– Hoy me tienes que saludar a la europea, rumy. -Con la mano tendida hacia Ya'kub, se volvió a su madre-: ¿Ves lo que te dije, mamá? Le ha comido la lengua un batallón de moscas. El rumy no habla.
– Sí hablo -balbució éste. Pero, sólo de pensar que aquella mano había rodeado su cuello para hacer que aquella boca lo besara, le entró un nuevo ataque de parálisis y ya no supo qué hacer.
– Vamos, Ya'kub, que pareces un muñeco de barro. Mira cómo se saluda a la princesa más hermosa de todo Egipto -dijo Amr, de pronto, desplazándolo y sacándolo del atolladero como si hubiera adivinado su confusión. Tomó la mano que Nadia tenía aún extendida y la besó con gran cuidado, dejando al chico boquiabierto.
– Oh, Amr, qué galante. Pero se supone que estás aquí para enseñar al rumy a hacer lo que es apropiado. Sin embargo, él no hace nada de lo que debe…
– ¡Qué tontería! -dijo la princesa Nimet-Allah-. Yo veo a este joven bastante mejor educado de lo que cabría esperar en un chico de su generación. Pero me parece que se lo debe más a su padre que a ti, Amr, que le estarás enseñando toda clase de inconveniencias. Conociéndote…
– Protesto, alteza. No le enseño nada de lo que no pudiera hablar hasta con mi propia madre…
– Bah, bah, bah -lo interrumpió ella. Y volviéndose hacia el Bey, añadió-: Ahmed, no sé en qué estarías pensando cuando encargaste a Amr la educación de tu hijo.
El Bey, con una gran sonrisa, separó las manos en señal de arrepentimiento.
Nadia miró a Amr con ternura y, fijando después sus ojos en Ya'kub sin que al parecer nadie se diera cuenta de ello, se llevó la mano derecha al corazón, igual que había hecho el día antes en el pabellón del jardín del palacio real. Ya'kub volvió a sonrojarse y, parpadeando, desvió la mirada. Se topó con la del Bey, que lo contemplaba con una ligera sonrisa de complicidad. Le pareció que su padre no sólo sabía lo que estaba pasando, sino que lo aprobaba, y eso lo tranquilizó de inmediato. Olvidó, porque le convenía olvidarlo, que desde el primer momento el Bey le había advertido de los peligros que con seguridad arrostraría si, empeñándose, pretendía cortejar a la pequeña princesa.
Después, Ya'kub no habría podido describir lo que habían cenado ni aunque su vida hubiera dependido de ello.
– Dice mi padre que os dieron pájaros podridos que unos oficiales inglezi habían cazado en Tel el-Kebir -le explicó Hamid-. Lo sabe porque se ha pasado el día desplumando patos y dice que si comes más de uno te da un cólico… además de mucho asco -concluyó riendo.
– ¡Pájaros podridos!… -Ya'kub se había encogido de hombros, pero no habría sido capaz de discutírselo. No había probado bocado.
Y Nadia, al ver que no comía, le había preguntado con una sonrisa burlona:
– Pero ¿no tienes hambre?
Podían hablarse en voz baja porque el ruido de las conversaciones en torno a la gran mesa de gala, la misma en la que había tenido lugar la subasta de la cerilla pocos días atrás, era ensordecedor. Los dos jóvenes, como correspondía a su edad, estaban sentados uno junto a otro en un extremo de la mesa. Ya'kub no habría podido levantar una copa de agua sin derramarla de tanto como le temblaban las manos.
– ¿Cuál es la ventana de tu habitación? -preguntó ella de pronto en un susurro-. Y no te quedes callado porque te tiraré el consomé en los pantalones.
– La del segundo piso que da sobre el Nilo, en la esquina de la izquierda.
– Ah, entonces no te puedo ver ni saludar porque yo también miro al río. -Hizo un gesto con una mano señalando las flores que adornaban la mesa, para sugerir que hablaban despreocupadamente de la decoración y no de las cosas más importantes de sus vidas-. Sólo que mi ventana está en la esquina derecha, la más alejada de ti. Justo encima del jardín donde nos vimos anoche.
Ya'kub se ruborizó con el simple recuerdo del encuentro a escondidas de todos. Solo Amr y el aya… Pensó que todos los invitados notarían su azoramiento y quiso disimular: se limpió la boca con la servilleta, procurando taparse la cara lo más posible.
