– Ah -dijo Mme. Letellier de pronto-, con estas discusiones tan vivas, se me han olvidado los deberes elementales de una anfitriona. Déjenme que les presente a Marie uno a uno.
– … Y finalmente, Marie, el más picaro de todos, le plus coquin -concluyó acercándose con ella hasta donde yo estaba. Me puso la mano en el brazo. Marie me miró con curiosidad; era un poco más alta que yo, más vigorosa, y sus movimientos resultaban más vivos y, desde luego, más precisos-. Manuel de Sá, querida, es una intrigante cornbinación de sofisticación parisina y crueldad latina.
No me habría reconocido en esta descripción en mil años. Entendámonos: me encantaba ser un parisino de adopción con todas las facetas cosmopolitas que pudieran atribuírseme, ¡pero un cruel español, además! Levanté una mano para protestar pero Marie se me adelantó:
– ¡Ah! Olga ya me ha puesto en guardia sobre usted -sonrió maliciosamente-. Me ha dicho que puede que no sea un toreador, pero que tiene el espíritu de un donjuán… Hmm, peligroso, muy peligroso…
– ¿A mi edad? Ah, querida señorita, me parece que la descripción que mejor me cuadra es la de buenazo y si tuviera nietos, que es lo que correspondería, la de abuelo bondadoso.
Acentuó la sonrisa y se le iluminaron los ojos con travesura.
– De acuerdo, Geppetto -dijo-, de ahora en adelante le llamaré Geppetto, como el padre de Pinocho.
Mme. Letellier la miró con cierta severidad.
El menú para el miércoles 11 de julio en el restaurante del hotel du Pare, al menos el que consumimos para almorzar Arístides y yo (y todos los comensales, ahora que lo pienso, puesto que la primera medida de sobriedad del gobierno en guerra consistió en limitar la posibilidad de elección en los menús), fue el siguiente:
Suprème de Turbot Mireille
Cotelettes d’agneau Bergère
Petits pois á la française
Poularde de Bresse en gelée
Salude Lorente
***
Fromages
Boule de Neige
Fruits du marché
Lo reproduzco con tanta fidelidad porque conservo la carta de aquel día. Me la llevé por atender a mi viejo prurito de guardar las cosas que, pasado el tiempo, pudieran refrescarme la memoria. Sé que hoy un almuerzo de estas proporciones pantagruélicas sería impensable; entonces era bastante normal, por más que tanta abundancia fuera a durar bien poco pasadas las primeras semanas de armisticio y ocupación alemana. El racionamiento se encargaría enseguida de poner las cosas en su sitio. También guardé la cuenta, que ascendió a ciento veintiséis francos, lo que constituía una pequeña fortuna considerando que los vinos de que dimos buena cuenta eran más bien mediocres: un Cassis de 1938 (un blanco seco y afrutado de la Provenza, que nunca me gustó) y un Moulin à Vent del Beaujolais de 1934; y para terminar, café, un coñac para Arístides y un kummel para mí. El coñac siempre me ha sentado fatal.
– Encantadora señorita, Marie Weisman, ¿verdad?
– Muito. Como uma rosa en un cementerio.
Me hizo gracia el siniestro símil con el que Arístides describía el ambiente de Vichy y sonreí.
– Vaya, una descripción algo macabra… pero merecida, ¿eh? ¿Y madame Cibial? -pregunté luego-. ¿No le hubiera gustado que nos acompañara a comer?
– ¿Andrée? -dijo Arístides con alguna sorpresa-. No, no. Penso que es mejor que tuviéramos esta conversación a solas, Manoel. Es un poco delicado el tema y la posición de Andrée no es muy sencilla de explicar…
– Bueno, supongo que se presta a algún equívoco, aunque en mi caso no creo que debiera usted preocuparse. Somos buenos amigos y mi discreción está asegurada…
– Não duvido, Manoel, pero lo que tengo que decirle es… sí… delicado, mas não tiene que ver con mi vida sentimental.
– Caramba, Arístides, usted dirá.
