– Será así -contestó Marie con viveza-, pero no crea usted que los parisinos aceptan de buena gana la imposición.
Aquella diatriba me pareció fuera de lugar. Dicha con tanta vehemencia frente a un grupo de personas que estaban situadas cerca del nuevo poder, resultaba, con seguridad, peligrosa, tal vez no de modo inmediato; pero gente así tiene la memoria larga. Alarmado, pues, hubiera querido sugerir a Marie que se callara, que controlara sus impulsos, pero habría sido inútil: la experiencia de los meses siguientes nos enseñaría a todos que la espontaneidad de Marie Weisman era incontrolable por completo. Armand de la Buissonière la interrumpió con suavidad.
– Bueno, mi querida señorita, es cierto que en Francia preferimos nuestros uniformes a los de los alemanes…
– Ya lo creo -farfulló Marie.
– … pero -continuó Armand como si no hubiera sido interrumpido- ciertos sacrificios son inevitables. Considere la acción de Philippe Pétain -con una severa mirada de advertencia hizo que Marie guardara silencio-… con quien, por cierto, Manuel de Sá y yo tuvimos el honor y el placer de conversar largo y tendido ayer por la tarde… -una declaración que no dejó de tener su efecto entre los asistentes-, considere su entrega, hago entrega de mi persona a la patria, son sus propias palabras. No me parece razonable que por la comodidad y el bienestar de los parisinos, y es sabido que estamos convencidos de tener la capital del mundo a la orilla del Sena, podamos llegar a torcer el plan supremo del mariscal… -dijo «plan supremo» como si se hubiera estado refiriendo a los designios de dios.
Miré a Armand con sorpresa. Me guiñó un ojo. Al mismo tiempo me dio la impresión de que Marie se enfurruñaba al comprender de pronto (o no comprender) que se encontraba en un nido de pétainistas.
– Pois -terció Arístides. Como siempre, se había mantenido en silencio unos segundos más de lo necesario si lo que pretendía era intervenir en la discusión- las situaciones de guerra son siempre muy complicadas -levantó una mano con sorprendente autoridad para que no lo interrumpiéramos-, y a vezes é preciso tener paciencia ante la adversidad y esperar…
– ¿Tener paciencia, señor cónsul? -interrumpió Dominique con sequedad-. Francia, señor cónsul, y me refiero a la unidad colectiva, al alma de nuestro país, al concepto filosófico y moral de Francia, à la Patrie, en una palabra, ha tenido demasiada paciencia demasiadas veces, ha sido traicionada demasiadas veces por sus propios hijos… y ésta de ahora, ésta de 1940 es la traición peor de todas. Porque se trata de una traición provocada por la molicie, por la degeneración de la vida pública y de la privada, por la corrupción de las costumbres, por la Tercera República, por los masones, por los socialistas… (Semanas después, Marie me confesó que en aquel mismo momento hubiera querido ponerse en pie y desnudarse, me mettre à poil, para que Fierre Dominique supiera lo que era bueno y cómo la carne, sobre todo la carne joven e impúdica, tenía poco de corrupta y mucho de apetecible; y cuando me lo contaba, rompió a reír sin poderse contener ante mi cara de asombro; así era Marie.)
Arístides hizo un gesto blando, fluctuante, con las manos, dándose por vencido en la discusión.