– Yo… -titubeó. Y sorprendiéndose de su propia osadía, añadió-: Pues entonces iré a tirar piedrecitas contra tus cristales desde la Corniche.
– No, porque te verán los sudaneses de mi padre y te dispararán con sus mosquetones.
– Desde luego que no: iré de noche y te despertaré.
– Y yo bajaré al jardín, ¿y qué…?
Amr, que ocupaba la silla al otro lado de Nadia, se inclinó hacia ellos con una gran sonrisa.
– No se os ocurra hablar en voz alta, que os oirán y os meteréis en un lío. -Y mirando al chico, añadió-: Desde luego, pareces el faro de Alejandría que se apaga y se enciende a cada rato…
Ya'kub guardó silencio aparentando escuchar la conversación general de la mesa hasta que nuevamente lo distrajo Nadia, esta vez deslizando su mano en la de él por debajo de los faldones del mantel. De golpe le invadió la misma sensación física que había tenido la noche anterior, cuando Fat'ma la eritrea lo había empujado con suavidad contra los almohadones del sofá y lo había rendido con sus manos y sus caricias inexpertas. Los latidos de su corazón eran tan violentos que no le dejaban respirar. Miró a Nadia, sorprendido de que no lo hubiera oído retumbar y le pareció que se moriría en ese mismo segundo. Quedó inmóvil, quieto, quieto, esperando a que se le pasara, mientras la pequeña princesa lo contemplaba con preocupación.
– ¿Te sientes bien?
Y Ya'kub afirmó con la cabeza.
– Dime, Ahmed -preguntó Kamal al-Din-, háblame de vuestro viaje al desierto. ¿Quiénes vais?
– Bueno, alteza, vienen conmigo el mayor Desmond, mi hijo Ya'kub, un retén de cinco o seis senussi armados y, entre camelleros, cocineros y sirvientes, unos veinte más.
Hubo un murmullo alrededor de la mesa y, en voz muy baja, Nadia dijo:
– No quiero que te vayas. Dejarás de quererme…
Amr, que debía de tener un oído finísimo, la miró frunciendo el ceño.
– ¿No tendrías un sitio para mí? -preguntó entonces el príncipe.
Todos rieron.
Y de pronto, con gran aplomo, Rosita Forbes dijo:
– ¿Y para mí? Yo también quisiera ir al desierto. ¿Me llevará usted, sir Ahmed?
Se hizo un gran silencio en el comedor. Unos segundos después, el vizconde Allenby carraspeó y la princesa Nimet-Allah inclinó la cabeza sonriendo, para ver mejor a Rosita Forbes, que se sentaba un poco desplazada a su derecha.
– ¿Cómo dice? -preguntó el Bey.
– Me gustaría mucho ir al desierto con ustedes, sir Ahmed. No soy nueva en estas lides y…
– ¡Pero el viaje es muy peligroso, señora Forbes!
– Con mi primer marido ya estuve en la India, en China y en Australia, y le aseguro que aquello no fue un paseo por Kew Gardens en Londres. Bueno… quiero decir con mi primer y único marido…
– Le voy a aclarar una cosa, señora Forbes -interrumpió el príncipe Kamal-. En el mundo musulmán, las mujeres no corren aventuras. Preferimos cuidarlas y evitarles los peligros inherentes a un viaje a lo desconocido. Un viaje de tantas millas a lomos de un camello, pasando sed y hambre… -sonrió-. ¿Ha comido usted alguna vez ragú de tripa de camello muerto de calor? -No añadió que él tampoco, puesto que no hay beduino que se coma su camello, pero le pareció una buena imagen para hacer más evidente la idea de la dureza del viaje-. Le aseguro que tiene poco que ver con la maravillosa cena que nos está dando Ahmed Hassanein Bey… Un viaje así no es lo más idóneo para una mujer.
– Yo… -dijo Rosita Forbes.
– No se preocupe, sin embargo. Además de ser el primer proponente de la igualdad de sexos, debo aclarar que no está en mi mano prohibirlo o autorizarlo. Creo que dejaremos que esa responsabilidad recaiga en Ahmed Hassanein. -Y miró al Bey para cederle el privilegio.
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