– Bien, tiene tiempo. Lo espero allá. Acicálese y póngase guapo.
A la hora fijada por Mme. Letellier, y casi de forma simultánea, Rodríguez y yo llegamos a la cita. En el interior del café, al fondo de su sala principal, se sentaban ya Armand de la Buissonière, mi viejo amigo y antagonista Fierre Dominique, encargado de prensa del gobierno, Arístides de Sousa Mendes, el dominicano Porfirito Rubirosa, el conde Daniel Hourny, personaje joven muy elegantemente vestido, un enarco con fama de inteligente y de malvado que trabajaba en el gabinete de Fierre Laval y un canadiense (si no me traiciona la memoria, se llamaba Osear Hockansmith), que se ocupaba de tareas a medio camino entre la labor de prensa, la representación diplomática y el espionaje. Semiescondido en la penumbra asomaba otro muchacho también muy joven, exageradamente delgado, de grandes ojos febriles y románticos y pelo muy negro del que le caía un mechón rebelde sobre la ancha frente; ninguno lo conocíamos y Mme. Letellier, sin presentárnoslo, se refirió a él como le très jeune professeur Jean Lebrun (nada que ver con el Presidente de la República, me aclaró ella después). Otro protegido, supuse.
A la derecha del grupo, en uno de los incómodos sofás, se sentaba con languidez Bunny de Chambrun, yerno del mismísimo Laval, un tipo siempre sonriente, de largas piernas (de ahí su tendencia a recostarse en los asientos más que a sentarse en ellos) y eterno cigarrillo entre los dedos. Rene de Chambrun era un personaje muy simpático. Pese a su influencia social y a su considerable fortuna, nunca había querido meterse en política. Prefería llevar su bufete de abogados en París. Su madre era una americana de la buena sociedad de Washington y su padre, general en el ejército francés; un tío suyo, embajador, en Washington, primero, y en la Santa Sede durante la guerra, y el mayor de los tres hermanos, senador. De hecho, fue el único senador que el 10 de julio votó contra los poderes absolutos de Pétain. (Unos años antes Jean Giraudoux, con la lengua viperina que dios le había dado, decía de la familia: «es completa: hay un diplomático, cuyas meteduras de pata nos llevarán a la guerra, un parlamentario que votará a favor de que se declare y un general que la perderá». En fin.) En 1935, Bunny se había casado con Josée Laval, la hija lista, encantadora y caprichosa del primer ministro.
Registré toda la escena en menos de un segundo. Y lo hice casi con impaciencia porque la otra protagonista de la reunión reclamaba mi atención inmediata.
Marie Weisman se sentaba muy erguida en el borde de su silla a la derecha de Mme. Letellier y sonreía con una curiosa y atractiva mezcla de excitación e ingenuidad. Era o debía de ser la protagonista de la velada pero enseguida comprendí que Mme. Letellier nos había reunido en la mañana del 11 de julio en aquel café de los Quatre Chemis no tanto para presentarnos a su nueva protegida cuanto para subrayar su propia y recientemente adquirida importancia en la vida social de Vichy. Era obvio que le encantaba que un personaje como Rene Bousquet le hubiera recomendado a la joven y la hubiera puesto bajo su tutela, pero por encima de todo resultaba evidente que se enorgullecía de haber estado en disposición de hacerle ese favor. Me pareció que a poco que se la empujara, Olga Letellier se consideraría ya heredera por derecho propio de Mme. de Sévigné y se dispondría a abrir un salón literario y de discreto comercio político. Justo lo que se necesitaba en Vichy en aquellos momentos. Política y literatura.
