El hombre santo, el más anciano de los tíos de Hassanein Bey, un gran imán al que respetaba todo el mundo en El Cairo, especialmente en la mezquita de al-Azhar, de la que había sido maestro el propio padre del Bey, se acercó a éste y le puso las manos en los hombros.
– Que la seguridad sea tu compañera y que Dios guíe tus pasos y te dé fortaleza y éxito en tu propósito, hijo mío. Así lo habría querido tu padre, así te lo deseo yo.
Fue una ceremonia muy sencilla, pero, al mismo tiempo, revestida de gran solemnidad. Nicky había retenido a Ya'kub al fondo del sótano para dejar que el Bey fuera bendecido en primer lugar. Luego, cuando hubo hablado el anciano imán, el padre se volvió hacia el hijo y le hizo un gesto para que se aproximara. Dando unos pasos, Ya'kub se acercó al Bey, que, poniéndole la mano derecha sobre la cabeza, le dijo simplemente:
– Que Dios guíe tus pasos y te dé la fortaleza que vas a necesitar.
Al anochecer de aquel mismo día, sentado en la terraza de la casa de su padre, Ya'kub dijo:
– Amr…
– ¿Mmm? -contestó éste distraídamente, alzando la vista del periódico que estaba hojeando.
– Amr… ¿tú crees que podríamos… quiero decir… ir… ir al jardín de Nadia? ¿Sólo para despedirnos?
Amr sacudió la cabeza.
– Ella ya sabe que te vas y que no volverás en bastante tiempo. ¿Despedirte para aumentar tu tristeza? Yo creo que no. Así será mejor el reencuentro…
– ¡Pero falta tanto! ¿Y si la casan con un príncipe o un cairota rico antes de que volvamos? Eso dice Hamid, que me voy a tener que casar con una camella.
– Hamid dice tonterías. ¡Qué sabrá él! Pero vamos a ver, ¿no habíamos quedado en que la eritrea Fat'ma había colmado tu vaso hasta que regreses? ¿No habíamos quedado en que después de pasar la noche con ella no ibas a ser ya capaz de mirar a Nadia a los ojos?
– ¡No! No tiene nada que ver. No ha colmado nada… -Se puso de pie de un empujón y se apoyó en la barandilla, frente al Nilo.
– ¿No? -preguntó Amr con ironía-. Pronto te olvidas de ella. Ay, ay, ay.
– No. Además, es sólo un momento. Anda… la última vez, por favor. Nunca te pediré nada más y serás mi amigo para siempre.
– No, Ya'kub. Porque soy tu amigo para siempre no lo voy a hacer. Si quieres, busco a la eritrea Fat'ma y te la llevo a mi casa. Eso sí lo puedo hacer. Pero a Nadia, no. Seamos consecuentes. -Endureció el tono-. ¿Tú sabes la cantidad de reglas que hemos roto para que os pudierais ver? Reglas de comportamiento, Ya'kub, las reglas sobre las que se basa el funcionamiento de esta sociedad. Soy el primero en querer que desaparezcan, pero no hagamos de vosotros dos los amantes que fueron sacrificados por ellas. Métete esto en la cabeza: el mero hecho de que se os haya permitido hablar, incluso estar sentados uno al lado del otro en una mesa de banquete, se debe a que la gran sociedad cairota dice respetar… aplicar, las convenciones sociales europeas. Pero, amigo mío, rasca un poco en esas convenciones, da un paso más allá y ya verás a dónde va a parar la sofisticación europea… Ya verás la velocidad a la que os apartan, la velocidad a la que casan a Nadia con cualquier príncipe tirano de Arabia, cualquier bruto analfabeto y obcecado musulmán… Y, ay de ti si, preso de un romanticismo poético, pretendes recuperarla y la persigues hasta su nuevo palacio. ¿Has oído hablar de la lapidación…? ¿Lapidación para Nadia y decapitación para ti? No, pequeño rumy, déjame que sea yo quien decida cuándo y cómo. Retén tu corazón y déjame a mí hacer de ti un verdadero egipcio, eso sí, con una pátina ¿parisina?, ¿londinense? -Se encogió de hombros-. Y mientras tanto, vete con tu padre al desierto y procura seguir el ejemplo de su conducta. Es un gran hombre y serás afortunado si algún día lejano puedes llegar a calzarte sus babuchas. -Resopló-. Buf, no, pequeño Ya'kub, hoy no verás a la preciosa Nadia.
El muchacho bajó la cabeza y no dijo nada. Se apartó de la barandilla de la terraza y, sin despedirse de Amr, se fue a su habitación.
A la mañana siguiente, mientras el yate se deslizaba por las tranquilas aguas del Mediterráneo en dirección a Sollum, Ya'kub se puso al lado de Nicky y apoyó los brazos en la barandilla del puente superior.
