Espido Freire - Diabulus in musica

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Diabulus in musica: краткое содержание, описание и аннотация

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Ésta es una historia de amor entre una mujer, un hombre y un fantasma. O, tal vez, dos fantasmas. Una historia que nos habla de Christopher Random, un actor que fue muchas personas, y de Balder Goienuri, que hasta su muerte sólo interpretó a Christopher Random.
De la muchacha que amó a los dos.
De las mentiras y los fingimientos entre los que se perdieron, y de cómo se buscaron durante años sin encontrarse.
El Diabulus representaba, en la teoría de la música antigua, el intervalo prohibido, un error deslizado entre las matemáticas perfectas que regían el mundo. También esta novela describe la lucha entre el orden y el caos, la luz y la oscuridad, el pasado y el presente. La voz y el silencio. Las múltiples maneras en las que el diablo acecha a la espera de encontrar un hueco por el que llevarse a sus víctimas.

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– No lo sé.

Durante mucho tiempo especulé sobre por qué Mikel se habría suicidado ahorcándose: no me parecía una opción preferible al dolor de la cuchilla, al resto de inexplicable vida de la decapitación, al envenenamiento por pastillas; me molestaba la fama turbia, los rumores de excitación sexual que acompañaban al ahorcamiento. Rechazaba de plano aquella insinuación: no en el limpio Balder, en el espiritual Balder de moral rígida y desprecio por las ansias terrenales.

Si Balder no hubiera sido tan estricto, no hubiera tenido tanto mérito haber resultado elegida.

Entonces yo creía que si lograba que alguien me amara, si lograba convertirme en especial para alguien, estaría salvada. Alguien nombraría mi apellido, los sonidos con los que me bautizaron, en un tono único y me rescataría del confuso caos de nombres e identidades perdidas. Ojalá pudiera librarme del remordimiento de haberle abandonado. Tal vez fuera al contrario: durante mucho tiempo creí que era él quien me había abandonado.

Cuando perdí a Balder, perdí el mundo. Perdí, por tanto, mi lugar, mi nombre. A partir de entonces, sin posibilidades de supervivencia, las palabras se hundieron, los sueños perdieron consistencia. Al no lograr ser amada por una sola persona, nunca nadie me amaría, nunca nadie me salvaría.

Al perder una sola persona, perdí el mundo. Y aún así, no era el sentimiento de pérdida lo que me atravesaba de modo más cruel. Era la culpa. La misma que ahora aún me tortura, la que me hace buscarme en el espejo cada mañana, la que me hace esconderme y abrazarme sobre la taza del inodoro, la que me mueve a envidiar los juegos de los niños, libres de pesos y de recuerdos, la culpa que ha formado una costra de tiempo y remordimiento.

– Contéstame -insistía Chris-. ¿Era mejor que yo?

– Nadie te supera, amor mío. Siento una inmensa lástima por el resto de las mujeres del mundo.

Y él sonreía, halagado, y me pedía que le contara más cosas sobre Balder.

Al cabo de los años, el recuerdo de Balder se confundió con muchas otras cosas: con el calor y los zapatos pegados al asfalto de la primavera en que le conocí, con la brumosa sensación de fingimiento, con las explicaciones que luego tramé. Era imposible rescatar a Balder de aquella maraña tejida con rabia y buenas intenciones; tampoco los demás recordaban con claridad; un joven suicida, un fantasma voluntario como él buscaba instintivamente las tinieblas, el silencio, el olvido. Como los cuerpos de las ahogadas, o los peces tras el cristal del acuario, la distancia entre él y el mundo resultaba falsamente transparente, e imposible de salvar. Romper esa cáscara polvorienta que le había congelado en una juventud y un misterio perpetuos no fue tarea fácil.

Hablé con las personas que nos habían visto juntos, aquellas de las que aún conservaba los nombres.

Luego, con paciencia, fui tironeando de los cabos, que me llevaban a un laberinto de nombres y de lugares relacionados con Balder, insospechados, remotos: entre todos invocamos su fantasma, que se mostraba renuente a revelarse, como si sospechara que su fuerza radicaba en el misterio.

Hablé con gente que ni siquiera conocía el secreto. Mi madre me contó que durante semanas me había escondido de preguntas y había evitado discusiones.

