Uno de los muchos personajes que atravesaron el hall, aunque éste sin detenerse, fue Arístides de Sousa Mendes, nuestro buen amigo el cónsul de Portugal en Burdeos. No iba solo, pero tampoco lo acompañaba su mujer Angelina sino una dama joven de agradable aspecto, gordezuela, pizpireta, con aire provinciano y, desde luego, bien vestida, con coquetería y presunción.
– O mucho me engaña mi vista o la acompañante de de Sousa no era su esposa -comenté a Armand en un aparte cuando nos hubimos despedido del mariscal.
– Por supuesto que no, mon cher -me contestó con una sonrisa-. Angelina debe de haberse quedado en Burdeos cuidando de sus veinte o veinticinco hijos.
– ¡Son sólo doce!
– ¿Sólo doce? -se encogió de hombros-. En fin… que ésa no era Angelina sino mademoiselle Andrée Cibial Rey -sonrió con picardía.
– ¿Es lo que pienso que es?
– Desde luego… por lo que sé, desde luego. Mademoiselle Cibial es una señorita de Burdeos, de buena familia…
– Me parece un poco joven para él -dije-. Porque, ¿qué edad tiene Arístides? Más de cincuenta, seguro. Más que nosotros… Por lo menos cincuenta y cinco. ¡Por dios, si esta chica debe de tener la edad de su hijo mayor, que anda por los treinta!
– Lo sé, lo sé, pero… -Armand hizo un gesto de impotencia levantando las manos con las palmas hacia arriba-. L’amour, mon cher, l’amour…
– Vaya, es verdad que el hermano de Arístides ha sido ministro de Asuntos Exteriores de Portugal y eso, por fuerza, tiene que hacerle más atractivo para una señorita de provincias con aspiraciones, pero…
– Bueno, Manuel, señorita de provincias con aspiraciones es una forma algo malvada de describirla. La muchacha es atractiva, simpática, tiene talento musical y, que yo sepa, una excelente bodega en Saint Émilion…
– ¡Aja! -exclamé con risa cómplice-. Iba a añadir que, por mucha simpatía que le tengamos a de Sousa, no es el hombre más apuesto… en fin, que está gordo y patoso y, por dios, Armand, tiene mujer y doce hijos.
– ¿Ah? – me miró con curiosidad -. ¿Y cuándo ha sido eso un impedimento? Diría yo que es más bien un estímulo.
– Cuando estuvo aquí la semana pasada, había venido solo.
– Puede que todo esto sea fruto de un enamoramiento muy reciente, de un flechazo de Cupido de unas… no sé… veinticuatro horas.
Reímos los dos.
– Caramba, Cupido escoge las más curiosas víctimas.
– ¡Pobre Arístides!
Nos habíamos acercado a la mesa en la que estaban instalados Arístides y la muchacha francesa dando buena cuenta de una opípara cena. (Siempre se había comido bien en el hotel du Pare, aunque a medida que avanzase la guerra, las dificultades crecientes para obtener las materias primas que requería el chef harían que la carta tuviera por fuerza que reducirse y los platos, simplificarse; nunca, sin embargo, dejaron de ser sabrosos, nunca dejaron de estar presentados de manera impecable.)
– ¡Mi querido de Sousa! – dije -. No sabía que hubiera regresado a Vichy.
Arístides se incorporó no sin cierta dificultad y, desde luego, con el aire algo confuso de quien ha sido sorprendido cometiendo una travesura. Se limpió con la servilleta de hilo, carraspeó y dijo:
– Sí, llegué anoche… una viagem larguísima desde Burdeos… – miró a su acompañante y trabucándose, añadió con precipitación culpable -: os presento a madame Andrée Cibial, uma querida amiga.
Murmurando a turnos cualquier nadería, Armand y yo nos inclinamos, primero el uno y después el otro, a besar con gran ceremonia la mano de la señorita Cibial (que, vista de cerca, era considerablemente más atractiva y joven de lo que a primera vista pudiera haber parecido; añadiré sin la más mínima malicia, que, conociendo a Angelina, esposa legítima de nuestro amigo, me habría costado mucho condenar a de Sousa por esta excursión fuera de los lindes del matrimonio; el muy sinvergüenza). Me hizo gracia pensar que ambos repetíamos el gesto solemne de los dos imbéciles que un rato antes en el parque habían rendido pleitesía al siniestro cura. Seguro que la mano del viejo aquel olía mucho peor que la de Andrée, una mezcla de perfume de violetas y jabón enjuagado con agua de rosas. Digo yo que sería eso, porque me trajo un aroma a gloria bendita.