De pronto empezó a tutearme. (Cuando los portugueses tutean, las terminaciones de los verbos se vuelven sibilantes y sabes se convierte en sabesh.)
– Sabesh que, como cónsul de mi país en Burdeos… -se interrumpió y se puso muy colorado: sin duda, la ansiedad que le producía cuanto me tenía que contar le hizo olvidar las formalidades impuestas por los usos sociales. Pidió perdón pero levanté una mano y le dije:
– Arístides, nos conocemos hace mucho tiempo, somos buenos amigos y las angustias y los riesgos de una guerra acaban aconsejando que no perdamos el tiempo en tonterías superfluas. ¿Tratarnos de usted cuando nos jugamos la vida a cada momento? Bah. Por cierto, ¿has visto al señorito conde de Hourny dándonos lecciones de patriotismo? Qué miedo. No me gustaría tenerlo de enemigo, ¿eh?
– Desde luego que não… -suspiro-. Gracias, Manoel, por tu amistad. Te aseguro que lo que te tengo que contar y pedir… Ser cónsul de Portugal en Burdeos en estos momentos no es muy fácil. Preferiría estar destinado en Pernambuco, por cierto… Te aseguro que he llegado a temer, que no sé cuál es peor enemigo, si los alemanes o mi propio gobierno…
Me quedé con un trozo de rodaballo Mírenle pinchado en el tenedor suspendido en el aire a punto de metérmelo en la boca.
– ¿Qué pasa? Arístides -añadí con tono serio-, me alarmas.
– Por serte muy sincero, te diré que siempre me he tomado mi profesión como una forma de vivir cómodamente y de disfrutar de aquello que no se puede disfrutar en mi país… -bajó la voz-, bajo Salazar. Ya sabesh, libertad, buen vino, mujeres…
Le miré con ironía. Desde luego que de Sousa no era el epítome del bon vivant mujeriego que acababa de describir. Para dedicarse a las amantes y al buen vino, le faltaba el physique du rôle, le faltaba, ¿cómo decirlo?, la elegancia, el aire desenvuelto, la belleza latina y algo lánguida de un Porfirito Rubirosa, su dinero y, me parecía, su agilidad. Le sobraban el embonpoint, esa cintura que la glotonería le había redondeado con generosidad, y los doce hijos. Se lo dije.
– No me tomes el pelo -me contestó con un deje de tristeza.
– No te tomo el pelo, Arístides. No te lo puedo tomar habiendo conocido a mademoiselle Cibial…
– Madame.
– Madame, sí. Y sé que…
Me cortó con un gesto de la mano. Luego levantó la vista y en sus ojos vi tristeza, angustia, soledad tal vez, pero sobre todo, miedo.
– Venían sin parar, Manoel. Sin parar… Desesperados, asustados… não, não… aterrorizados, vivos de milagro… Y llegaban a Burdeos con la esperanza, la última esperanza de salvar sus vidas… les habían dicho, sí, que llegaran hasta el consulado de Portugal. ¡Diantre! Les habían dicho que el consulado podía ayudarles a salvar la vida… Pero ¿cómo iba a hacerlo?
– Un momento, un momento, un momento -exclamé interrumpiéndole-, no sé de qué me estás hablando, no entiendo nada Arístides, nada, ¿comprendes? ¿De qué me estás hablando? ¿Quién les había dicho que si llegaban al consulado…?
– Los propios policías franceses que custodiaban los campos de concentración en los que habían sido encerrados los que huían de Alemania. Al ver el avance de los soldados nazis, habían abierto las puertas y les habían dicho que escaparan si querían salvar la vida… Outros, en cambio, llegaban aterrorizados sin más, todos escapando del avance alemán. não huían de campos de concentración sino sencillamente de la guerra. ¡No puedes ni imaginar el espectáculo de Burdeos unos días antes de que llegaran los alemanes! No es que fuera sólo el tout París, el gobierno, los ministros, sus amantes, los diputados… ¡qué espectáculo, Manoel! Eran trenes y trenes de refugiados, caravanas de automóviles, era… la locura.
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