Espido Freire - Diabulus in musica

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Ésta es una historia de amor entre una mujer, un hombre y un fantasma. O, tal vez, dos fantasmas. Una historia que nos habla de Christopher Random, un actor que fue muchas personas, y de Balder Goienuri, que hasta su muerte sólo interpretó a Christopher Random.
De la muchacha que amó a los dos.
De las mentiras y los fingimientos entre los que se perdieron, y de cómo se buscaron durante años sin encontrarse.
El Diabulus representaba, en la teoría de la música antigua, el intervalo prohibido, un error deslizado entre las matemáticas perfectas que regían el mundo. También esta novela describe la lucha entre el orden y el caos, la luz y la oscuridad, el pasado y el presente. La voz y el silencio. Las múltiples maneras en las que el diablo acecha a la espera de encontrar un hueco por el que llevarse a sus víctimas.

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Espido Freire Diabulus in musica Espido Freire 2001 Comencé esta historia - фото 1

Espido Freire

Diabulus in musica

© Espido Freire, 2001

Comencé esta historia mientras volaba a México, hacia el oeste, siguiendo el recorrido del sol, en un viaje en el que no hubo noche. La di por terminada en Bergen, bajo el día eterno del verano noruego. Entremedias transcurrieron dos años y medio de oscuridad, en los que debo:

A Ángeles Martín, su constante apoyo silencioso.

A Mila Espido, el equilibrio de mi balanza.

A Vetle Lid Larssen, su consejo de que luchara por el diablo. Y una casa donde librar la batalla.

Aborrezco las deudas. Ojalá mi agradecimiento pague la que contraje con vosotros.

A Alicia, que conoce tanto mis fantasmas.

A Robin, “in memoriam”.

A Michael, siempre.

Ab omni malo, libera nos, Do mine. Ab omni pecato, li bera.

Ab ira tua, libera. A subita nea et improvisa morte, li bera.

Ab insidiis diaboli, libera.

Ab ira, et odio, et omni mala voluntate, libera.

A spiritu fornicationis, libe ra. A fulgure et tempestate, libera.

A flagello terraemotus, libera.

A peste, fame et bello, li bera.

A morte perpetua, libera.

Liberame, Domine, de morte aeterna in die illa tremenda quando caeli movendi sunt et terra dum veneris judicare saeculum per ignem.

Dies illa, dies irae, calamita tis et miseriae dies magna et amara valde dum veneris judicare saeculum per ignem.

(Líbranos, Señor, de toda maldad, de todo pecado. Líbranos de Tu cólera. Líbranos de la muerte repentina y sin confesión, de las acechanzas del diablo, de la venganza, del odio, y de toda mala intención. Del ansia por fornicar, de los rayos y las tempestades; del azote de los terremotos, de la peste, del hambre y de la guerra. Líbranos de la muerte infinita.

Líbrame, Señor, de la muerte eterna en ese día terrible en el que el cielo y la tierra temblarán, en el que vendrás a juzgar con fuego nuestro siglo. Ese día terrible, el día de la ira, las calamidades y las miserias, el día señalado y acerbo en el que vendrás a juzgar con fuego nuestro siglo.)

“Libera me”, reponsorio gregoriano del “Officium defunctorum”, anónimo.

“Ut” queam laxis, “Re”sonare fibris “Mi”ra gestorum, “Fa”muli tuorum “Sol”ve polluti, “La”bii reatum S”ancte “I”ohannes

“Himno a San Juan Bautista”, anónimo, s. XI.

Para mí esta historia, como casi todas, comienza en mi adolescencia. Como casi todas.

Yo era yo. Eso importaba poco, porque nunca había encontrado ocasión para ser otra cosa. (…)

Llevaba tres meses en Londres; me levantaba cada mañana, trabajaba, acudía a mis clases, buscaba huecos para permitirme un capricho, un pequeño lujo que me permitiera pensar en otras realidades.

(…)

Él, el hombre al que yo iba a ver, era Christopher Random.

El actor Christopher Random. Eso importaba poco, porque se había convertido en demasiadas personas a lo largo de los años; había prestado su rostro, su cuerpo, incluso su voz, había contemplado ante el espejo el modo correcto de caminar o de inclinar la cabeza para resultar encantador, había vestido tantas identidades que algunos le conocían por el disfraz, por sus personajes, y no habían oído su nombre.

Aún era, para mucha gente, Balder “el blanco”.