Puede que esta Mlle. Weisman tuviera los ojos demasiado pequeños, puede que su boca fuera demasiado grande, igual que sus blanquísimos dientes, la mandíbula demasiado puntiaguda o la nariz demasiado pequeña y recta. Puede que tuviera el pelo castaño demasiado largo y que por ello lo llevara peinado a la antigua y en relativo y anacrónico desorden, con unos cuantos mechones rojizos encendidos en el brillante resplandor de un delgado rayo de sol que, rebotando en uno de los grandes espejos del establecimiento, se había colado hasta el fondo del salón. Y estoy seguro de que a la mayoría de quienes nos habíamos reunido en el café pareció que Marie Weisman era demasiado alta o que estaba demasiado delgada. Alguno pensaría que sus piernas, realzadas por una falda tan corta como lo permitía la moda del momento (y la nueva moralidad pública), eran demasiado esbeltas o que sus pies eran demasiado grandes. (Lo que nos chocó a todos sin excepción, estoy seguro de ello, fue que no llevara medias: sólo su expresión risueña e inocente desmentía que las piernas desnudas denotaran una altivez de elegante parisina, de parisienne nonchalante, con la que pretendiera señalar la poca importancia que asignaba a este pequeño centro estival de provincias.)
Una suma de imperfecciones, sí. Vaya con la suma de imperfecciones.
Marie Weisman me pareció arrebatadora.
Creo que despertó en nosotros una simpatía inmediata no exenta de un latido hecho de concupiscencia. Todos la contemplamos sonriendo embobados, con la excepción de Porfirito Rubirosa y del joven Lebrun. Porfirito me confesó más tarde que Marie le resultaba alta en exceso y escasa de carnes: una presa poco interesante para un hornbre que contaba entre sus conquistas a las mujeres más voluptuosas y célebres del mundillo internacional y que, según nos enteramos poco después, iba a casarse nada menos que con Danielle Darrieux. Y el joven Lebrun, por su parte, con su aspecto fiero y ascético, parecía desdeñar a la recién llegada con la intensidad de un universitario más ocupado en cuestiones realmente trascendentales que en frivolidades mundanas.
– Mademoiselle Marie Weisman -anunció Mme. Letellier con aire triunfal, como quien presenta una atracción de feria. Le puso una mano en el antebrazo y añadió sonriendo con picardía-: He querido presentaros a esta deliciosa nueva amiga recién llegada de París para escribir crónicas interesantísimas sobre la vida de esta capital y los terribles secretos de los grandes hombres de la política y de la sociedad. Mi querido amigo Rene Bousquet me ha pedido que proteja a Marie y me ha rogado que la aloje en mi casa durante las semanas en las que el gobierno esté instalado en Vichy. Ni qué decir que lo hago encantada y que estoy segura de que la tranquilidad de mis habitaciones y la ayuda de tantos amigos como vosotros le permitirán enviar unos reportajes espectaculares.
Marie dejó escapar una carcajada cantarina, juntó las manos y exclamó:
– Mais non! Apenas soy un alevín de periodista que viene a Vichy a intentar aprender el oficio. Claro que mi madre pidió ayuda a monsieur Bousquet y que monsieur Bousquet a su vez se la pidió a madame de Letellier y que sólo gracias a la amabilidad de Olga pude instalarme anoche en su casa, pero… -muchos habrían opinado que su voz era un poco ronca, un peu trop enrouée, dijo Armand; yo la encontré terriblemente atractiva-, les aseguro que estoy encantada de encontrarme en Vichy, entre amigos -arrugó la nariz-, y no en París topándome sin parar avec des boches, esos soldadotes alemanes con su aire prepotente y curioso… Ya les gustaría ser tan amables e inofensivos como quieren aparentar cuando pasean por nuestra ciudad desierta.
El joven Lebrun había levantado bruscamente la cabeza fijando su mirada en Marie con interés repentino. No dijo nada pero desde ese momento no apartó sus ojos del rostro de ella.
Fierre Dominique, por su parte, frunció el entrecejo.
– Es inevitable que la Wehrmacht circule por París, mademoiselle -dijo secamente-. Aunque no puede decirse que los alemanes hayan ganado una guerra que el sacrificio y la visión política del señor mariscal cortó de raíz, sí es preciso rendirse a la evidencia de que, de forma momentánea, sólo momentánea, ocupan parte de Francia. Tengo entendido que en París lo hacen no sin discreción y con un tacto exquisito para no zaherir los sentimientos de los parisinos.
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