Fernando Schwartz - El príncipe de los oasis

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Un joven mitad árabe, mitad occidental, criado y educado en Europa, regresa a Alejandría para reencontrarse con sus raíces islámicas. Junto a su padre, un aristócrata de la corte egipcia, emprenderá un peligroso viaje a los oasis de Libia. Diplomático, escritor y excelente comunicador, Fernando Schwartz (Madrid, 1937) decidió dedicarse por completo a la literatura desde 2004. Autor de más de una docena de novelas y ensayos, ha recibido, entre otros galardones, el Premio Planeta 1996 por El desencuentro y el Premio Primavera 2006 por Vichy, 1940. Su última novela, El cuenco de laca, alcanzó un notable éxito. Reside la mayor parte del año en Mallorca.

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En total, Ahmed el nubio había previsto que se llevarían unos ochocientos litros de agua, cantidad suficiente para aguantar sin peligro de que nadie muriera de sed en el recorrido entre dos pozos, por alejados que se encontraran.

Cinco tiendas de campaña, dos grandes en forma de campana y otra igual pero considerablemente más pequeña, y dos rectangulares, y una gigantesca cantidad de utensilios de cocina (el más grande de los cuales era una enorme halla de cobre, la cacerola que se utiliza para hervir arroz) completaban la impedimenta que habría de acompañarlos hacia lo desconocido. Para accidentes y curas de urgencia, llevaban un botiquín somero en el que había quinina, yodo, algodón y vendas, salicilato de bismuto para la disentería, tabletas de morfina, una jeringuilla hipodérmica, suero para picaduras de escorpiones, ungüento de cinc para el eczema y bicarbonato y sales para la indigestión o los males de estómago.

El Bey levantó las cejas.

– Así estamos preparados para enfrentarnos a indisposiciones y enfermedades de poca monta. Para los males más graves, mi consejo será: la sanación viene de Dios.

Para defensa de la expedición y, ocasionalmente, para cazar alguna pieza que se pusiera a tiro, alguna gacela, el Bey llevaba tres rifles, tres pistolas automáticas y una escopeta.

– Dice mi padre -explicó Hamid que le había dicho su padre al ver cómo habían sido empaquetadas las armas- que lo que el Bey lleva ahí es una ametralladora pesada para retomar Sollum a sangre y fuego.

– Eso sí que es una tontería -respondió Ya'kub, aunque miró a Hamid con cierta aprensión.

En unas cajas de madera el Bey llevaba cinco cámaras fotográficas; tres eran Kodak, otra, más complicada, tenía un objetivo de plano focal, y la última era un tomavistas para hacer cinematógrafo. Para la cámara de cine habían sido empaquetados tres mil metros de película y para el resto, películas Eastman-Kodak, todo en cajas metálicas cerradas tan herméticamente como fuera posible. Las cajas iban empacadas a su vez en otras de hojalata llenas de serrín y, finalmente, éstas en cajones de madera. Hassanein Bey sabía bien que las condiciones climatológicas serían extremas y no olvidaba que tanto la arena del desierto como el agua o la humedad podían arruinar cualquier objeto en pocas horas. Otras cajas aún más cuidadosamente embaladas llevaban los instrumentos científicos para las mediciones geográficas, que eran la finalidad al menos declarada del viaje.

Otros bultos pequeños, bien envueltos en lana, portaban baratijas, pero, sobre todo, objetos de algún valor.

– Cuando se viaja a tierras ignotas -dijo el Bey-, es importante poder hacer regalos a las personalidades con las que se topa uno. En esos fardos llevamos sedas, recipientes de cobre, incensarios damasquinados con hilo de plata, botellas de perfume y hasta campanillas de plata. A los beduinos les encantan las campanillas para llamar a sus esclavos en lugar de hacerlo dando palmadas -añadió sonriendo.

(-Dice mi padre -aseguró Hamid- que esas cosas de plata y oro que él mismo envolvió para que llegaran hasta aquí sin romperse son regalos que lleva el Bey para comprar jóvenes vírgenes a los jefes de tribus y poblados.

Ya'kub, que desde pocos días atrás creía saberlo todo de vírgenes y de los efectos fulminantes de sus blanduras y olores, sintió que se le contraía el estómago con el recuerdo de Fat'ma).

– Padre -dijo entonces, cambiando de tema para disimular la turbación que lo asaltaba-, ¿podemos ir ahora a ver el mercado de los camellos?

– Naturalmente. Seguidme.

El Bey, Ya'kub, Hamid, Nicky y el nubio de Asuán, Abdullahi, recorrieron el centenar de metros que separaba el frente marítimo del destartalado zoco y llegaron ante un corral cerrado por altas puertas de madera detrás de las que podían oírse los gruñidos y berridos de lo que parecían ser mil animales enfurecidos. Justo antes de llegar se les unió un anciano flaco y fibroso, vestido con una galabía marrón y tocado con un pañuelo beduino, que acababa de salir de una de las pequeñas casas de adobe del poblado.

