Espido Freire - Diabulus in musica

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Diabulus in musica: краткое содержание, описание и аннотация

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Ésta es una historia de amor entre una mujer, un hombre y un fantasma. O, tal vez, dos fantasmas. Una historia que nos habla de Christopher Random, un actor que fue muchas personas, y de Balder Goienuri, que hasta su muerte sólo interpretó a Christopher Random.
De la muchacha que amó a los dos.
De las mentiras y los fingimientos entre los que se perdieron, y de cómo se buscaron durante años sin encontrarse.
El Diabulus representaba, en la teoría de la música antigua, el intervalo prohibido, un error deslizado entre las matemáticas perfectas que regían el mundo. También esta novela describe la lucha entre el orden y el caos, la luz y la oscuridad, el pasado y el presente. La voz y el silencio. Las múltiples maneras en las que el diablo acecha a la espera de encontrar un hueco por el que llevarse a sus víctimas.

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– Creo que murieron poco después, en un accidente de tráfico. Te hubieran caído bien. Les unía algo bello y resistente. Incluso su casa era bella. Sin muebles, muy desnuda. No tenía ni cuarto de baño, pero a nadie se le hubiera ocurrido echarlo de menos.

Tiempo más tarde me encontré, por casualidad, con ellos. Tardé en reconocerlos: me parecían viejos conocidos de un tiempo remoto, pero no recordaba sus rostros, ni sus voces. Luego caí en la cuenta.

Les pregunté tímidamente si poseían la casa de Kalvösund, y sonrieron, encantados. Recordaban bien a Chris, y me preguntaron por él.

– Qué triste que todos los romances hayan de terminar así en la vida -suspiró la mujer.

Era morena y graciosa, y él se mostraba ligeramente dependiente de ella. Giraba cuando ella se movía, para no perderla nunca de vista.

– ¿Había fantasmas en Kalvösund? -le pregunté, y ella sonrió, mientras echaba una ojeada a mi colegio, al trocito de tierra que había elegido para habitar.

– Sí. Nosotros. Nosotros somos ahora los fantasmas.

Entendí por qué Chris les ponía como ejemplo. El tiempo no había alterado su belleza, su resistencia. Ni la muerte podría.

Nada podría.

Regresamos a Londres como quien se libera de una deuda mortificante. Yo dormí dieciséis horas seguidas, roída por el cambio horario y el cansancio. Christopher había elegido para entonces participar en “El caballero de Olmedo”, y eso nos aseguraba que permaneceríamos en la misma casa al menos hasta el otoño. Allá volaban nuestros planes de viajar al norte.

El ancla descendía brutal en la rutina, y no nos importó.

En unos días Frances vendría a pasar una temporada con su padre, y era el momento que Christopher deseaba aprovechar para convencerla de que se quedara con nosotros. Yo temía la reacción de Karen: temía también el carácter de la niña, y el modo en el que podría lidiarlo.

Chris no me servía de ayuda.

– ¿Cómo es?

– Una niña -respondía él.

– ¿Una niña qué más?

– Una niña. Una niña, yo qué sé -hacía un esfuerzo por contestar-. Va bien en clase. Tiene mucha imaginación. No sé, una niña como otras.

Aunque me avergonzara reconocerlo, temía que la presencia de la niña desviara su atención de mí.

No existía nada fuera de nosotros, pero ahora el círculo debía incluir también a la hija de otra mujer.

Yo había pasado semanas sin hablar con nadie más que con él, o sin que el resto de las conversaciones contaran lo más mínimo. Como los setos del jardín, que crecían sin podar, no quería otras atenciones.

Y, esta vez de manera voluntaria, deseché la idea de dar clases hasta un mes más tarde, dos como mucho, hasta que se debilitara parte de aquel hechizo.

Entre las facturas, la propaganda y los avisos de certificados encontré dos postales de París.

Clara continuaba viva, decía, con pocas fuerzas, con mucho desaliento, pero viva, y convencida de que no debía abandonar en esta ocasión.

Que lo que fuera, lo encontraría allí. Volvería a escribir dándome una dirección.

– Creo que ya la tiene -dije, despechada, mostrándole a Chris la postal- y que no quiere dármela.

– Qué tontería. ¿Por qué iba a ocultártela? Es tu amiga.

– Porque sí. La conozco.

– Debes de ser la única. ¿Qué demonios anda buscando, de país en país, de esa manera?

Clavé las postales en el corcho de la cocina, junto a la lista de la compra y algunos dólares que debíamos cambiar. Si lo recordaba, había que comprar pan.

– Lo que yo ya tengo.