– Peut-être que vous vous trompez, me parece que se equivoca usted -dijo Daniel Hourny. Recuerdo haber pensado cuan bello me parecía aquel joven. Una apreciación estética estúpida, desde luego, pero así la recuerdo, qué se le va a hacer-. No creo que los franceses seamos tan espantosos como nos describe, Dominique… Sencillamente nos hemos equivocado de bando con alguna frecuencia -la frialdad y precisión con la que hablaba me helaron la sangre-. Son errores que se pagan y que es preciso corregir aun cuando el sacrificio exigible sea grande y el precio a pagar, mayor. Si hubiéramos cornprendido que nuestros amigos naturales en Europa son los alemanes y no los anglosajones, nos habríamos ahorrado miles de muertos y destrucción sin cuento. ¿Ve usted, mademoiselle? -sonrió. Luego, bajó la voz para que tuviéramos que inclinarnos si queríamos oírle-. Debemos ser prácticos. Nuestros vicios han llevado a nuestra patria a la ruina y eso -levantó las cejas con resignación-, debe ser remediado. Pero, mademoiselle, nuestros pecados nada tienen que ver con la derrota frente al Tercer Reich. La derrota se debe exclusivamente a que, hasta ahora, los gobiernos de Francia se han negado a comprender que el aliado estaba al este y no al oeste -levantó un dedo-. De haberlo comprendido antes, el sacrificio de Pétain -dijo «Pétain» con la familiaridad de quien no se pierde en adulaciones superfluas porque no lo necesita-, no habría sido necesario y ahora el mariscal sería simplemente el jefe de estado al que hay que rendir pleitesía y no el héroe al que hay que seguir y apoyar en el camino de la recuperación. ¿Me comprende usted, señorita?
Se produjo un largo silencio. A todos nos había sorprendido, claro, la suave dureza (si se me permite el oxímoron) de las palabras de Hourny, pero a mí me indignó además que este joven, con su deliberada soberbia, haciendo gala de una heladora indiferencia que seguramente ningún patriota debía permitirse, hubiera decidido ignorar el espectáculo del sufrimiento que todo un pueblo había padecido apenas unas semanas antes; todo un ejército huyendo despavorido del avance alemán por los caminos del norte de Francia, mientras la famosa BEF, la British Expeditionary Forcé, hacía lo propio por los de Bélgica. Muertos abandonados en las cunetas, heridos vendados con sucios trapos manchados de sangre, mutilados cojeando sobre improvisadas muletas, familias enteras escapando con todas sus posesiones en bicicleta, en pequeños automóviles llenos hasta los topes de bebés y míseros fardos, en carros tirados por caballos que las mismas familias (u otras que vinieran detrás) acabarían comiéndose cuando el hambre fuera más fuerte que el asco a la carne podrida o el terror las ráfagas de los Messerschmitt, que, rugiendo ellos, pasaban sembrando muerte y desolación. Un táculo horrible que el esplendor de una maravillosa primavera llena de color y aromas había hecho aún más obsceno: la más abyecta de las derrotas agravada por el escarnio final de la ocupación de París sin resistencia.
Y aquí estábamos nosotros, tan insensibles.
Cualquier extraño, oyéndonos hablar, no habría podido dar crédito al hecho de que nos encontráramos er Vichy, bien trajeados con excelente ropa de verano, emboaos en hábiles lances dialécticos para lucirnos como pavos reales ante una hermosa mujer (por lo menos, en lo qie a ml hacía, aun cuando todavía no hubiera pronunciado palabra) y tomando un aperitivo mientras debatíamos de guerra, patria y regeneración nacional como si estuvierais en Marte y la tragedia ocurrida en toda Francia nadadera que ver con nosotros en Vichy. Siempre me he prestado de dónde nos venía la capacidad de establecer estos compartimentos morales estancos.
Al cabo de un instante, Armand carraspeó para el ambiente. Bunny de Chambrun, que estaba enci un cigarrillo, levantó la cabeza y, sonriendo, sugirió
– Bueno, no nos enfademos. Querido Hourny es evidente que todos estamos de acuerdo con lo que iSted ha dicho En caso contrario no estaríamos aquí… Pero debe usted convenir conmigo que nuestros amigos apmanes son a veces prepotentes en exceso y tienen la virtud de irritar a los parisinos que, como usted y yo sabemos, son mal humorados y faltones.
Esto, dicho con la autoridad de ser quien era el que pronunciaba tales palabras, calmó los ánimos como si se hubiera derramado sobre ellos aceite perfumado. Habla muy a favor de Luis Rodríguez que decidiera callarse en lugar de protestar por lo que había sido una grave impertinencia hacia quienes, como él, tenían una conocida posición contraria a la manifestada por el conde Hourny.
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