Él, en cambio, sí sabía mi nombre, lo había escrito correctamente en el sobre, en el cariñoso saludo, y en el autobús, con los ojos clavados en la nuca del joven héroe, la nuca que pronto estaría desnuda, imaginé qué decirle, qué actitud adoptar para no decepcionarle y que no me olvidara, para que volviera a llamarme otra vez.

Cuando Balder vino a pedirme cuentas yo aún aguardaba desvelada entre los brazos de Christopher. Apareció en mitad de la noche, en la casa de Belgravia, que yo, por sus rododendros y sus hileras de rosales enfebrecidos, sabía de su preferencia. Levanté la cabeza y adiviné su sombra más allá de la ventana, una estaca oscura sobre el sendero de arena.

Cerré los ojos, y apreté los párpados para alejarlo, pero cuando los abrí de nuevo él ya se encontraba en la habitación, envuelto en las sombras del recoveco junto a la ventana. Quise advertirle, porque si se descuidaba podría pisar la ropa desperdigada y los cristales rotos, las huellas del último forcejeo entre Chris y yo, entre mi voluntad y mis debilidades, el desastre en el que se había convertido la casa y nuestra vida, pero no hizo falta. Conocía aquel cuarto, lo había recorrido conmigo en múltiples ocasiones, y continuó avanzando. Levantó la cabeza, fijó en mí sus ojos feroces, y aguardó a los pies de la cama.

Yo me incorporé, observé por un momento a Christopher, que continuaba dormido, indefenso bajo las capas de sueño, y me despedí de él.

Sus labios cedieron levemente bajo los míos, y por primera vez dudé del calor de la vida, de si la sangre aún latía en mi beso, que no logró despertarle. Busqué las zapatillas bajo el borde de la cama y me acerqué a Balder. Sus manos blancas, de huesos transparentes bajo la piel lívida, cortaron el aire con algo de vuelo de ave y me atravesaron el pecho; sentí el latido de la piel al hendirse, la frialdad de un tacto de hielo que se abría paso entre mi sangre.

Luego, con un tirón, extrajo las manos de mi busto y me mostró lo que buscaba; era mi corazón, o tal vez mi hígado, y lo apretó hasta reducirlo a un polvo seco, que cayó poco a poco a sus pies, un serrín rojizo y muerto.

No fue un precio excesivo por todo lo que me dio. Balder me trajo a Christopher, incluso a Clara: me prestó años de búsqueda, una felicidad pastosa y de malvavisco, confundida con muchas otras cosas, la liviandad, la insatisfacción, la nostalgia. Los viajes postergados, los deseos imposibles.

Pero ahora Chris vive en una casa rodeada de azahar insípido en San Diego, la misma que compartía con su mujer y su hija, Clara persigue mimos y nombres en las tardes lúgubres, o quizás haya sido devorada ya por ellos, y todo lo que conocí se ha desmoronado. Todo lo que deseé ha desaparecido.

Respecto a mí, estoy muerta.

Todas las mañanas me levanto, me miro en el espejo y me dedico luego a recorrer la escuela. Mucho después de que los niños hayan abandonado las clases con las manos llenas de dibujos y de bocadillos que devoran o desprecian entre remilgos, termino mi trabajo y regreso al cuarto de baño a comprobar si el rostro que refleja el espejo continúa siendo el mío; pero estoy muerta. Mi vida se agotó hace tiempo, y ahora debo conformarme con esta rutina y esta existencia. Un fantasma en un colegio. Balder no hizo sino podar un esqueje muerto.

Sin preocuparme por evitar los cristales de la botella y las copas rotas le seguí hasta la calle. Las zapatillas eran inadecuadas para la ocasión, unas meras babuchas de raso crudo que Chris me había regalado, pero ya era tarde para reparar en ellas. Abrí la verja negra, y la tela de mi camisón se enganchó en las ramas de los arbustos, que habían crecido de manera indecente. No recordaba cuando fue la última vez que Chris los había recortado, y de pronto la conciencia del tiempo pasado absorto en nosotros mismos tomó cuerpo y se convirtió en ramas nuevas y yemas rebosantes.

Hacía frío, y las nuevas farolas, que habían limpiado una semana antes, ya no conservaban el halo ámbar en torno a la bombilla, sino que iluminaban con una gélida luz azulada el camino particular y sus piedras endiabladas. Balder se volvió hacia mí.

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