Un anciano camarero se acercó a la mesa y nos preguntó si habíamos terminado el primer plato. Sin dejar de mirar a de Sousa, me incliné hacia atrás, me apoyé contra el respaldo de la silla e hice un gesto impaciente con la mano. El camarero retiró nuestros platos. Después tomó la botella del Cassis del cubo de hielo y rellenó los vasos. Durante toda esta ceremonia, de Sousa y yo no cruzamos palabra alguna.
– ¿De qué me estás hablando, Arístides? -repetí cuando quedamos solos-. ¿En qué te afectaba todo esto?
Se quitó las gafas y con gran cuidado las limpió con la servilleta de lino mientras murmuraba algo que no alcancé a oír.
– ¿Cómo dices?
Suspiró, se volvió a poner las gafas y dijo:
– Hace un año recibimos en el consulado unas nuevas instrucciones para la concesión de visados a los extranjeros que quiseram viajar a Portugal… Entonces se trataba de controlar a los disidentes portugueses que vivían en Francia, pero… -levantó la cara hacia el techo con un gesto de exasperación-, todo en el Portugal de Salazar es hipocresía -sonrió-. Basta con mirarme a mí -sacudió la cabeza-. ¿Controlar a los disidentes? No. No se trataba de controlar a los disidentes. El dictador se preparaba para lo que vendría… -arrugó el entrecejo y pegó repetidamente con el índice en el mantel-: ¡se preparaba para los refugiados, sobre todo para los judíos! ¡Oh sí! Sabía bien lo que iba a ocurrir. No podía decir que se proponía rechazar a los judíos y a todos los demás que escapaban de Alemania porque él es un liberal, un gran liberal, un cristiano verdadero. No, no, los judíos, no. Sólo los disidentes portugueses… ¡Ah! Me sé las instrucciones de memoria: se referían a los extranjeros de «nacionalidade indefinida, contestada ou em litígio…» de portadores de pasaportes Nansen, «judeus expulsos dos países da sua nacionalidade ou de aqueles de onde provêm»… ¿Sabes qué es un pasaporte Nansen? -asentí-. Es un pasaporte de apatrida, un documento de la SdN para judíos polacos y rusos… ¿Quién más? ¡Judíos alemanes! Y todos los demás que huyen de Hitler y los austríacos, los checos, los polacos… hasta los franceses… -bajó la voz-. Te puedo decir, Manoel, lo que Hitler tiene intención de hacer con los judíos… ¡Pogromos! Quiere acabar con todos ellos. No hace falta ser demasiado perceptivo para adivinarlo.
– ¡Pero cómo va a acabar con todos ellos! De acuerdo que son una pesadez con sus gorros y sus tirabuzones y su usura, pero ¿qué crees que puede hacer con ellos?, ¿dónde los metería?
Arístides me miró largamente y por fin, sacudió la cabeza.
– Ah, Manoel, Manoel… En fin, da lo mismo… Empezaron a venir al consulado, cada vez en mayor número. Primero eran simples refugiados que huían de la guerra, ricos, pobres, judíos, arios, alemanes, polacos, austríacos… Al principio, como Francia seguía combatiendo, no importaba que estuvieran en Burdeos. Eran como toda la demás gente en guerra, refugiados… Cierto, eran extranjeros y ya sabemos que los franceses no son muy hospitalarios con la gente con problemas… mira tus compatriotas, internados en campos… en fin. El caso es que todos querían un visado…
– ¿Todos? ¿Todos los que llegaban a Burdeos? ¡Pero debían de ser miles!
– Bueno, sí -se encogió de hombros-, miles… miles, sí. Y las cosas se estropearon enseguida. El día 18 -levantó la mirada-, ¡hace apenas tres semanas! -asentí-, la Luftwaffe bombardeó Burdeos. Fue muy violento, hubo muchísimos muertos y heridos, muchas casas destruidas, hasta el puerto. Como allí estaba el gobierno en pleno y también estaban los diputados, yo creo que les entró miedo… ¿a quién no, eh?, y fue lo que terminó de decidirlos a solicitar el armisticio.