– Parecías feliz, una niña sin problemas, preocupada por los estudios, por ganar siempre media hora más de tiempo para salir por ahí. Escondías paquetes de regaliz en los cajones, y durante semanas me pediste que comprara chicles de menta y fresa ácida. Pensábamos que fumabas a nuestras espaldas, y tu padre estaba preocupado, porque eso podía ensuciarte la voz. No comías bien, te alimentabas de naranjas y jamón cocido, y comenzaste a saltarte el vaso de leche tras el almuerzo, la merienda. Contabas mentiras, sabíamos que faltabas algunos días a clase de piano y que te pintabas la raya del ojo en el ascensor, pero comparada con la de tus hermanos, la tuya fue una adolescencia tranquila, sin disgustos ni discusiones. Y, de pronto, cuando pensamos que todo había terminado, que tu vida se hallaba encaminada sin sobresaltos, quisiste dejarlo todo. Así terminaron aquellos años.

No recordaba las dos cartas de Balder, pese a que yo no recibía entonces demasiada correspondencia, ni que mis hermanos y yo nos dijéramos una palabra más alta que otra. Mi hermano mayor, sin embargo, me habló de mi furia cada vez que se acercaba a mí, cada vez que cogía de mis chicles, y sobre todo de mis silencios y mis escapadas.

– Lloriqueabas porque no te dejaban quedarte hasta tarde, o porque no querías continuar estudiando, pero como llorabas de pequeña porque no querías bañarte o ir a casa de los abuelos. Luego era imposible sacarte de la bañera, o pedías permiso para quedarte a dormir con los primos. Siempre fue lo mismo. Sentías pereza, miedo a marcharte, yo qué sé, pero luego no deseabas regresar. Necesitabas llamar la atención, y no sabías cómo.

No reuní el valor suficiente para acercarme de nuevo a mi profesora de canto. Cuando, por casualidad, en una zapatería, me encontré con una de mis antiguas compañeras, con la que compartí cuarto tantas veces, le pregunté por ella.

Me dibujó la estampa que yo imaginaba, una vieja férreamente anclada en su prestigio, con coquetería suficiente aún como para pintarse los labios y teñirse el pelo de rubio ceniza; no hablaba nunca de mí, no se refería nunca a los alumnos que no habían continuado su carrera, o que terminaron de profesores en coros y academias.

– Yo no valía para ello -dijo de pronto, cuando me despedía ya de ella-, y además, me aparecieron nódulos. Pero tú hubieras sido buena. Tan joven, y la preferida de todos… Sólo te faltó la fuerza de voluntad.

Nunca me vio con ningún novio.

Creía que era demasiado joven.

Balder, no obstante, frecuentaba los pasillos de canto, se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas y en una ocasión se quedó atrapado en el ascensor decrépito. Y, si no fuera porque le sé fascinado por la casa de Belgravia, por la proximidad de Christopher y la feracidad de los arbustos no podados, hubiera jurado que habría elegido el viejo edificio para pasear y sentarse en los suelos de la eternidad.

Ewa Kwasnievska, su profesora de violonchelo, volvió a aquellos años sin dificultad: guardaba la esquela de Balder, y las postales que le había enviado desde Francia cada verano.

– Entre mis alumnos no había vagos. Mejores, peores, todos han sido buenos profesionales. Constancia. Trabajo. Balder era zurdo. Los zurdos son raros, cuesta trabajar con ellos. Sus normas son otras. No sabía decir que no, siempre sí, nunca había problemas, todo era sí, sí, sí. Qué guapo era, qué joven. Era un niño. No tenía veinte años. Hace diez meses se mató otro de mis alumnos. Tomó pastillas. Otros murieron en accidentes, dos hermanos en un coche, murió también el padre. Se pasan los años y somos supervivientes.

Encontré a su hermana Virginie en el bar de la universidad; buscaba cambio para llamar por teléfono, y ella pedía un café. Se movía con una irritante seguridad, y era obvio que los chicos se sentían fascinados por ella, con su desparpajo y la ironía que llenaba sus frases.

Vestía un traje austero y recto que apenas ocultaba un cuerpo ampliamente voluptuoso. Había engordado mucho y había adquirido tantas curvas que su atractivo resultaba demasiado obvio, casi vulgar.

No fingió ninguna sorpresa al reconocerme. Me llevó a un café cercano a beber algo; era un lugar solemne y taraceado, con cristaleras menudas en las ventanas exteriores y mesas de piernas torneadas. Virginie y yo éramos, con mucho, las más jóvenes del local.

Los camareros la conocían, pero no la trataban con la confianza cercana al flirteo a la que estábamos acostumbradas en los lugares habituales.

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