pero que servía para hastiar el estómago vacío. Resultaba picante, eso sí.
– Hay poca variedad -explicó el Bey-, pero la variedad es algo a lo que se debe renunciar cuando las provisiones van a lomos de unos animales que sobreviven gracias a lo que pueden llevar por sí mismos. No hay lujos, por muy agradables que nos resultaran para romper la monotonía del arroz, el pan ácimo, los dátiles y el té. Cuando se tiene experiencia en el viaje del desierto y sabiduría para aprender de ella, no se llevan alimentos que son insuficientes para alimentar a todos los que van en la caravana. -Miró a su hijo-. En la expedición del desierto no hay distinciones de rango o clase, alta o baja.
Luego venía el agua, el gran problema de los viajes por el desierto.
– El hombre es capaz de vivir sin alimento sólido durante un periodo de tiempo asombrosamente prolongado, pero quien fuere capaz de aguantar sin beber más de cuatro días estaría obrando un milagro. El viajero del desierto debe pensar antes que nada en su reserva de agua potable.
El agua se llevaba de dos maneras distintas: en girbas, unos odres de piel de oveja o cabra, veinticinco de ellos, en cada uno de los cuales cabían entre quince y veinticinco litros, y en fantasses, unos contenedores alargados de hojalata que viajaban colgados del costado de los camellos. Habían sido previstos cuatro de quince litros de cabida cada uno y otros cuatro más grandes que podían contener unos cuarenta y cinco litros. El problema con las girbas era que se reventaban con facilidad en los caminos pedregosos, cuando los camellos se rozaban o chocaban entre sí; en ocasiones también se ponían a sudar sin que nadie supiera la razón de ello y se vaciaban en poco tiempo. Por eso, aunque las girbas vacías fueran más ligeras y fáciles de transportar, las fantasses eran mucho más seguras.
Читать дальше