Fernando Schwartz - El príncipe de los oasis

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Un joven mitad árabe, mitad occidental, criado y educado en Europa, regresa a Alejandría para reencontrarse con sus raíces islámicas. Junto a su padre, un aristócrata de la corte egipcia, emprenderá un peligroso viaje a los oasis de Libia. Diplomático, escritor y excelente comunicador, Fernando Schwartz (Madrid, 1937) decidió dedicarse por completo a la literatura desde 2004. Autor de más de una docena de novelas y ensayos, ha recibido, entre otros galardones, el Premio Planeta 1996 por El desencuentro y el Premio Primavera 2006 por Vichy, 1940. Su última novela, El cuenco de laca, alcanzó un notable éxito. Reside la mayor parte del año en Mallorca.

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Y allí se habían dado cita el Bey y Rosita Forbes a las ocho la mañana. Asistían como público y como testigos el príncipe Kamal al-Din, Nicky, Amr y Ya'kub. Que el príncipe acudiera al club era un acontecimiento extraordinario y provocó un considerable trajín de nervios. Los miembros del círculo se personaron en masa para ver, además, el enfrentamiento entre el Bey y nada menos que una mujer, europea para más señas. La noticia había corrido como la pólvora y había gran curiosidad por comprender la razón por la que Hassanein Bey aceptaba un reto de esa naturaleza (un poco denigrante, todo sea dicho) y por ver lo que había de ocurrir. Sin duda, la mujer debía de ser una gran campeona.

Al llegar, Rosita se había excusado por no tener la ropa adecuada, las polainas y la amplia falda del reglamento. No tenía más remedio que utilizar ropa de hombre, que fue buscada entre los tiradores de su estatura y constitución. Afortunadamente, el elegido tenía la vestimenta recién lavada, y otro tirador más pequeño, unas zapatillas a su medida. Ambos las quemarían después porque las había usado una mujer.

Cuando Rosita salió a la galería, bellísima en su atuendo masculino, su presencia y aspecto fueron considerados un verdadero escándalo. Se habló de ello en El Cairo durante semanas, pero hubo de tolerarse puesto que el príncipe Kamal al-Din lo aprobaba con su presencia y Ahmed Hassanein Bey había aceptado el reto. Puede que se tratara de una prostituta parisiense de muy alto nivel. Más de uno de los presentes pensó tomar nota del nombre de la mujer y del lugar en el que se alojaba.

El Bey la esperaba de pie en el centro del tapiz, vestido de blanco inmaculado, con la careta y el guante aprisionados entre su brazo izquierdo y el cuerpo. En la otra mano sostenía un cigarrillo encendido.

– Sir Ahmed -dijo madame Forbes, colocándose en su línea de en guardia.

– Madame -contestó Hassanein Bey haciendo una inclinación de cabeza.

Se volvió hacia donde un ordenanza sostenía dos floretes y le hizo un gesto para que se adelantara y Rosita pudiera escoger su arma. Después tiró el cigarrillo al suelo y un sirviente se apresuró a recogerlo. Dio dos pasos hacia atrás hasta su propia línea de en guardia y se volvió al árbitro, al tiempo que Rosita. Ambos se pusieron sus caretas y se enfundaron el guante. Luego hicieron una profunda reverencia en dirección al príncipe Kamal y por fin se situaron uno frente al otro.

Para la ocasión, el juez designado era no sólo el maestro principal del club, sino una verdadera leyenda de la esgrima hasta en la misma Europa. Sabah al-Sadat al-Husseini era ya un hombre de cierta edad, pero aún capaz de derrotar a muchos de sus alumnos más aventajados. Su juego de muñeca y dedos lo habían hecho célebre.

– Madame, monsieur -dijo Al-Husseini, invitándolos a combatir-. En garde.

Rosita y el Bey se saludaron inclinando los floretes. Después, se pusieron en guardia, en perfecto equilibrio y en cuarta posición, es decir, apuntando ambos al corazón del adversario.

Allez! -exclamó el juez.

Cuanto siguió ocurría a un ritmo tan vertiginoso que era imposible seguirlo con la vista.

– Fíjate sólo en el que ataca y no pretendas mirar a los dos como si se tratara de un partido de tenis -le había dicho el Bey a Ya'kub-. No verías nada. Sólo mirando a uno de los dos tiradores, podrás seguir el combate.

Pero Ya'kub, por más que se esforzó en seguir las evoluciones de su padre, unos movimientos rapidísimos, fue incapaz de decidir quién tocaba a quién y dónde y en qué momento.