El de Arístides de Sousa Mendes era un caso curioso. Y es que no sé si se trataba de un diplomático atípico por ser él un tipo raro o porque el país al que representaba era una rareza internacional (díganme si no dónde encajar a una nación que padece una dictadura corporativista, como en la Italia de Mussolini para que nos entendamos, sometida a un tirano gris, plúmbeo y rencoroso como Oliveira Salazar, que no es capaz siquiera de atarse al carro de las autocracias fascistas de Europa; un país pobre con un gran imperio colonial y una política exterior estúpida). Algo habría de las dos cosas. Vaya, el hermano gemelo de nuestro amigo, César, había sido ministro de Asuntos Exteriores a principios de los años treinta, aunque a Arístides de nada le sirviera tan exaltada posición. La cartera de César Mendes se había debido entre otras cosas a que a Salazar le convenía tener en su gobierno a un católico ultraconservador y monárquico para equilibrar la balanza de las distintas familias políticas de Portugal; y los Mendes lo eran. Y como tales habían pasado buena parte de su vida profesional irritando a quienes eran mayoría en la carrera diplomática portuguesa, los republicanos. En cuanto éstos tuvieron la oportunidad de tomarse la revancha, se cebaron en Arístides. No es que éste llevara una carrera fulgurante, pese a la ayuda de su poderoso hermano: se había estrenado como cónsul en la Guayana Británica para después ser destinado sucesivamente a Zanzíbar, a Curitiba y a Porto Alegre. Entre 1929 y 1938 fue cónsul general de Portugal en Amberes, en lo que puede ser descrito como el momento más brillante de su larga e insignificante carrera. Por fin, a todos los efectos, sus enemigos acabaron consiguiendo que fuera degradado y lo mandaron a Burdeos en 1939.
Debo decir que a lo largo de sus años de servicio, la actividad más distinguida de Arístides fue la de procreador: tuvo los doce hijos ya mencionados y para trasladarse con ellos por la geografía europea se hizo construir por encargo un Ford de diecisiete plazas (para el matrimonio, los doce hijos y tres ayas). Nunca tuvo dinero y el escaso rédito obtenido de la propiedad familiar en la región de Beira Alta, una gran casona rodeada de fértiles campos, acababa indefectiblemente en las arcas de los bancos como pago de onerosas hipotecas.
Arístides de Sousa Mendes era un hombre triste y solemne, sí. Pero como yo lo apreciaba mucho, creo haber sido el único de todos los que lo conocieron capaz de discernir un curioso sentido del humor en las cosas que hacía y decía. Su modestia era genuina y su paciencia con los rigores de su precaria y aburrida vida, infinita. No me sorprende en absoluto que sucumbiera a los encantos de mademoiselle Cibial aunque ello acabara acarreándole grandes quebraderos de cabeza.
Como amigo, por otra parte, el aspecto para mí más simpático de su personalidad era su modo irreverente y poco respetuoso con la autoridad. En gran medida, este carácter indisciplinado (más fruto del desorden que de otra cosa) le honraba, aunque por desgracia llegó a arruinarle la vida. Sus enemigos en el ministerio de Lisboa lo tenían en el punto de mira y se abalanzaban sobre él a la menor infracción reglamentaria: un pequeño viaje sin permiso, una demora en la rendición de cuentas consulares, un informe requerido y nunca enviado, mínimas estupideces que Arístides despreciaba con razón (aunque sin tener conciencia de lo que arriesgaba con el desafío) pero que iban cavándole una tumba administrativa cierta. Estoy convencido de que si mi buen amigo hubiera sabido que se le preparaba una jugarreta, se habría reformado para convertirse en un funcionario ejemplar, al menos durante un tiempo. No es que de Sousa fuera un poltrón o un timorato frente a la autoridad; simplemente carecía de imaginación para el pecado de cualquier clase (lo de Mlle. Cibial fue, estoy seguro, la excepción que confirma la regla), era pobre de solemnidad y no quería problemas.
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