– Es el dueño del corral, pero no de los camellos -explicó Hamid con gran seguridad. Ya'kub lo miró con sorpresa.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

Hamid se encogió de hombros y no contestó. Pero luego se lo pensó mejor y añadió:

– Si fuera el dueño de cien camellos, sería el hombre más rico de la región y viviría en un palacio.

– Vengo a ver tus camellos -dijo el Bey.

– Alabado sea Alá el misericordioso -entonó con voz profunda y grave el camellero-. Son todos tuyos, excelencia.

Y sin más, corrió un pestillo de madera que había en medio de las puertas y tiró de ellas para que se abrieran hacia fuera.

En el interior del patio rectangular, de unos veinticinco metros por treinta, no menos de un centenar de camellos se movían de un lado para otro y chocaban entre sí con evidente malhumor. Los había de muy diversos tamaños y pelaje. Algunos eran verdaderamente grandes y su cabeza erguida sobrepasaba con facilidad los tres metros de altura, si no más; tenían una cierta apariencia noble e incluso bien parecida. Otros eran más compactos y menos agradables de ver. Algunos estaban francamente tiñosos. Las hembras, menos ruidosas, intentaban mantenerse juntas sin moverse del centro del corral. En una esquina había unas cuantas crías, la mayoría con la pelusa marrón oscura o aún blanca; todas miraban a los recién llegados con una fijeza amable que fácilmente habría podido confundirse con amigables sonrisas. Tenían la expresión inocente e inquisitiva de un pato.

El más grande de los camellos se mantenía quieto al frente de la manada. Colocado de perfil, miraba a los intrusos humanos de reojo mientras berreaba con la boca muy abierta enseñando cuatro o cinco grandes dientes amarillos; al pronto guardó silencio y de la boca le asomó una bolsa hinchada, un buche que tal parecía un órgano desprendido de su estómago.

– Es para demostrar que es el jefe de la manada y para llamar a las hembras -dijo Hamid en voz sólo audible para Ya'kub.

– ¿Sí? No es muy bonito.

– Ya. Es asqueroso.

Abdullahi se acercó a los animales y se puso a examinarlos de cerca.

– Tendremos que escoger treinta o cuarenta para llevarlo todo, Hassanein Bey -dijo. Después miró al viejo dueño del corral-. Tendrás que decirme el precio del alquiler de cada camello hasta Siwa.

– Ah, mi hermano, ¿sólo hasta Siwa? No los encontrarás mejores hasta Kufra, mejor alimentados o más fuertes.

– ¿Te ríes de mí, viejo? ¿Esta pobre estampa de animales medio muertos que no alcanzarían ni el alto de las lomas de aquí detrás? ¡Pelo!

– ¿Pelo? -preguntó Ya'kub en voz baja a Hamid.

– Pelo quiere decir entre la locura y tú sólo cabe un pelo' -murmuró Hamid.

– No, abeya, no, padrecito. Para vosotros, para su excelencia, sólo lo mejor. No encontrarás mejores camellos en todo Egipto -contestó el viejo, indignado, ampliando el radio de la bondad de sus animales hasta los mismos confines de la Tierra conocida.

– Venid -dijo entonces el Bey Se dio la vuelta y echó a andar-. Dejemos que Abdullahi resuelva esta dura negociación a su manera.

Y en efecto, mientras hablaban, habían ido llegando otros beduinos, una quincena, dueños de los camellos que pretendían alquilar. Rodearon a Abdullahi y se pusieron a hablar todos a la vez.

A la derecha del corral había un cobertizo de adobe medio derruido. De una parte a otra lo cruzaban unas toscas vigas de las que colgaban amontonadas sin orden ni concierto decenas de gruesas mantas de montura de abigarrados colores, unas, blancas con gruesos pespuntes, otras, a tiras rojas y marrones, otras, con dibujos beduinos de kilim, otras, a cuadros… Se usaban para cubrir la espalda de los camellos y colocarles encima los grandes cajones y cestas que cargaban con toda la impedimenta. Tiradas por el suelo había sillas de montar que se antojaban bastante primitivas: debajo tenían unas almohadillas planas rellenas de pelo de camello compacto que se doblaban por la mitad para encajarlas a caballo justo delante del cuello del animal. Y encima, la silla parecía una doble percha de las que se usarían para colgar vestidos. Las perchas, que distaban una de otra unos cincuenta centímetros, estaban sujetas entre sí a cada lado por dos maderos cruzados en forma de equis sobre los que se colocaban unos almohadones rematados con borlas que, por desgracia, no hacían el asiento más llevadero ni más confortable para las posaderas.

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