De pronto, Rosita, que era casi tan alta como el Bey, avanzó dos ligeros pasos y se lanzó a fondo para intentar sorprender a su contrincante y marcarle el primer toque. Fue una fleche ingenua que ni siquiera habría engañado a un tirador menos curtido que el Bey.

Absence defer, no ha habido toque -dijo el juez con firmeza.

Y entonces fue el Bey el que se desplazó moviéndose con la gracia extrema de una pantera e hizo un dégagé. El florete impactó directamente en la chaqueta de Rosita a la altura del corazón.

– ¡Oh! -gritaron todos los presentes.

– ¡Toque! -gritó al Husseini.

Tan considerable y protocolaria preparación se acabó resolviendo en un anticlímax, puesto que todo hubo acabado en menos de cinco minutos: al tercero, Rosita y el Bey ya estaban empatados a cuatro toques. Entonces, el Bey, que era quien había empatado por último, se quitó la careta; tenía el rostro empapado de sudor, aunque no se apreciara cansancio o que hubiera quedado sin resuello. Rosita también se quitó la careta y aprisionó el florete debajo del hombro, entre el brazo y el tronco. Con la cara brillante y el pelo mojado de la transpiración, jadeaba visiblemente.

– Bueno, sir Ahmed -dijo en inglés, que muy pocos de los presentes podían entender-, es usted un maravilloso tirador y se lo dice una que no ha hecho otra cosa que… esgrimir durante toda su vida… De buena gana me rendiría si no fuera por la cantidad de testigos que nos contemplan… -Se apartó un rizo que le caía sobre la frente soplando con la comisura de la boca.

El Bey sonrió y se pasó el dorso de la mano por las mejillas.

– Creo que se deja usted impresionar demasiado por mi fama… Dicho lo cual, madame, no tengo inconveniente alguno en parar ahora… si está cansada, naturalmente.

– ¡De ninguna manera! Me ganará usted, sir Ahmed, pero la vieja Inglaterra no se rinde.

– En realidad, le estaba ofreciendo sentarnos en la terraza de mi casa sobre el Nilo y fumarnos un cigarrillo mientras tomamos una copa de champagne.

– Bueno, es una proposición irresistible y la acepto desde ahora encantada… pero antes -rio con aire pillo- debemos concluir este asunto que nos traemos entre manos.

El príncipe aplaudió riendo.

– ¡Estupendo! Ha, Ahmed, el cazador cazado -continuó en inglés-. Antes debemos… ¡magnífico! Adelante, pues.

El Bey separó los brazos e hizo una inclinación galante.

– Sigamos entonces.

– Estoy por exigirle que, para tomar luego una copa de champagne en la terraza de su palacio, sir Ahmed, se vuelva usted a poner el frac. Anoche estaba elegantísimo. Por cierto, ¿qué era esa condecoración que llevaba en la pechera?

– La Orden de la Corona de Italia…

– Huy, qué importante. ¿Por qué se la dieron?

El Bey sonrió y sin un titubeo, dijo:

– Por mi acendrada defensa de la castidad, madame Forbes.

En garde -interrumpió entonces con impaciencia el juez al Husseini.

Ambos se colocaron las caretas y aún pudo oírse, antes de que reanudaran el combate, a Rosita, que dejó escapar una risa traviesa.

El desierto

Capítulo 1 2

Nicky Desmond iba asomado a la borda del yate del príncipe Kamal al-Din mirando hacia babor y contemplando el desierto que desfilaba ante sus ojos, una franja ocre sin apenas relieve. Le parecía que habían pasado ya por delante de Abusir, un poblacho de casas de adobe que se encontraba a unas quince o veinte millas de Alejandría, o tal vez fuera El Alamein. Habían zarpado muy de mañana tras dos días de preparativos y últimas compras.

En el gran sótano del palacio Hassanein, al borde del Nilo, la tarde antes de partir en tren hacia Alejandría habían sido bendecidos los miembros de la expedición y sus pertrechos. El hombre santo, vestido con una túnica blanca, frágil como una placa de sal, había guardado el rosario y alzado sus manos con las palmas hacia arriba.

Allah yesaded khatak, que Dios guíe vuestros pasos -había entonado, para luego añadir-: Que el éxito corone vuestros esfuerzos y que Él os devuelva a nosotros sanos, salvos y victoriosos. -Seguido por un acólito que portaba un incensario, pasó imponiendo sus manos sobre el voluminoso equipaje que ocupaba la casi totalidad del sótano. Había cajas de todos los tamaños, odres para el agua, grandes cantimploras de hojalata, sacos que contenían provisiones, fardos con las tiendas de campaña y cajas metálicas con los instrumentos científicos y los aparatos de fotografía.

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