– ¿Crees que mi padre perdió adrede contra la señora Forbes? Amr dice que sí.
– Es muy buena tiradora de esgrima, Jamie.
– Ya lo sé, pero ¿crees…?
– No tengo la más remota idea. Tu padre es un perfecto caballero y cabe que decidiera perder por pura galantería. Un hombre contra una mujer… ¿Por qué no se lo preguntas a él?
– Porque no me lo diría -contestó el chico encogiéndose de hombros-. Además, él me enseñó cómo se mira un combate de esgrima para seguir la velocidad a la que tiran. Y yo sé que hubo un momento en el que se dejó ganar… No estoy seguro, pero lo sé.
– Es posible, Jamie. Yo no lo descartaría… -Frunció el ceño-. Te veo algo triste. ¿Te pasa algo?
Ya'kub se encogió de hombros.
– No volveremos a El Cairo durante mucho tiempo, Nicky, y me han obligado a irme sin dejar… sin dejar que… Bueno, vaya, he tenido que irme sin poder decirle adiós a Nadia. Bah, no sé, era lo que quería hacer por encima de todo. Y Amr no me dejó -añadió con rencor.
– Tendría sus razones, las mejores para ti. Me parece que es un hombre sensato. Ha debido de pensar que eres muy joven y que te queda toda la vida por delante. No seas impaciente.
¿Cómo explicarle que esta era la edad de la impaciencia? Ya'kub suspiró.
– ¿Qué miras? -preguntó entonces.
Nicky Desmond volvió la cabeza hacia él y dijo:
– La última vez que hice este viaje en barco, Jamie, fue hace varios años, casi exactamente siete, en un buque de guerra británico, el HMS Tara. Era la patrullera que vigilaba la costa entre Alejandría y Sollum en la frontera con Libia. Estábamos en plena Guerra Mundial…
– Pero Egipto…
– Ya, ya, Egipto era neutral, pero Inglaterra no, Jamie… y aquí mandaban los ingleses. Hasta los oficiales del ejército egipcio eran ingleses…
– ¿Y mi padre?
– Tu padre… Vaya, por hacerte la historia breve, te diré que tu padre y yo nos conocimos allá por 1907, el año en que naciste, cuando yo era teniente en el Cuerpo de Guardacostas de Egipto…
– ¿Tú eras teniente aquí?
– Sí señor. Teniente en los guardacostas Y tu padre también. Bueno, capitán, en realidad. Acababa de graduarse en Oxford y su padre, tu abuelo, para completar su educación, lo había hecho enrolarse en los Guardacostas como pistero y agente, digamos que nativo. -Hizo con las dos manos un gesto como de ponerle comillas al apelativo-. Ahmed no era un agente cualquiera, por supuesto: su rango social le garantizaba una graduación en las fuerzas armadas; por eso, secretamente, había sido hecho capitán. ¿Por dónde íbamos?
– íbamos en que mi padre y tú os conocisteis en esta costa -contestó Ya'kub.
– No, Jamie. Eso ha sido sólo una aclaración histórica, íbamos en que yo estaba a bordo del HMS Tara y nos aproximábamos a Sollum un poco antes del mediodía del 5 de noviembre de 1915. Lo recuerdo muy bien: hacía una mañana espléndida, no demasiado calurosa, y yo me encontraba apoyado en la borda, más o menos igual que ahora. De pronto, pude distinguir la estela inconfundible de un torpedo disparado por un submarino alemán,
que venía hacia nosotros a toda velocidad, al mismo tiempo que el vigía encaramado a la cofa gritaba desesperadamente para avisar al comandante del peligro. Ni que decir tiene que, considerando que el torpedo venía directamente hacia mí, salí corriendo hacia la popa del barco con la sana y razonable intención de salvar la vida. Hice bien, porque los que estaban en el cuarto de máquinas debajo de donde me encontraba, o en sus inmediaciones, murieron sin remedio, igual que el marinero que manejaba el cañón de proa y que intentó hundir por su cuenta al submarino alemán, el U-35, lo estoy viendo todavía salir a la superficie… Sólo que el marinero murió porque no sabía nadar y se ahogó al hundirse el Tara. El buque tardó menos de diez minutos en irse a pique y, como suele ocurrir en estos casos, sólo tres de los diez botes salvavidas pudieron hacerse a la mar. Se ahogaron doce marineros y sobrevivieron noventa y dos. Todos los supervivientes fueron remolcados por el submarino y los que no cabían en los botes fueron subidos a la cubierta del U-35. Todos sus prisioneros fueron llevados al puerto de Bardiya, en el lado libio de la frontera, y, finalmente, a un campamento en Bir Hakim, en medio del desierto…
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