La tarde en la que Frances llegaba yo me quedé en casa mientras Chris y los abuelos iban a por ella. Luego se la llevarían una temporada a Brighton. Nos pareció lo más lógico. Nos habíamos resistido también a tocar su cuarto, demasiado infantil para una niña de ocho años, porque creíamos que se enfrentaba a suficientes imprevistos. Yo era el principal.

Mientras mataba el tiempo ojeando una revista sonó el teléfono, y yo descolgué automáticamente.

– Diga -nadie respondió, y cerré la revista, como si eso me permitiera escuchar mejor-. ¿Diga?

– Por favor -suplicó la voz, y yo escuché atentamente-, no cuelgues. Por favor. Soy Karen. Quiero hablar contigo.

– ¿De qué? -pregunté, al cabo de unos segundos, sin saber si fiarme o no.

– De cualquier cosa. De lo que quieras -me pareció que se aclaraba la voz, como si hubiera llorado-. No tengo a nadie con quien hablar.

Aguardé un momento. Esperaba que comenzara de nuevo, que me hablara de Chris, que me acusara de robarle a Frances, o que gimiera por su soledad.

– ¿Qué tiempo hace ahí? -preguntó.

Miré por la ventana.

– Ha llovido toda la semana.

– ¿Pero ahora no?

– No.

Se hizo un silencio. En la línea se escuchaba un ruido extraño, como si hubiera monedas que rodaran sobre el suelo.

– ¿Y los rosales? ¿Se conservan?

– Sí.

– No los dejes morir. No requieren demasiados cuidados. No tienen personalidad, ni se diferencian en carácter. Algunos les hablan. A mí me tranquiliza pensar que no escuchan, que simplemente crecen y son bellos.

– Están muy bonitos -dije.

– Voy a colgar -continuó ella-Hay… cosas que hacer. ¿Puedo llamarte otro día?

Yo aún miraba los rosales más allá de la ventana. Caían gotas del alero del tejado.

– Sí -dije- Llámame cuando quieras.

Frances iba bien en el colegio, hacía gala de una gran imaginación pero no era, ni mucho menos, una niña cualquiera. Las niñas normales no llevaban sus zapatos preferidos en una sombrerera de piel, ni se quedaban mirando en silencio, hora tras hora, a los adultos, como gatos, hasta que les hacía gritar con tal de romper la tensión.

Pronto se hizo evidente que Lilian no podía ocuparse de ella.

Había envejecido, y nunca había criado a una chica: las normas que imponía se remontaban a la época en la que ella misma había ido al colegio, y Frances era demasiado lista como para acatarlas. Hacía trampas, engañaba a sus abuelos, y mentía sin parpadear para salirse con la suya. No podían con ella, y Lilian se sentía culpable, e inventaba enfermedades para justificar su impotencia.

Cuando la recogimos en Brighton y la trajimos de nuevo a Londres, Christopher discutió con sus padres a voz en grito. Yo ayudaba a Frances a recoger sus cosas y le escuchaba perfectamente.

– ¡Si no os veíais capaces, podríais haberlo dicho desde un principio! ¡Ahora tenemos que domar a un caballo salvaje!

– Si tuvieras un poco de cabeza, te la hubieras llevado contigo. ¡Es tu hija! ¡Debería pasar antes que esa mujer!

– Hemos hablado ya de esto.

– ¡Hemos hablado de muchas cosas! ¡Pero tú no atiendes a razones!

Sonreí a Frances, que no me devolvió la sonrisa, y bajé a llamar a Chris.

– Baja la voz, amor mío, por favor -cuchicheé- Se os oye desde arriba.

– ¡Que nos oiga! Bastantes problemas está dando.

Como para desmentir su fama, Frances no abrió la boca en todo el viaje. Le compramos un helado para entretenerla y se quedó dormida antes de llegar a Londres. La dejamos en su cama infantil, y Chris, completamente olvidado el estallido de ira, cerró la puerta de su habitación.

– Cómo ha crecido dijo- Es increíble. Se está haciendo mayor.

Cuando me quedaba en casa con ella intentaba inventar juegos e interesarla en ellos. Nuevamente, la distancia suponía un problema.

No había niños de su edad en el vecindario, y los hijos de los amigos de Chris eran mucho menores.

Frances se había acostumbrado a tratar con adultos, y eso había deformado en parte su carácter. Se expresaba con corrección, y sabía comportarse cuando era necesario; pero conocía las debilidades de los mayores, y cuando deseaba algo se mostraba inflexible. Lloraba, se negaba a comer, o empleaba su inquietante mirada fija el tiempo que fuera necesario, con una obstinación impropia de su edad.

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