– Hombre, Arístides, eso y el fracaso de los belgas, de la tropa expedicionaria inglesa y de las defensas francesas. Caramba, he oído que han muerto noventa mil soldados franceses. Eso convence a cualquiera. Aunque, la verdad sea dicha, no estoy muy seguro de que los franceses hayamos escogido el mejor método para hacer frente al problema.
– Sí -contestó distraído. Y después cambió bruscamente de tema-. En fin, tú sabes que soy monárquico convencido y que, para mí, las repúblicas, las democracias, todo eso, son violaciones de la ley divina. ¿Un hombre un voto? Ésa es la mejor receita para las luchas fratricidas, para el desastre. Mira cómo está Francia, en qué estado de postración la ha dejado tanta libertad y tanta relajación de costumbres. Hay un orden natural -me miró a los ojos y de pronto comprendió lo que yo estaba pensando-,… bueno, no tiene importancia. El hecho es que, en los primeros momentos lo más urgente para mí fue ocuparme de la seguridad del archiduque Otto de Habsburgo y de su madre, la emperatriz Zita, que habían llegado a Burdeos sabiendo que Hitler quería acabar con ellos. Bueno, el archiduque llegaba con un séquito interminable de gente y solicitaba visado para Portugal para él y todos los suyos -sacudió la cabeza-. Decenas de personas… Y la gran duquesa de Luxemburgo y ministros belgas y hombres de negocios…
– Dios mío, Arístides, ¿y qué podías hacer?
– ¿Qué? Pues darles visado a todos, qué iba a hacer. Aunque no había autorizaciones desde Lisboa, ¿me iban a prohibir dar visado a la emperatriz Zita? Ni Salazar se habría atrevido a semejante… ¡Qué tres días, Manoel, qué tres días! Debí de firmar cuatro, cinco, diez mil pasaportes cada día. Las colas en el consulado eran terribles, la gente protestaba…
– Lo entiendo. Imposible hacer frente a todo.
– Pero tú comprendes que la alternativa era dejar indefensos a miles de inocentes, condenarlos a dios sabe qué penalidades -sonrió-. Y no acaba ahí la cosa: una vez que tenían el visado para Portugal, era preciso conseguirles el de salida de Francia y el de tránsito por España. Los franceses acabaron por decir venga, ya ni exigimos visado de salida y a los españoles… bah, con tal de que no se quedaran en España, les daba igual. Una locura -sacudió la cabeza-. Qué tres días. Y lo mismo, la misma avalancha ocurría en Hendaya. Y, entonces, el 17, el nuevo gobierno francés prohibió el movimiento de refugiados. Aún me estoy preguntando por qué. Vaya, tuve que ordenar que se les diera visado a todos para que se pudieran mover y se fueran de donde estaban.
– ¡Pero si lo tenías prohibido!
– Sí, pero ¿qué iba a hacer? Te digo lo mismo que le contesté a mi cónsul en Hendaya cuando, al preguntarle por qué no ayudaba a esos pobres refugiados, él me contestó que los reglamentos del ministerio lo impedían. Le dije ¿a usted le gustaría encontrarse en la misma situación con su mujer y sus hijos? No, ¿verdad?, pues mientras yo sea su superior, usted concede visados. Había tanta gente haciendo cola que calculé que serían unos cinco mil a pie firme y que habría hasta otros veinte mil vagando por la ciudad y esperando a ocupar su sitio. Recogíamos los pasaportes en mazos enteros, los sellábamos y firmábamos y luego los volvíamos a repartir.
– ¿Y qué hacías? ¿Ibas con una caja registradora ambulante para cobrarlos?
Guardó silencio durante unos instantes.
– Bueno… decidí que no me los pagaran… Ya se ocuparían de ello en las aduanas portuguesas. Allí hay más gente.
– Estás loco.
Dio un largo suspiro.
– Pero luego vino el armisticio y llegaron los alemanes. Ah sí, llegaron los alemanes, sólo que ahora venían persiguiendo a los judíos. ¡Y yo obligado a pedir permiso a Lisboa para cada visado! Pero me los habrían denegado por sistema y sé que por orden directa de Salazar. Y, claro, los refugiados hacían cola y al salir del consulado eran detenidos por la Gestapo… Era insoportable, Manoel.
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